Este intento de golpe comenzó a gestarse hace décadas
NUEVA YORK.- Uno de los aspectos más sorprendentes del intento de toma del Capitolio es que ninguno de los reclamos de los insurrectos tenía asidero en la realidad.
No, la elección no fue robada: no hay evidencia de fraude electoral significativo. No, los demócratas no son parte de una conspiración satánica de pedófilos. No, tampoco son marxistas radicalizados, y en cualquier otra democracia occidental hasta el ala más zurda del Partido Demócrata sería considerada, a lo sumo, una centroizquierda moderada.
Toda esa indignación está basada en puras mentiras. Pero tan sorprendente como las fantasías de los insurrectos es que después de tanta violencia y tanta profanación haya tan pocos dirigentes republicanos dispuestos a decirle a esa turba de "hagamos grande de nuevo a Estados Unidos" que sus teorías conspirativas son falsas.
No olvidemos que Kevin McCarthy, jefe de la bancada minoritaria en la Cámara de Representantes, y dos tercios de sus colegas se negaron a confirmar con su voto los resultados del Colegio Electoral, incluso después de la insurrección. Más tarde, McCarthy lamentó las "divisiones" y pidió desvergonzadamente que todos "convoquemos a nuestros mejores ángeles", una cita del discurso de asunción del Abraham Lincoln.
Pensemos también en la actitud de los dirigentes republicanos que no suelen ser considerados extremistas. El domingo, el senador Rob Portman declaró: "Tenemos que recuperar la confianza en la integridad de nuestro sistema electoral". Portman no es ningún estúpido: debería saber que la única razón por la que tanta gente duda del resultado de las elecciones es porque miembros de su propio partido fomentaron deliberadamente esas dudas. Pero él sigue sosteniendo esa ficción.
De hecho, me atrevo a decir que el cinismo y la cobardía de la dirigencia republicana son la causa más importante de la pesadilla que engulle a nuestro país.
Por supuesto que tenemos que entender los motivos de los enemigos autóctonos de la democracia. En general, los politólogos dicen que las tensiones raciales –¡oh, sorpresa!, dada la historia norteamericana– son el mejor indicador anticipado de una predisposición a consentir la violencia política. De manera anecdótica, algunos extremistas también parecen impulsados por resentimientos personales, que suelen tener que ver con interacciones sociales, y no con "preocupaciones económicas".
Pero ni el racismo ni la extendida fascinación por las teorías conspirativas son nuevos en nuestra vida política. La visión del mundo que describe Richard Hofstadter en su ensayo de 1964 El estilo paranoico de la política republicanaes prácticamente idéntica a las creencias actuales del movimiento QAnon.
Así que no se gana demasiado entrevistando a republicanos de gorrita roja, porque siempre hubo gente así. Y si parecen ser muchos más que en el pasado probablemente tenga menos que ver con la profundización de sus reclamos que con el fogoneo externo.
Porque lo único importante que ha cambiado desde aquel ensayo de Hofstadter es que uno de nuestros dos grandes partidos políticos empezó a tolerar, y de hecho a fogonear, la paranoia política de derecha.
Al principio, consentir a esos locos era casi cinismo puro. En la década de 1970, cuando el Partido Republicano empezó a correrse a la derecha, su verdadera agenda era mayormente económica: desregulación de los negocios y rebaja de impuestos para los ricos. Pero la plutocracia no gana elecciones y entonces empezaron a cortejar a los blancos de clase trabajadora con consignas racistas apenas disfrazadas.
No es casual que en gran medida la supremacía blanca siempre se haya sostenido en la anulación del votante. Así que no debería sorprendernos que la derecha denuncie que la elección estuvo amañada: al fin y al cabo, amañar elecciones es lo que mejor saben hacer. Y tampoco queda claro si están furiosos porque creen que esta elección fue arreglada o porque esta vez no funcionó el fraude usual que hacen ellos.
Nuevo aliado
Pero el tema no es solo la elección. Desde Ronald Reagan, el Partido Republicano está estrechamente vinculado con la derecha cristiana de línea dura. Quienes estén sorprendidos por la gran vigencia actual de las teorías conspirativas deberían revisar El nuevo orden mundial, publicado en 1991 por Pat Robertson, cercano aliado de Reagan, donde dice que Estados Unidos se encuentra bajo la amenaza de una logia internacional de banqueros judíos, francmasones y ocultistas. También pueden mirar un video de 1994 promocionado por Jerry Falwell, titulado The Clinton chronicles, donde Bill Clinton es presentado como traficante de drogas y asesino serial.
¿Qué ha cambiado desde entonces? Durante mucho tiempo, la dirigencia republicana imaginó que podrían explotar el racismo y las teorías conspirativas indefinidamente, mientras seguían enfocados en su verdadera agenda plutócrata. Pero con el surgimiento del Tea Party, y luego con Donald Trump, los cínicos de pronto se dieron cuenta de que esos locos a los que habían consentido ahora habían tomado el control, y que no querían rebajas impositivas, sino destruir la democracia.
Y la cúpula republicana, con pocas excepciones, aceptó su nuevo status servil. Uno esperaba que un buen número de republicanos cuerdos finalmente dijeran "¡hasta acá llegamos!", y rompiera con sus socios extremistas. Pero el partido de Trump no puso reparos a la corrupción ni a los abusos de poder del presidente: lo apoyaron cuando se negó a aceptar la derrota electoral, y algunos de sus miembros han respondido al violento ataque al Congreso con quejas por haber perdido seguidores en Twitter.
Y tampoco hay razones para creer que las atrocidades que todavía nos esperan, porque las habrá, vayan a moverlos un ápice. El Partido Republicano ha llegado a la culminación de su largo viaje de alejamiento de la democracia. Y cuesta imaginar cómo podría redimirse.
The New York Times
Traducción de Jaime Arrambide
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