Felipe VI asumió y prometió una casa real "honesta"
En un discurso descarnado, habló de los problemas de la monarquía y de su país
MADRID.– Sonó un "¡viva el rey!" en el hemiciclo del Congreso. Felipe de Borbón y Grecia se puso de pie, se acomodó en el atril, miró al frente y, cuando se callaron los aplausos, se dispuso a presentarse descarnadamente ante la historia.
En un discurso inaugural lleno de alusiones a la crisis de la corona que le toca revertir, el nuevo rey de España ofreció ayer "una monarquía renovada para un tiempo nuevo" y prometió observar "una conducta honesta y transparente" para ganarse a los ciudadanos. Lo aplaudían desde la tribuna de honor su madre, la reina Sofía, y su hermana Elena.
No estaban el rey saliente, Juan Carlos I , ni su otra hermana, la infanta Cristina, imputada en el fraude con dinero público que minó en los últimos tres años el prestigio de la monarquía. Pocas veces resaltó tanto una ausencia.
Felipe VI, de 46 años, aprovechó la ceremonia solemne de jura y proclamación ante las Cortes Generales para mostrarse como un rey dentro del contexto. Los 25 minutos de su discurso inaugural reservaron un compromiso sobre cada uno de los problemas que empujan a España a una situación límite, para muchos, fundacional. Ese temblor social que convenció a su padre de que debía abdicar después de casi 39 años.
Para empezar, les habló a los catalanes que promueven la independencia: "En esta España, unida y diversa, cabemos todos; caben todos los sentimientos y sensibilidades. Unidad no es uniformidad". Se guardó para el final otro guiño: dio las gracias en catalán, en euskera y en gallego. El presidente de la Generalitat de Cataluña y principal impulsor del plan secesionista, Artur Mas, lo escuchaba desde un palco junto al jefe del gobierno vasco, Íñigo Urkullo, que camina con más cautela hacia el separatismo.
Al terminar el discurso, los dos se pusieron de pie, pero evitaron concederle al nuevo rey el beneficio del aplauso. Un aviso, quizá, de la magnitud del dilema más acuciante que hereda el jefe del Estado.
También se dirigió a los que sufren la crisis económica que no da tregua a los españoles desde 2008. Advirtió que toda la dirigencia carga con el "deber moral" de revertir la situación y de proteger a los más golpeados por sus consecuencias.
"Tenemos la obligación de transmitir un mensaje de esperanza, especialmente a los jóvenes, de que la solución de sus problemas y la obtención de un empleo serán una prioridad para el Estado."
En esa juventud desencantada anida el mayor peligro para la monarquía. Las encuestas marcan que los menores de 35 años -nacidos con la Constitución y en democracia- son quienes reclaman con más fuerza la vuelta al sistema republicano.
La obsesión de Felipe fue presentarse como un monarca dispuesto a humanizarse. Asumió como un mandato "buscar la cercanía con los ciudadanos" y ganarse su respeto.
"Nada me honraría más que, con mi trabajo y esfuerzo de cada día, los españoles puedan sentirse orgullosos de su nuevo rey", pronunció.
Sobre ese mismo estrado, Felipe había oído en 1975 cómo su padre prometía ser "el rey de todos los españoles" a una sociedad que se disponía a salir de 40 años de dictadura franquista. Ayer le reconoció a Juan Carlos I ese "papel fundamental" en la transición democrática. A la par agradeció -casi con la voz quebrada- "el servicio y la lealtad" de su madre.
En eso quedó la celebración de la sangre. Pocas frases despertaron más comentarios entre los diputados, senadores, ministros y ex presidentes que asistieron a la proclamación como su apenas disimulada condena a la corrupción.
"La corona debe velar por la dignidad de la institución, preservar su prestigio y observar una conducta íntegra, honesta y transparente -señaló-. Sólo de esa manera se hará acreedora de la autoridad moral necesaria para el ejercicio de sus funciones."
Se declaró consciente de que la sociedad demanda "que la ejemplaridad presida la vida pública". Y fue terminante al prometer máximo respeto a la independencia judicial.
A Juan Carlos I se le esfumó el prestigio público por algunas conductas indecorosas, pero sobre todo por la sospecha de que intentó usar su influencia para salvar a la infanta Cristina y a su esposo, Iñaki Urdangarin, del escándalo judicial por el caso Nóos.
Felipe VI llega al rescate de la corona en medio del creciente reclamo a favor de un referéndum monarquía vs. república. Lo dijo sin vueltas: "Creo que la monarquía parlamentaria puede y debe seguir prestando un servicio fundamental a España".
A las palabras que tanto pulió, repasó y corrigió junto con su círculo íntimo -del que es parte esencial la reina Letizia-, Felipe añadió los gestos.
La ceremonia se cumplió como había sido concebida: sobria, puntual, sin grandes fastos, acorde con la susceptibilidad de los españoles ante los derroches de la nobleza.
Varios miles de ciudadanos se acercaron a las avenidas principales de Madrid a ver pasar el desfile de los reyes en un Rolls Royce descapotable. Era feriado en la capital. La policía desplegó un operativo digno de un país en guerra -7000 agentes, francotiradores, helicópteros, guardia montada y un blindaje casi total del centro de la ciudad- para prevenir protestas antimonárquicas.
En señal de austeridad, se redujo la pompa al mínimo que indica el protocolo y no fueron invitados jefes de Estado extranjeros ni miembros de las otras casas reales europeas. Igual de austera fue la euforia popular.
Felipe VI -con el traje de gala de jefe de las fuerzas armadas- y Letizia -de corto, sin lucir joyas- actuaron todo el tiempo como un matrimonio unido, cariñoso, atento todo el tiempo a sus hijas, la princesa Leonor (de 8 años) y la infanta Sofía (de 7).
El contacto con el pueblo duró la media hora que tardó el coche de los reyes en recorrer tres kilómetros del Congreso al Palacio Real. Una vez ahí salieron a saludar a las cerca de 30.000 personas que habían ido a verlos asomarse al balcón. En la foto para la historia los acompañaron las dos hijas y también Juan Carlos y Sofía.
Duró cinco minutos, como decía el programa, entre aplausos y algunas "vivas". Todo muy contenido, alejado de fervores pasados.
En la antesala del Salón del Trono esperaban a Felipe y Letizia los 2183 invitados a la recepción oficial: personalidades de la política, la cultura, el deporte y la ciencia. Se tomaron el trabajo de darles la mano a uno por uno, decididos hasta la extenuación física a exhibirse cercanos a la sociedad que desde ayer juzga cada uno de sus movimientos.
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