Eutanasia. Así ayudé a morir a mi papá, quien llevaba ocho años sufriendo en una cama
La historia de Rodrigo refleja lo complicado que es conseguir un proceso de eutanasia en Colombia
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“Lo inyecté, y solo yo pude ver cómo sus ojos se cerraban lentamente y su sonrisa, la que ya casi nunca tenía, se desaparecía”. Así recuerda Rodrigo el momento de la muerte de su papá Pablo, un fallecimiento que llegó de la mano de él mismo, con la intención de dejarlo descansar, y que a día de hoy, de vez en cuando, le mortifica la mente y el corazón.
Don Pablo tenía 89 años, pero sus últimos 8 años de vida no habían sido los mejores en cuanto a salud mental y física. Debido a sus décadas como fumador empedernido y tomador casual, el sistema digestivo y respiratorio de Pablo llegó a la vejez en muy mal estado. Aunque había dejado el cigarrillo y el alcohol desde los 60 por petición de sus hijos, ya el daño estaba hecho.
“Nunca tuvo cáncer, afortunadamente, pero sí tenía muchas complicaciones respiratorias y problemas en el estómago, por lo que estuvo por más de 40 años tomando muchos medicamentos diferentes al mismo tiempo casi todos los días”, relata Rodrigo, y agrega que tantos medicamentos también le causaron daños digestivos y “hasta mentales”.
Don Pablo era el pilar de su familia, una muy grande. Las fiestas en diciembre y en enero eran tradición familiar casi que obligatoria y todos los tíos, primos y sobrinos llegaban desde diferentes ciudades para visitar a Pablo y vivir las fiestas. Sin embargo, esas fiestas dejaron de ser igual de grandilocuentes y pasaron a ser más tranquilas y reservadas porque Pablo enfermó y cayó en cama.
”La debacle de mi papá comenzó en mayo del 2004, cuando sufrió un Accidente Cerebrovascular (ACV) y casi muere. Estuvo hospitalizado un par de meses y aunque las secuelas no fueron tan graves como pudieron haber sido, mi papá no pudo volver a caminar bien, necesitó de bastón y requería de ayuda para levantarse de las sillas y de su cama”, explica Rodrigo.
Luego de ese ACV, Pablo decayó mucho anímicamente y al mismo tiempo se hicieron frecuentes sus quebrantos de salud.
“En uno de sus ataques de terquedad, porque no quería sentirse inútil, cómo decía él, se intentó parar de una mecedora y se cayó. Lo llevamos a urgencias. Se había roto la cadera y el brazo derecho, su brazo hábil. Y cómo ya era un señor de 81 años, no se los pudieron pegar bien y quedó casi que inmovilizado durante muchos meses”, cuenta Rodrigo, al tiempo que su voz se quiebra, pues aunque pasaron ya 16 años de eso, le duele recordar el sufrimiento de su papá en aquel entonces.
Don Pablo estuvo durante años casi 18 horas diarias acostado. Su cuerpo, fornido por sus más de 40 años trabajando con las manos, se redujo casi a los huesos. En su cara ya se marcaba casi una calavera y de sus musculosos brazos ya no quedaban sino las fotos que a mediados del siglo XX se tomó en su trabajo y los recuerdos de sus hijos, quienes todavía se acuerdan de los pellizcos que les daba para corregirlos. “Esos dedos de él tenían la fuerza de un cangrejo, por eso nunca nos pegó ni con cinturón ni con palos como mi mamá, él solo tenía que mostrarnos las manos y era suficiente”, rememora Rodrigo, ahora sí casi que riéndose.
Don Pablo era muy creyente en Dios y durante décadas fue miembro activo en su Iglesia. Sin embargo, durante sus últimos cuatro años de vida, en los cuales ya no hablaba mucho porque se ahogaba, quizá la frase que más repetía era: “Dios mío, llévame ya, por favor”.
Sus hijos, incapaces de hacerse a la idea de quedarse sin su amado papá, cómo ya se habían quedado sin su mamá en 1997, hacían todas las movidas económicas que estuvieran a su alcance para ofrecerle tratamientos a Pablo.
El más empecinado en alargar su vida hasta la última consecuencia era precisamente Rodrigo, quién era el único que aún vivía con él y se encargaba casi todo el día de asistirlo en todas sus necesidades.
Pero la posición de Rodrigo, también un católico devoto, fue cambiando con el tiempo, pues tras cuatro años de escuchar a su papá pidiéndole casi a diario que lo dejara ir, ya él no podía tolerar verlo sufrir tanto.
“Cada vez que lo veía a los ojos mientras le daba la comida sentía que me rogaba que lo ayudara a descansar de una vez. Lo peor era que todos en la familia estábamos agotados de verlo así, pero realmente no estábamos ni cerca de sentir el verdadero cansancio y dolor de la situación, eso solo lo sabía él”, explica.
Rodrigo relata que él y sus hermanos habían estado explorando la opción de la eutanasia con el apoyo del médico de cabecera de don Pablo, pero se encontraron con un proceso muy complicado que tomaba mucho tiempo; tiempo que su papá no quería esperar.
”En ese entonces, como él no tenía una enfermedad terminal ni sufría por una patología específica, todo quedaba como si fueran solo achaques de la vejez, e iba a ser difícil que autorizaran la eutanasia”, comenta. Por eso, entre todos los hijos de don Pablo, después de mucho hablar, tomaron una decisión colectiva.
Una despedida que dejó marcas
En agosto de 2013, Rodrigo se enfrentó al momento más difícil de su vida. No había vivido hasta ese entonces algo que se le equiparara a lo que estaba a punto de hacer.
”Mi papá tenía las venas de las manos y los antebrazos muy frágiles por tantas muestras de sangre e intravenosas que le habían puesto y a veces se le rompían y sangraba mucho cuando lo intentaban inyectar por ahí, entonces ya tocaba hacerlo por las piernas, lo cual le generaba mucho dolor. Aunque él estaba casi dopado todo el día por el dolor que sentía, cuando lo inyectábamos en la pantorrilla él arrugaba la cara y resoplaba”, cuenta Rodrigo.
Pero ese día, cuando a don Pablo le tocaba el calmante de la tarde que lo ponía a dormir hasta el día siguiente, no hubo dolor.
“Mi papá siempre estaba con los ojos cerrados cuando lo íbamos a inyectar. Y yo no sé cómo lo supo, si fue porque yo estaba llorando, pero esa tarde me miró y me sonrió. Yo no le había dicho nada, pero es como si él hubiese sabido que lo que le estaba dando era una sobredosis del calmante para que por fin descansara”, relata Rodrigo, mientras respira profundamente para no llorar.
Él explica que no sabe cómo su amado padre esa única vez ni siquiera hizo un gesto de dolor sino que fue casi que de alivio. “Mientras pudo; me miró y pude ver y sentir cómo su mirada pasó de sufrimiento a paz. Él no podía hablar, pero su sonrisa me lo dijo todo”, dijo Rodrigo.
Durante esos segundos de despedida el hijo no dejó de llorar viendo los últimos suspiros del padre, y el padre no le quitó la mirada de encima al hijo hasta que sus ojos se cerraron.
Rodrigo estuvo días sin hablar, solo podía llorar. Ni el apoyo de su familia, que lo sabía todo, pudo ayudarlo a sobrellevar la situación en aquel entonces.
Lo que él necesitaba era tiempo, y para el 4 de noviembre de 2021 que habló con El Tiempo ya tenía muy superado este suceso.
Estuvo recibiendo tratamiento psicológico y por años sé sintió devastado, pero hoy entiende que lo que hizo fue por amor y por compasión, y no se culpa. Sin embargo, sigue teniendo pensamientos aislados a veces.
”¿Y si mi papá por un milagro se recuperaba al menos unos días? ¿Me apresuré? ¿Debí seguir el proceso legal para la eutanasia y no tener que ser yo mismo quién lo inyectara? A veces me preguntó eso, que me atormentó por años, pero me siento en paz ahora, la misma paz que estoy seguro que le di a él; que tanto la necesitaba”, concluye Rodrigo.
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