Estuvo preso 14 años en Guantánamo y lo liberaron sin cargos: ahora cuenta su temporada en el infierno, entre brutales interrogatorios y castigos
El yemení Mansoor Adayfi fue detenido en Afganistán en 2001 y enviado a la cárcel destinada a los sospechosos de terrorismo ubicada en Cuba, donde se transformó en el “Detenido 441″
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Lo llamaban “Detenido 441″. En otros tiempos, en otra vida, tenía nombre y apellido: Mansoor Adayfi. Pero esa vida se le escapó de las manos, cuando a fines de 2001, con 18 años de edad, fue capturado en Afganistán en el marco de la llamada “guerra contra el terrorismo” y enviado a la prisión de Guantánamo. Salió recién en 2016.
Adayfi fue uno de los 779 detenidos que pasaron por la cárcel de la base naval de Estados Unidos en la isla de Cuba. Algunos siguen adentro. En diálogo con LA NACION, este hombre nacido en Yemen, que nunca pudo volver a su país, relató vía Zoom su agitada experiencia como presidiario de una de las cárceles más controvertidas del mundo.
Tanto lo marcó la experiencia que en cada entrevista a los medios lleva un pañuelo naranja en el cuello, en alusión al color del traje de presidiario que debió vestir en Guantánamo. Y piensa dejárselo ahí, como símbolo, hasta que se cumpla el sueño de ver la clausura de la prisión, las celdas vacías, las salas de interrogatorios desmanteladas, las cercas exteriores desarmadas, los prisioneros restantes de vuelta en sus casas.
Adayfi relata que llevaba unos meses en Afganistán como ayudante en una investigación cuando fue capturado por un “señor de la guerra” local que lo entregó a las fuerzas norteamericanas. En el río revuelto de esos meses en Afganistán, después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos y de que los talibanes fueran desplazados del poder por colaborar con Al-Qaeda, era común que las fuerzas norteamericanas ofrecieran buen dinero a quienes les trajeran “gente sospechosa” de jihadismo.
“Estaba ahí por unos meses, al año siguiente iba a ir a la universidad en Yemen. Los norteamericanos tiraban volantes desde los aviones ofreciendo recompensas. El señor de la guerra me presentó a los de la CIA como un general egipcio de Al-Qaeda”, sostiene. Su suerte quedó echada.
Según una investigación de la Facultad de Derecho de la Seton Hall University, de New Jersey, fueron muy pocos los detenidos por las fuerzas norteamericanas: el 86% fueron capturados a pura recompensa por afganos o pakistaníes, a 5000 dólares por cabeza. Según el mismo informe, solo el 8% estaban estrechamente vinculados a Al Qaeda.
Una de las tantas críticas a Guantánamo es que no se dedicó tiempo a la desradicalización de los reclusos que en todo caso tuvieran esa tendencia. Hasta hubo quienes se radicalizaron estando adentro. De todos modos, la mayoría de los detenidos que pasaron por Guantánamo nunca fueron acusados formalmente ni sometidos a juicio.
La vida en Guantánamo
Entre sus nuevos compañeros se encontró con hombres de cincuenta nacionalidades y veinte idiomas distintos, cuenta Adayfi. Personas extrañas que se fueron conociendo, aprendiendo sus respectivos idiomas, costumbres y culturas, hasta formar la ”cultura de Guantánamo”, propia del lugar. Pero faltaba. Al principio nadie se conocía con nadie. No sabían dónde estaban, por qué los tenían presos, qué sería de ellos.
Lo que descubrieron como constante, como rutina ineludible, fueron los interrogatorios. Adayfi cuenta que lo habían sometido a interrogatorios en dos cárceles intermedias, después de que lo entregara el señor de la guerra: un centro de la CIA que nunca supo identificar y otro en Kandahar, en el sur de Afganistán. De ahí lo arrastraron una noche, con capucha y grilletes, y lo subieron a un avión militar para enviarlo al otro lado del mundo.
Cuarenta horas después se completaba una disparatada travesía, desde las arenas de Medio Oriente a las aguas del Caribe. De Afganistán a la base militar en la isla de Cuba. En realidad, los detenidos no estaban ni siquiera en el Caribe. Guantánamo no era un lugar geográfico: era el limbo. Un limbo jurídico denunciado por la ONU y por las principales organizaciones de derechos humanos.
“Guantánamo se creó fuera del sistema judicial, fuera de toda legislación, fuera de toda humanidad”, resume sobre el estatus legal de la cárcel, absolutamente nulo. Entre los brutales interrogatorios e innumerables abusos y castigos a los que fueron sometidos, Adayfi destaca la alimentación forzada, a través de tubos en la nariz, a la que recurrían los guardias cuando los presos hacían huelga de hambre.
Adayfi tenía mucho que ver en esas huelgas: era uno de sus promotores. Entre los guardias conocían a este joven conversador, de sonrisa fácil, como “smiley troublemaker” (el alborotador sonriente). Según su propio relato, tenía una determinación absoluta a plantar cara a los maltratos y los abusos, a no dejarse llevar por delante y exigir algo de humanidad, y se convirtió así en un obstinado líder de las protestas de los internos.
We are outside London’s US embassy to say close #Guantanamo now!
— Prof Susan Edwards (@edwards_prof) May 3, 2023
Its continued existence is a human rights abuse@ShutGuantanamo @GuantanamoAndy pic.twitter.com/UdnMM0R4KB
“Tratábamos de sobrevivir todo lo que pudiéramos, así que empecé ese tipo de activismo luchando contra la tortura”, recuerda sobre su decisión. “Si te quedás callado, los ayudás a oprimirte más. Creo que el silencio frente a las injusticias es otra forma de opresión. Tenés que levantar la voz pase lo que pase”.
Si bien los guardias recurrían a la violencia de manera corriente, como cosa natural, Adayfi sostiene que también ellos, los carceleros, eran víctimas del sistema, del encierro forzado, de la inhumanidad del proyecto. Recibían órdenes y las cumplían, lo cual solía traducirse en carta blanca para el maltrato.
Con algunos carceleros se llevaban bien, los que mostraban más humanidad y moderación, los que reconocían que los reos eran también personas. El truco en todos los casos era buscar formas de convivencia. Y la encontraron: “A los que nos trataban bien, los tratábamos bien, y a los que nos trataban mal, los tratábamos mal. En Guantánamo teníamos esta regla: respeto por respeto y mierda por mierda”.
Había guardias que no tenían remedio, recuerda, que estaban “llenos de odio y de furia y nos pegaban frente al personal, nos castigaban sin razón”. Pero lo crucial era mantener la razón, la voluntad y el corazón, no perder la cordura. Necesitaban más que su improvisado código de supervivencia con los guardias, del ojo por ojo, para no derrumbarse psicológicamente y entregarse al embrutecimiento.
“La pasábamos mal, sufríamos, pero elegimos vivir nuestra vida, fortalecer nuestra amistad, nuestra hermandad, ayudarnos entre nosotros, entendernos. En un tiempo teníamos una noche a la semana donde cantábamos en distintos idiomas, en árabe, inglés, español, ruso, alemán. Bailábamos. Y cuando alguno recibía buenas noticias, lo celebrábamos. También podíamos celebrar nuestros días santos”, dice en un fluido inglés aprendido en la base. Como también, al igual que otros compañeros, pudo aprender a pintar.
“Época dorada”
Esos días felices se dieron después de la llegada a la Casa Blanca de Barack Obama, en 2009, que Adayfi recuerda como la “épOca dorada” de Guantánamo. Fue un paréntesis donde las condiciones se volvieron más llevaderas, donde los detenidos pudieron interactuar, aprender oficios, superando el nivel de abandono absoluto.
El cambio de ambiente coincidió con un cambio interior que lo hizo reelaborar su situación personal. “Hacia 2010 estaba perdido en un círculo vicioso de violencia, de furia y de odio. Pero me empecé a enfocar en mí mismo con la educación, la lectura, recordando quién era, poniendo atención a mi conducta. Era un proceso por el que había que pasar, un túnel oscuro que había que atravesar”.
Adayfi ahora coordina desde Serbia la ONG CAGE, que milita por la clausura del centro de detención donde entró de adolescente y donde se le fue su primera juventud. El activismo lo llevó también a publicar sus memorias de prisión, Don’t Forget Us Here (”No nos olviden aquí”), cuyo primer borrador escribió a escondidas cuando estaba entre rejas, y donde detalla el drama de su temporada en el infierno como prisionero de guerra.
Sus denuncias recuerdan las de muchos otros reclusos, activistas y testigos. Como el oficial norteamericano Aaron Shepard, miembro del Cuerpo de Abogados de la Marina. En una columna del New York Times, Shepard reconoció que “agentes norteamericanos detuvieron a hombres sobre la base de tenues acusaciones de actividad terrorista y los trasladaron a escondidas a lugares clandestinos para someterlos a años de tortura o -por utilizar el eufemismo legalmente aprobado- interrogatorios mejorados”.
En su Informe Mundial 2023, Human Rights Watch recuerda que el presidente Joe Biden, como antes Obama, se comprometió a cerrar Guantánamo, “pero 36 extranjeros musulmanes siguen recluidos, la mayoría desde hace más de dos décadas, sin cargos ni juicio”. Y subraya que los procesamientos de cinco detenidos, acusados de los atentados del 11 de septiembre de 2001, se estancaron en comisiones militares viciadas.
Adayfi dice que la sola existencia de Guantánamo sienta un retroceso para la causa de los derechos humanos, alentando a cualquier gobierno a imitar el sistema sin sentir la necesidad de disfrazarlo. Esa prisión se convirtió, sostiene, “en un símbolo de la injusticia, un símbolo de la opresión, un símbolo que legitima y anima a otros tiranos en todo el mundo a crear sus propios Guantánamos y abusar de activistas y opositores políticos”.
Su lucha por la libertad tiene otra arista, la estrictamente personal. Y en eso tiene buenos motivos para festejar, luego de una salida de la cárcel en 2016 que no fue precisamente la soñada, y tras unos primeros años que definió como “Guantánamo 2.0″, con enormes restricciones de movimiento. Al salir de prisión, debió ir a vivir obligadamente a Serbia por un acuerdo entre Estados Unidos y el gobierno de ese país. Era un segundo confinamiento. No podía salir de Serbia, y para salir de Belgrado, la capital, debía pedir permiso.
Ahora, varios años después, acaba de recibir el pasaporte de Yemen, su país, y se lo ve sonriente cuando lo anuncia en las redes sociales como ese “smiley troublemaker” que tanto peleó por la dignidad en Guantánamo, o cuando conversa sobre su odisea por Zoom. La sonrisa es su rasgo personal, su marca. “Gracias a mis abogados y a todos los que me ayudaron”, dice. “Si Dios quiere, voy a poder viajar. Wow, finalmente. Por el mundo”.
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