Etiopía: ganó el Nobel de la Paz y ahora está llevando a su país a una guerra civil
DAKAR.- "La guerra es el epítome del infierno para todos los que participan en ella; lo sé porque estuve allí y regresé. He visto a hermanos matando a hermanos en el campo de batalla, he visto a ancianos, mujeres y niños temblando de terror bajo la lluvia mortal de balas y proyectiles de artillería". El 10 de diciembre de 2019, el primer ministro etíope Abiy Ahmed recibía el Premio Nobel de la Paz en Oslo y, en su discurso, recordaba los tiempos en que fue un joven soldado en el conflicto contra Eritrea. Once meses más tarde, el mismo hombre ha declarado una guerra de consecuencias imprevisibles en su propio país desafiando a una comunidad internacional que le reclama un mayor esfuerzo de diálogo.
Fue el pasado 4 de noviembre. Ahmed aparecía en la televisión nacional y, con gesto circunspecto, acusaba a los gobernantes de la región Tigray, que llevaban meses en rebeldía contra el gobierno central, de haber atacado dos bases militares provocando muertos, heridos y considerables daños materiales. "El gobierno federal", dijo, "ha utilizado todos los medios para evitar una acción militar contra el Frente de Liberación del Pueblo Tigray (TPLF), pero una guerra no puede impedirse solo con la buena voluntad y la decisión de una de las partes, sino con la elección mutua de la paz por ambas". Horas antes, el Premio Nobel había ordenado al Ejército invadir la montañosa región del norte del país mediante el uso de la fuerza así como capturar a sus líderes.
Mientras Ahmed insiste en su idea de una guerra rápida y que sus enemigos supuestamente ya están "agonizando", sobre el terreno las cosas parecen complicarse. La extensión del conflicto se hace cada vez más patente. Este viernes por la noche dos misiles lanzados por el TPLF cayeron en dos aeropuertos de la región de Amhara y el líder tigriyano Debretsion Gebremichael aseguró que sus fuerzas se enfrentaban a soldados eritreos en numerosos frentes. También anunció que el sábado habían bombardeado el aeropuerto de Asmara, la capital de Eritrea, en lo que supone una peligrosa escalada regional.
"Basta el instante de un cerrar de ojos para hacer de un hombre pacífico un guerrero", decía el novelista británico Samuel Butler. La pregunta que se hace ahora el mundo es qué tipo de dirigente es realmente Ahmed. De padre musulmán de la etnia oromo y madre cristiana amhara, dos de las etnias más importantes del país, tuvo un origen humilde. Muy joven se unió a la lucha contra el dictador Mengistu y, tras su caída en 1991, ingresó en el Ejército, donde estuvo vinculado a tareas de comunicación e inteligencia. Al mismo tiempo mostró una gran habilidad para ir ascendiendo en el seno del Partido Democrático Oromo, uno de los grupos que integraban la coalición que ha gobernado Etiopía en las últimas dos décadas.
Cuando subió al poder en 2018 no tardó en deslumbrar al mundo: Gobierno paritario, una mujer en la Presidencia, liberación de presos políticos, paz con Eritrea tras 20 años de conflicto y profundas reformas en el sistema federal con base étnica que rigió en Etiopía desde 1991. Sin embargo, menos de tres meses después, Ahmed ya sufría un intento de asesinato, un atentado frustrado que le recordaba el terreno pantanoso en el que estaba obligado a moverse. Los líderes oromo, su etnia paterna, comenzaron a acusarle de traición, mientras que los dirigentes tigray, despojados del liderazgo que ostentaban en el seno de la coalición gobernante, se declararon en franca rebeldía. Las profundas divisiones comunitarias de la compleja Etiopía, un país de 110 millones de habitantes, acechan al proyecto de Ahmed.
La percepción generalizada en el exterior es que se trata de un reformista sincero, un líder de 44 años en un continente acostumbrado a la gerontocracia que pretende conducir a su país hacia un sistema más justo y moderno. Esta línea de pensamiento explica que su intento de forjar una nueva Etiopía basada en la ciudadanía y no en la pertenencia étnica, que se resume en su filosofía del Medemer (que se puede traducir como unión) se enfrenta a siglos de división. Para sus seguidores, a Ahmed no le quedó más remedio que declarar la guerra ante el creciente desafío independentista tigray. "Su Nobel no significará nada si no puede salvar a Etiopía", aseguró a los medios Redwan Hussein, uno de sus más fieles colaboradores.
Sin embargo, no todos piensan así, sobre todo en el interior del país. En febrero pasado, apenas dos meses después de la ceremonia de Oslo, el intelectual etíope de origen tigray Alemayehu Weldemarian escribía lo siguiente: "Respecto a su acercamiento inicial con Eritrea, Abiy Ahmed tuvo éxito donde sus predecesores fallaron porque él y el presidente Isaias Afewerki comparten un enemigo común: el TPLF". La encarnizada batalla contra los dirigentes de Tigray que ha derivado en una guerra abierta no puede ocultar que en sus dos años de mandato ha desencadenado también una violenta represión contra miembros de la comunidad oromo, llevando a sus principales líderes a prisión acusados de terrorismo. La ruptura étnica se iba fraguando a golpe de enfrentamientos entre miembros de unas comunidades y otras. "Será difícil para el Gobierno etíope recuperar el control sin usar toda la fuerza del Estado", pronosticaba hace un mes William Davison, analista senior de la organización para la prevención de conflictos International Crisis Group. ? EL PAIS, SL
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