Fin de la era Markel: la canciller serena que llegó a la cima del mundo y nunca se mareó con el poder
La jefa del gobierno alemán se prepara para ceder el cargo y dejar la vida política tras 16 años con un altísimo índice de popularidad
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BERLÍN.– “Finalmente, más que cualquier otra cosa, Angela adora la armonía”, decía su padre, un pastor luterano. De ahí la manera de evitar el conflicto y una relativa indiferencia a las ofensas de Angela Merkel, la mujer que se apresta a dejar el poder para entrar en la historia.
La política que dirigió los destinos de Alemania –y probablemente de Europa– durante 16 año no es una “dama de hierro” sino una “dama de teflón”, cuya enorme virtud es haber respondido con absoluta fidelidad a las expectativas de sus administrados. Acostumbrados a la serenidad que supo transmitirles, los alemanes miran hoy el futuro con extrema inquietud.
“Me gusta servir a mi país”, dice con frecuencia Merkel. Y no hay razones para creer que, además de su ambición, no haya sido ese su principal objetivo. Para la mayoría de sus biógrafos, la explicación de ese rigor reside en su infancia.
“Ser hija de un pastor en una pequeña ciudad de provincia de la ex Alemania del Este (RDA) la marcó para toda la vida”, afirma uno de ellos, el francés Michel Mayer. “Desde su más tierna infancia, Angela estuvo encerrada en el sólido corset de los valores luteranos: ardor en el trabajo, responsabilidad, disciplina, sentido del deber, respeto del otro y modestia”, enumera.
Su padre formó parte de aquellos alemanes idealistas que decidieron instalarse en Alemania del Este (RDA) por rechazo a la “americanización” escogida por Alemania del Oeste (RFA) al concluir la Segunda Guerra Mundial. El pastor Kasner soñaba, en efecto, con una “tercera vía” entre capitalismo y comunismo, pacifismo y ecología.
Pero ¿quién es realmente Angela Merkel? Adorada por los alemanes que la llaman “mutti” (mamita), designada más de diez veces por la revista Forbes como “la mujer más poderosa del mundo”, esta conservadora de 67 años y 1,64 de altura sigue afirmando –sin convencer demasiado– que su país nunca intentó ejercer ninguna hegemonía sobre la Unión Europea (UE).
Angela Dorothea (nacida Kasner el 17 de julio de 1954 en Hamburgo), gran admiradora de la zarina Catalina II de Rusia, fue una niña dotada para el ruso y las matemáticas, que soñaba con hacer patinaje artístico, pero terminó siendo la primera mujer al frente del gobierno alemán y la segunda –después de la británica Margaret Thatcher– en gobernar un gran país europeo.
La canciller de la actual Alemania triunfante y reunificada, primera potencia económica de Europa, nació en el oeste alemán, pero pasó su infancia en la otra mitad del país, en una Alemania sovietizada, gris, pobre y policial, donde todo dependía del Estado-partido: obtener autorización para proseguir los estudios, conseguir un trabajo, un alojamiento… Sobrevivir, en resumen, exigía ofrecer la apariencia de la docilidad.
“Merkel sabe por experiencia que solo se sobrevive ocultando sus intenciones (…). Y jamás se deja desestabilizar. Una larga práctica de acallar sus sentimientos la blindó para toda la vida”, afirma Meyer.
El poder, en todo caso, jamás se le subió a la cabeza. En 16 años de ejercicio, la canciller jamás estuvo implicada en un escándalo o en un asunto turbio, sigue sirviendo el café a sus invitados en su oficina del séptimo piso de la cancillería en Berlín y paga las papas fritas de su bolsillo cuando se permite una pausa entre reunión y reunión en Bruselas.
Auténtica rareza en política, quienes la conocen bien le reconocen al mismo tiempo una cualidad particular: su capacidad de presentir en sus interlocutores la fragilidad psicológica que los lleva a tratar de contrabalancear una herida secreta mediante el poder. Es fácil adivinar cuánto puede haberle servido esa facultad. Esa psicología particular también parece explicarse por sus años de formación.
Hay quienes afirman que es intratable y fría, que su mirada de un azul transparente es indescifrable. Doctora en Física, divorciada, casada nuevamente y sin hijos, Merkel –el apellido de su primer marido– entró en política a los 35 años, cuando cayó el Muro de Berlín. Una década después, fue capaz de deshacerse sin que le temblara la mano de su mentor, Helmut Kohl, líder de la Democracia Cristiana (CDU), y de todos sus competidores, para suceder finalmente al canciller socialdemócrata Gerhard Schröeder.
Sus partidarios la consideran reflexiva y metódica, y destacan su ausencia de vanidad y su sentido del absurdo. Sus adversarios le reprochan su ambición, su lado “madre-del-rigor en Europa” y sus vaivenes. Durante mucho tiempo, sus diktats –sobre todo durante la crisis griega– le valieron ser caricaturizada con un látigo en la mano y una cruz gamada en el brazo.
Criticada constantemente por su falta de elegancia, la canciller, enfundada siempre en el mismo modelo de tailleur-pantalón (declinado en decenas de colores), es una celosa defensora de su vida privada. Vive en un pequeño departamento alquilado en el centro de Berlín y, como sus compatriotas, hace sus compras en el supermercado. Su único lujo, durante las vacaciones, es una velada en el festival Wagner de Bayreuth y unos días en las montañas “para respirar aire puro y caminar”.
Después de cuatro mandatos, muchos siguen reprochándole su tibieza cuando se trata de la construcción europea y su tardía conversión a una política más social y generosa. Merkel se defiende invocando las exigencias constitucionales inherentes al sistema político alemán. También se la acusa de egoísmo cuando se trata de los países del sur del bloque. Ella responde que acogió a más de un millón de refugiados, cuando otros cerraban sus fronteras.
Durante sus cuatro mandatos al frente de su país, Merkel vivió tres grandes crisis, cada una fue reveladora de su estilo de gobierno y de su visión de Europa: la crisis financiera de 2008 y la crisis del euro, que podrían haber provocado el derrumbe de la moneda única; la crisis de la migración, que incluyó la libertad de circulación, la estabilidad de los Balcanes y, naturalmente, la paz interior; y la crisis del coronavirus, que amenazó con destruir el corazón de la promesa europea, el mercado único y la prosperidad.
Alemania no padeció de lleno ninguna de las dos primeras crisis. Los problemas económicos y monetarios azotaron sobre todo al sur. También fueron Grecia, Italia y España quienes tuvieron que soportar lo esencial del peso de las migraciones. Sucedió lo contrario con la pandemia de coronavirus, que terminó por golpear a este país como al resto. Pero el estilo y el pragmatismo de la canciller consiguieron en este caso devolverle una popularidad estratosférica que ella y su partido habían perdido poco antes.
Contrariamente a su costumbre, Merkel asumió en ese momento el riesgo de comprometerse en su última línea recta, alejándose de su eterno rigor presupuestario y apoyando la creación de una mutualización de la deuda europea provocada por la pandemia. Ese “fondo de reactivación” es enorme (unos 750.000 millones de euros) y su éxito incierto. Pero la inversión le pareció fundada.
“Lo que es bueno para Europa, era y es bueno para Alemania”, declaró entonces.
Con una proeza de cuatro mandatos seguidos, Angela Merkel comparte el récord con Konrad Adenauer y Helmut Kohl. Pero ella es la primera que deja el poder por su voluntad. Y los alemanes confiesan que miran el futuro con inquietud:
“Si Merkel decidiera presentarse este 26 de septiembre en las elecciones generales, los sondeos son muy claros: tendría todas las chances de ser reelegida para un quinto mandato”, afirma en Berlín la especialista Annlisa Gullner, del Instituto Forsa para la investigación social y el análisis estadístico.
Alternativamente subestimada y admirada por sus capacidades tácticas, la “mujer más poderosa del mundo” dejará sus funciones –y también la política– dentro de poco tiempo, acompañada de esa inoxidable popularidad. ¿Mérito suyo? Sin duda. Pero el precio que tuvo que pagar fue alto: 16 años de ejercicio permanente del poder en medio de una vertiginosa soledad.
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