Empezó como empleada administrativa en la CIA, pero fue ascendiendo hasta convertirse finalmente en Jefa de Disfraces
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Unos días antes de casarse, el prometido de Jonna Mendez le reveló que en realidad no trabajaba para el Ejército de EE. UU., como le había dicho, sino que era un espía de la Agencia Central de Inteligencia (CIA).
La pareja iba a casarse en Fráncfort, Alemania, ciudad a la que Mendez había llegado como turista y en la que se había quedado contratada en el banco estadounidense Chase.
Mendez no era muy consciente en esa época de lo que significaba ser agente de la CIA, así que la confesión de su novio a última hora no le molestó mucho. Pero de un momento a otro, pasó de ser una ciudadana estadounidense en Alemania a ser una “esposa de la CIA” y consiguió un trabajo administrativo en la agencia, a finales de los años 60.
Ese fue solo el inicio de una carrera de 26 años en la CIA, en los que Mendez fue ascendiendo y viajó por todo el mundo como técnica de operaciones de fotografía y finalmente como directora de Disfraces en plena Guerra Fría.
Después de retirarse en 1993, recogió sus experiencias en libros como In True Face, que se publicará en unos meses, y en Spy Dust y The Moscow Rules, que coescribió con su segundo esposo, Tony Mendez, también agente de la CIA, y con Bruce Henderson y Matt Baglio. Además, fue una de los fundadores y miembro del directorio del Museo Internacional del Espía en Washington D.C. por más de 20 años.
BBC Mundo habló con Mendez sobre su trabajo y esta es su historia en primera persona.
La gente piensa que un disfraz es una peluca, un bigote. Pero es mucho más que eso.
En la CIA podíamos hacer monturas dentales que cambiaban la manera en que se ve tu rostro.
Si tenías dientes perfectos, podíamos ponerte dientes que se vieran terribles y viceversa; y hubieras querido usarlos todos los días. Teníamos que aprender a hacer cosas que solo sabría tu dentista: cómo hacer impresiones dentales, cómo trabajar con herramientas dentales. Ese era el nivel de detalle.
Pero esa era solo una pequeña parte de lo que hacíamos para que los disfraces funcionaran apropiadamente.
Un mal disfraz es peor que no tener disfraz. Si alguien puede darse cuenta de que estás disfrazado, estás en problemas. Así que pasábamos mucho tiempo mejorando nuestros disfraces.
Un buen disfraz va más allá del rostro. La gente tiene aspectos únicos, de los que no son conscientes y que a veces los pueden delatar.
Como agente de disfraces, si venís a mi laboratorio, tengo que tomar en cuenta [todos los aspectos] de tu persona, incluyendo los gestos. Si movés mucho las manos, tengo que darte alguna cosa para que la sostengas con las manos y ya no las muevas.
Podía cambiar la forma de caminar de alguien con algo tan simple como poner una piedrita en el zapato. O podía poner una venda en una rodilla. La gente no puede mantener durante mucho tiempo una forma de caminar distinta a la que normalmente tienen. En algún punto se relajan y se olvidan, así que se debe incluir algún elemento físico que ayude a cambiar la forma de caminar.
Usualmente nuestros disfraces no hacían que te vieras mejor. Hacían que te vieras diferente, pero verte “bien” nunca era el objetivo.
Pero, la historia de Mendez en la CIA no comenzó con los disfraces.
Mucho antes de encargarse de ese área, Mendez volvió de Alemania a Estados Unidos con su entonces esposo y siguió trabajando en un puesto de oficina de la agencia, hasta que se aburrió y su jefe le propuso llevar uno de los cursos de fotografía de inteligencia.
Mendez aceptó y cree que ese momento fue clave en su historia en la CIA. Ella misma cuenta lo que sucedió a partir de entonces.
Los inicios en un avión
Como parte del curso de fotografía, tuve que montarme en un avión, con las puertas abiertas, con arneses, una cámara grande, para ver si mientras estaba balanceándome dentro del avión podía tomar fotos de cosas como la placa de un auto. Decidí que si eso era lo que podía hacer, me quedaría en la CIA.
Ese fue realmente el inicio de mi carrera. Digamos que fue a finales de los 60. Luego me convertí en técnica de operaciones de fotografía.
Viajaba por todo el mundo, entrenando a extranjeros para que reunieran información de inteligencia para el gobierno de EE. UU. Les enseñaba diferentes maneras de mantenerse a salvo mientras lo hacían, porque en algunos países, si te atrapaban haciéndolo, te mataban. Como en Rusia. Así que era un trabajo muy interesante. Me gustaba mucho.
Luego de un tiempo me mandaron a lo que llamaré el “subcontinente” —no especifico el nombre de los países—, para reemplazar a alguien.
Me enamoré de ese país. De todo, la comida, la música, el clima, y [cuando acabé] quería volver. Así que pedí a la CIA que me mandaran a cumplir alguna misión allá.
Me dijeron que no había ninguna misión de fotografía, pero que habría un trabajo de disfraces en un par de años.
Pensé “entonces tal vez pueda ser agente de disfraces en dos años”. Estuvieron de acuerdo y eso fue lo que hicimos.
Cuando miro atrás, me digo “¿en qué estaba pensando?”. Pero, al mismo tiempo, sé que estaba escuchando a mi corazón y mi corazón me decía que necesitaba pasar tiempo en ese lugar y entenderlo mejor.
Así que me preparé durante dos años y me convertí en agente de disfraces y me fui a esa parte del mundo.
Fue un entrenamiento intenso.
“Nuestras máscaras tenían que ser perfectas”
Mi proyecto principal en el área de disfraces fue mejorar la tecnología de las máscaras.
En una máscara puede ponerse de todo: cabello diferente, maquillaje diferente, diferente tono de piel.
Cuando llegué, había máscaras, pero eran máscaras como de dobles de Hollywood. No te podías acercar a esas máscaras, porque podías ver que eran como de actores.
Trabajé con científicos porque necesitábamos mejorarlas. Nuestras máscaras tenían que ser perfectas, no podías tardar una hora en ponértelas, tenías que ponértela en menos de un minuto.
Tenías que ser capaz de ponértela en un estacionamiento oscuro (sin espejo), y que pudieras salir caminando con ella.
Tuvimos que encontrar materiales, tecnologías. Nos tomó 10 años, que fueron mis 10 años ahí como directora de disfraces. Fue un gran trabajo.
Creamos máscaras con las que podía hablarte así como ahora (en la entrevista) y no te dabas cuenta de que estaba llevando una máscara.
Una vez que lográs crear una máscara así, podés empezar a crear dobles de los agentes. Es decir, vos podés estar aquí y allá al mismo tiempo (pero en realidad el de allá es alguien disfrazado de ti).
Así que si te preocupa que te sigan, [gracias a las máscaras] tenés grandes posibilidades de engañar, de hacer que piensen que te están siguiendo; pero que en realidad no seas vos [sino que estén siguiendo a otro disfrazado de ti]. Vos estás por otro lado, reuniéndote con tu agente.
Una vez cuando estaba en el “subcontinente”, hubo una operación en un país cercano, al que terminé yendo sin las herramientas que necesitaba para cumplir mi misión, una misión de disfraces.
Debíamos entrar a un “recinto extranjero” y robar una pieza de un equipo que era muy preciado.
Normalmente el recinto estaba bien custodiado, pero íbamos a hacerlo en un fin de semana, cuando la gente que administraba ese recinto iba a estar en otro lado, porque nos habíamos asegurado de que estuvieran en otro lugar. Habían sido invitados a algo muy importante.
Un extranjero que trabajaba en ese país nos iba a ayudar a entrar a ese recinto.
Pero si lo reconocían, lo arrestarían. Así que debíamos disfrazarlo.
Pero iba a ser difícil porque tenía parte del rostro desfigurado y yo no tenía instrumentos conmigo [para ocultarlo].
Era un país en el que no había un centro comercial, así que llamé a la oficina y dije “por favor, pidan a sus esposas que me manden todo su maquillaje, todo lo que tengan”.
Conseguí algo para su rostro, pero tenía que transformarlo mucho más.
Tenía que envejecerlo y lo logré. Le eché talco para los pies en el pelo. Le puse el pelo muy gris, le puse un bigote, le borré la desfiguración y le puse unos lentes que se veían únicos.
Quedó totalmente diferente. Nos hizo entrar al recinto y salimos con la pieza que la inteligencia estadounidense necesitaba.
Simplemente la robamos.
Volví a EE. UU. y hablé con Tony Mendez (con quien me casaría más adelante, pero yo todavía no lo sabía, sino hubiera sido más amable con él) y me dijo que le contara [cómo había ido] la operación.
Pero le respondí que no tenía autorización para hacerlo y me dijo: “Déjame a mí contarte sobre la operación. No necesitábamos la pieza, solo necesitábamos que creyeran que necesitábamos la pieza”.
A veces pensás que sabés lo que estás haciendo, pero en realidad no tenés ni idea [de lo que planean] a otro nivel [de la CIA].
Moscú, lo más difícil
Nuestras situaciones más difíciles ocurrían en Moscú, así que ahí es donde aplicábamos nuestras soluciones más singulares.
Necesitábamos medidas especiales porque el problema [de vigilancia] ahí era muy grande.
Teníamos vigilancia las 24 horas del día, los 7 días de la semana.
Si estábamos caminando en la calle, [los espías] estaban justo detrás de nosotros. Si estábamos conduciendo, estaban detrás de nosotros. Si estábamos trabajando, estaban sentados al costado. Nuestros apartamentos tenían aparatos de escucha.
No había lugar en Moscú en el que pudieras garantizar que estabas solo, excepto un lugar específico en la embajada, que estaba hecho de bloques transparentes de plástico, así que no se podía poner un micrófono porque lo habríamos visto.
Además, había un dispositivo, que lo inició Tony, que empezamos a usar en esa ciudad, que se llamaba “Jack in the box” (Jack en la caja), que era un maniquí que emergía de un contenedor [cualquiera].
Alguien entraba a un auto con un maletín, se sentaba en el asiento del copiloto y ponía el maletín en el suelo. En el momento que lo necesitara, el pasajero se bajaría, el conductor presionaría un botón y saldría el maniquí, con la misma cara que el pasajero que acababa de bajarse, el mismo cabello, la misma ropa.
Era como una coreografía cuando necesitabas escapar de la vigilancia en la calle.
Para cuando la persona que te estuviera vigilando alcanzara el auto, todavía vería a dos individuos adentro.
Uno de nuestros casos en Moscú fue el de Adolf Tolkachev, probablemente el espía más importante que tuvimos allí.
Nos dio información, pedacito por pedacito, de los planes de la Unión Soviética sobre la siguiente generación de radares, aéreos y terrestres para los próximos 10 años.
Teníamos los planes de los equipos que iban a construir una década antes de que los produjeran, lo que significó que el Pentágono fue capaz de desarrollar medidas para contrarrestarlos con anticipación.
Tolkachev era conocido en el Pentágono como el “espía de los 1000 millones de dólares” porque calculaban que le había ahorrado al Departamento de Defensa más de US$1000 millones en investigación y desarrollo para descubrir lo que los soviéticos iban a construir.
Pero reunirse con este hombre en Moscú era casi imposible. Nos preocupaba que nos siguiera la KGB. Era una situación muy difícil.
Una vez, no podíamos contactarlo. No aparecía y no sabíamos qué hacer. Así que decidimos que alguien debía tocarle la puerta, pero esa persona debía evadir la vigilancia.
Así que pusimos a dos parejas en la embajada estadounidense a que hablaran por teléfono sobre una fiesta de cumpleaños a la que ambas irían.
Sabíamos que los soviéticos estaban escuchando y queríamos que escucharan que había una fiesta de cumpleaños.
La noche de la supuesta fiesta, las dos parejas salieron en un auto y una de las esposas llevaba un pastel de cumpleaños.
Los dos hombres estaban adelante y las esposas atrás, una con el pastel.
Siguieron la ruta que habían pensado y después de un segundo giro a la derecha, el copiloto abrió la puerta, las luces del auto no se encendieron, el copiloto se bajó, la esposa de atrás se inclinó y puso el pastel en el asiento del copiloto, el conductor apretó un botón y un maniquí salió del pastel de cumpleaños.
Cuando la vigilancia de la KGB apareció detrás de ellos luego de doblar la esquina todo lo que vio fue un anciano caminando (que en realidad era el agente que acababa de bajarse del auto disfrazado) —crear un disfraz de anciano no era difícil— y al auto de la embajada yéndose todavía con cuatro personas adentro.
Esa fue la forma en la que nuestro agente pudo tocar la puerta de Tolkachev.
Fue una gran operación.
“No necesitaba un disfraz”
Yo no vivía en el país en el que trabajaba. Uno nunca vivía en el país que trabajaba. Como residente estabas un poco restringido (porque podías volverte [alguien] conocido para los agentes locales).
Así que yo volvía al “subcontinente” aunque viviera en Washington D.C. y lo mismo ocurría con Moscú.
Estábamos yendo y viniendo, pero siempre tratando de no establecer un patrón.
Nunca usaba mi verdadero nombre para viajar. Siempre iba encubierta, toda mi carrera.
Pero más que disfraces, yo lo que necesitaba era documentación [falsa]. Cada país tiene sus registros. Saben quién tiene una visa, saben cómo debe ser una visa.
Así que estaban más interesados en los documentos que yo pudiera llevar. No estaban tan interesados en mi rostro.
Realmente no necesitaba un disfraz. Nadie me estaba mirando.
Por Pierina Pighi Bel
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