Hace más de medio siglo abrió el primer santuario para víctimas y luego publicó un libro que afirma que una proporción significativa de la violencia doméstica ocurre porque ambos miembros de la pareja son “adictos” a la adrenalina asociada con el temer y el ser temido
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Advertencia: este artículo contiene descripciones que pueden herir la sensibilidad de algunos lectores.
Hace 53 años abrió sus puertas el primer santuario del mundo para esposas maltratadas.
Este primer centro fue el antecedente de lo que, con los años, se convertiría en el mayor proveedor de ayuda de Reino Unido para víctimas de violencia doméstica.
Erin Pizzey, la mujer que empezó todo en una pequeña casa en Londres, desarrolló más tarde una teoría que la llevaría a abandonar la organización y denunciar al feminismo.
Ahora hace campaña por los derechos de los hombres. ¿Qué pasó?
“Nadie me ayudará”
En la década de 1960, Erin Pizzey era “una madre aburrida de dos hijos con un odio patológico hacia las tareas domésticas” y un marido que trabajaba a menudo fuera de casa. .
Se sentía cada vez más aislada, según le contó a la periodista de la BBC Bethan Bell en 2021. Entonces, con la ayuda de otras vecinas, abrió un centro social para mujeres cerca de su casa en el oeste de Londres.
Era un lugar para tomar una taza de té y charlar, y recibir apoyo para navegar por el sistema de beneficios o acceder a la atención médica.
Un día llegó una mujer con sus hijos y un cuerpo cubierto de moretones con forma de huellas de botas.
“Nadie me ayudará”, dijo.
La frase tocó la fibra sensible de Pizzey, quien recuerda haber sentido lo mismo cuando era adolescente.
Nacida en China al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, hija de padres que no se querían entre sí ni a sus hijos, Pizzey describió una infancia problemática e itinerante.
Cyril Carney, su padre, era diplomático y, después de China, fue destinado a Irán, Sudáfrica y Senegal, siempre seguido por su familia.
Era un hombre enojado y violento, alcohólico y fumador empedernido, que se negaba a bañarse porque creía que lo “debilitaba”.
Pero cuenta Pizzey que era su madre quien más abusaba físicamente de ella y la golpeaba hasta que la sangre le corría por las piernas. Era cruel y manipuladora, con una lengua mordaz.
Al regresar a Inglaterra en la década de 1950, su madre murió. En lugar de enterrar a su esposa, el padre de Pizzey dispuso que la colocaran sobre la mesa del comedor.
Él y sus hijos visitaron el cuerpo todas las noches durante seis días para observar el progreso de la descomposición.
Pizzey le pidió a los vecinos que la ayudaran a enterrar a su madre, “pero nadie quiso ayudarme”.
Encontró “inquietante” la falta de compasión mostrada por la comunidad hacia su yo infantil.
Decidió que “nunca sería uno de esos vecinos indiferentes ni le daría la espalda a los necesitados”.
Y así, cuando aquella mujer se quitó el suéter para mostrar su figura demacrada, roja, negra y azul por las heridas, y pronunció esas mismas palabras desesperadas, nació inesperadamente el Chiswick Women’s Aid (Ayuda para Mujeres de Chiswick).
Del horror al santuario
En esa época, se acostumbraba desviar la mirada ante una mujer con moretones o el labio partido.
No existía ninguna disposición legal que garantizara que una víctima de violencia doméstica pudiera permanecer en el hogar familiar y el perpetrador se mudara.
No había refugios y era difícil para una mujer alquilar un apartamento sola, aunque pudiera permitírselo.
La policía en gran medida hacía la vista gorda cuando se trataba de “sólo un asunto doméstico”.
Así que esas mujeres, con los ojos morados, las costillas rotas y quemaduras de cigarrillo, se quedaban en casa.
Noviembre de 1971 fue húmedo y brumoso en Reino Unido.
Faltaban 20 años para que la violación conyugal se convirtiera en un delito; 10 años para que una mujer tuviera derecho a ser atendida en un bar público; y tres años para que la Ley de Igualdad de Oportunidades Crediticias se aprobara, impidiendo que los prestamistas le exigieran a las mujeres que tuvieran avales masculinos para obtener préstamos.
Fue en este clima que las mujeres cruzaron las puertas de Chiswick Women’s Aid.
Ahí, compartieron experiencias comunes: miedo, soledad, ningún lugar adonde ir, nadie a quien recurrir.
Una mujer contó, por ejemplo, que su marido la estranguló: “Me tenía sobre nuestro sofá, me golpeó y lo único que pude recordar al final fue la sangre espesa y viscosa saliendo de mi boca. Él dijo después que sabía que en ese momento yo estuve entre la vida y la muerte. Su mirada era muy fría, muy aterradora. Y estaba sonriendo”.
Refugios repletos
Publicaron avisos en los periódicos que decían: “¿Víctimas de violencia doméstica? ¿Necesitan ayuda?”, junto a un número de teléfono.
Nadie estaba preparado para la cantidad de demanda que habría.
Fue literalmente un salvavidas para Jenny, otra de sus primeras clientas. Recortó el anuncio y lo escondió debajo de una esquina de la alfombra para que su marido no lo encontrara: “Me habría matado”.
Ya había consultado a su médico de cabecera e incluso a su sacerdote, tratando de encontrar una manera de dejar a su marido.
Le dijeron que “besara y se reconciliara” con el hombre que la había golpeado, cortado, quemado, mordido y tratado de ahogarla. Tenía los ojos negros casi constantemente y estaba dolorosamente delgada.
Sus peticiones de ayuda fueron ignoradas, incluso cuando él la pateó y golpeó en la calle cuando estaba visiblemente embarazada.
“Llenamos cada lugar tan pronto como los abríamos”, le contó Pizzey a la BBC.
“Teníamos mujeres durmiendo contra las paredes con la cabeza entre las rodillas y niños como sardinas en colchones en el suelo; cocinábamos para todos alimentos donados por empresas locales y tratábamos de mantener el ánimo en alto”.
Las mujeres que llegaban presentaban escaldaduras, marcas de mordeduras y zonas de calvicie donde les habían arrancado el cabello.
Algunas tenían heridas internas causadas por horribles agresiones sexuales.
Aunque los refugios fueran ruidoso, incómodos y sin espacio personal, eran seguros.
Una residente dijo en ese momento: “La violencia en sí no es tan mala como el miedo. No saber de qué humor va a llegar y si te va a dar una paliza”.
Quedó ciega de un ojo cuando su marido la golpeó y le provocó un desprendimiento de retina. No le permitió ir al hospital.
Esto también resonó con Pizzey. Sabía lo que era provenir de un hogar violento.
Constantemente se necesitaban más santuarios.
Pizzey, quien en ese entonces era una escritora casada con un reportero de televisión, tenía conexiones con los medios que ayudaron a impulsar el tema al centro de atención.
Cuando todos los distritos a los que se acercó en busca de ayuda se negaron, el grupo comenzó a ocupar cualquier casa no utilizada.
“La policía no podía hacer nada porque entonces no era ilegal y ningún ayuntamiento querría tener que realojar decenas de madres y sus hijos. Ocupamos hasta las 47 suites de un hotel”.
Pronto, lo que Pizzey empezó generó un movimiento mundial de refugios que, como resaltó en su libro “Mujeres difíciles” Helen Lewis, fue “uno de los mayores logros de la segunda ola del feminismo”.
“No sólo brinda apoyo práctico, sino que también cambia el lenguaje que usamos para describir la violencia dentro del hogar y, con ella, las actitudes sociales hacia la ‘violencia doméstica’”, escribió Lewis.
Durante un tiempo, Pizzey fue una heroína, que recibía premios, salía en los diarios, era entrevistada en televisión y frecuentada por famosos.
Pero su relación con el movimiento de liberación de la mujer era conflictiva, y se fue deteriorando hasta el punto de no retorno.
La fundadora exiliada
En un artículo de 1999 en el diario The Guardian, la escritora feminista Julie Bindel recordó uno de los estallidos.
“En 1974, en una reunión nacional para crear la Federación de Ayuda a las Mujeres, (Pizzey) se quejó amargamente cuando las delegadas acordaron hacer que el movimiento fuera ‘democrático’.
“Pizzey opinaba que la violencia doméstica era ‘su asunto’. Salió furiosa y le escribió cartas a las autoridades y periódicos locales, afirmando que se debería rechazar la financiación para los refugios porque la mayoría de las mujeres que los dirigirían eran ‘lesbianas, feministas y comunistas’”.
Bindel asevera que eso provocó enormes retrasos en la creación de ciertos refugios y fue el comienzo de la ruptura entre Pizzey y las feministas que trabajaban en este campo.
Según Pizzey, “las feministas buscaban una causa y financiación, por lo que se apropiaron de mi tema”.
Pero la ruptura final no se debió solamente al celo de Pizzey con la que consideraba su causa ni a su animadversión hacia las defensoras de los derechos de la mujer.
Había un descuerdo más fundamental: opinaba que el movimiento demonizaba a los hombres y obligaba a las mujeres a asumir el papel de víctimas.
Las memorias de su infancia “me recordaron la verdad: la violencia doméstica no es una cuestión de género”, le dijo a la BBC.
A pesar de haberse unido al Movimiento por la liberación femenina en 1959, y a describirse en varias entrevistas como “exfeminista”, aseguró que “nunca he sido feminista porque siempre supe que las mujeres pueden ser tan violentas e irresponsables como los hombres”.
En su libro “Prone to Violence” (Propenso a la violencia, 1982), sostuvo que una proporción significativa de la violencia doméstica ocurre porque ambos miembros de la pareja son “adictos” a la adrenalina asociada con el temer y el ser temido.
“Algunas mujeres no podían mantenerse alejadas de la violencia, por mucho que afirmaran que querían hacerlo. Parecían condenadas a volver con su pareja violenta o, tras haberlo abandonado, a pasar rápidamente a otro hombre violento”, le dijo a la BBC.
El que investigaciones realizadas desde que fundó el refugio de Chiswick mostraran cómo las víctimas son coaccionadas y controladas por los abusadores, erosionando sus amistades, su autoestima y su independencia, no ha alterado su punto de vista.
Su postura actual sobre el abuso doméstico es que la violencia es una cuestión familiar, generalmente intergeneracional, y que hombres y mujeres son igualmente capaces y culpables de cometerla.
Todo eso le trajo un aluvión de críticas y, según denunció, amenazas de muerte, que la obligaron a exiliarse de Inglaterra, y a vivir en EE.UU., las Islas Caimán e Italia.
Regresó a Londres en 1997.
Para entonces, la organización de la que había sido precursora llevaba 4 años llamándose Refuge, para reflejar su estatus nacional, y en el breve recuento de su historia que hoy en día aparece en el sitio web, no aparece su nombre (ni el de nadie más).
Pero Pizzey encontró su lugar en otro movimiento que la recibió con los brazos abiertos: el de la defensa de los derechos del hombre o MDH.
Como pionera en el tema de la violencia doméstica, sus opiniones la hacían tremendamente valiosa para quienes deploraran los cambios que trajo el feminismo, así que se convirtió en invitada especial en eventos y entrevistas en espacios dedicados a contrarrestarlos.
Llegó hasta a ser editora general del sitio web A Voice for Men (Una voz para los hombres), el lugar de reunión en línea más influyente del MDH.
Su fundador, Paul Elam, es descrito como un “supremacista masculino” por el Southern Poverty Law Center, la organización sin fines de lucro de Alabama que rastrea a los grupos de odio.
La supremacía masculina, explica, “es una ideología odiosa arraigada en la creencia de la superioridad innata de los hombres y su derecho a subyugar a las mujeres...”.
Pizzey se mantiene firme en sus convicciones sobre la violencia doméstica, pero eso no quiere decir que haya dejado de ser una creyente apasionada en ayudar a las familias a recuperarse de la violencia.
O que le hayan dejado de doler los casos de las mujeres que no se salvaron.
No olvida a Rachel, madre de 5 hijos, que regresó a su casa incluso después de obtener una orden judicial contra su marido. La mató a puñaladas esa misma noche.
Ni a Bel, estrangulada dos semanas después de haber sido conquistada por los ramos de flores de su lloroso marido y por promesas que no eran más que palabrería y manipulación.
A principios de este año, fue una de cinco mujeres honradas por la corona británica por sus esfuerzos para abordar el abuso doméstico.
Pizzey recibió la medalla de Comendadora de la Excelentísima Orden del Imperio Británico (CBE), en reconocimiento por su papel al llevar la violencia doméstica a la atención pública.
Hetti Barkworth-Nanton, la actual presidenta de Refuge, recibió la misma medalla por cofundar una fundación para crear conciencia sobre el abuso y el homicidio doméstico.
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