Encuestas dudosas, centros rotos, oficialismos en riesgo: España, el paradigma de las elecciones de esta década en el mundo
La pulseada entre la izquierda que encarna el presidente Pedro Sánchez y la derecha de Alberto Núñez Feijóo, según las encuestas, se sumaría a la tendencia global de alta polarización y baja gobernabilidad
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“Una victoria aplastante” suena a una antigüedad. Los comicios nacionales en Europa, América y Asia son tan reñidos hoy que pocos antecedentes hay de un triunfo avasallante en los anales electorales de esta década. La España que hoy decide entre la izquierda del actual jefe de gobierno, Pedro Sánchez, y la derecha de Alberto Núñez Feijóo sería, según proyectan las encuestas, otro capítulo más de esta tendencia global de alta polarización y baja gobernabilidad.
La década comenzó con una victoria electoral que se anticipaba indisputable y abultada y finalmente fue indisputable, pero no abultada, al menos en perspectiva histórica. En octubre de 2020 los sondeos anticipaban un triunfo masivo de Joe Biden frente a Donald Trump. El candidato demócrata ganó con una ventaja de 4,5 puntos, un margen contundente que lejos estuvo de ser el que pronosticaban las encuestas y todavía más lejos estuvo de ser los casi ocho puntos que Barack Obama le sacó a John McCain, en 2008.
Lo más cercano a un triunfo aplastante que vio esta década fue la victoria de Gabriel Boric sobre José Antonio Kast en la segunda vuelta de las elecciones generales de 2021, en Chile. La ventaja fue de casi 12 puntos. Sin embargo, en la primera vuelta el candidato de la extrema derecha sacó el 27%, mientras que el ahora presidente obtuvo el 26%, una ventaja mínima en un escenario de fragmentación política que lógicamente se polarizó con el ballottage.
La diferencia con la que Boric adelantó a Kast en el segundo turno palidece –o más bien desaparece- en comparación con el margen de la victoria que llevó a Andrés Manuel López Obrador a la presidencia de México: 31 puntos de ventaja sobre el segundo (Ricardo Anaya, del PAN), en la primera y única vuelta electoral.
El triunfo de López Obrador no fue hace tanto, apenas cinco años, en 2018. Pero entre ese momento y hoy, el mundo vivió al ritmo de una pandemia, una crisis de inflación y una guerra en Ucrania que desnudaron y engordaron las divisiones políticas, alimentaron la impaciencia y la desconfianza social y profundizaron la pobreza y la desigualdad.
A la vez que la economía se deterioró y los reclamos sociales se agigantaron, la tecnología avanzó sobre la vida diaria. Y las campañas y las elecciones cambiaron y los márgenes de victoria se achicaron, y con ellos la legitimidad y capacidad de gobierno de los ganadores. Esta España de comicios anticipados en plenas vacaciones sintetiza la mayoría de esas transformaciones.
1. ¿Las encuestas siguen siendo un termómetro?
De acuerdo con el promedio de sondeos del lunes pasado, último día habilitado para la publicación de proyecciones, el Partido Popular (PP) obtendría el 32% de los votos y el PSOE, el 28%. La ventaja es pequeña, de cuatro puntos, y allí empieza el problema, como sucede en cualquier país de márgenes electorales ajustados. La diferencia cae dentro del margen de error estadístico (entre 2 y 3%), por lo que cada partido declama su victoria anticipada. Hoy el PP se siente ganador, el PSOE jura y perjura que la semana pasada remontó y, por supuesto, cada uno tiene su sondeo que lo justifica, pese a que sean completamente divergentes.
¿A quién creerle? Si uno triunfa, las encuestas de todos menos las propias estaban erradas. Si uno pierde, la victoria del otro es poco legítima porque los sondeos propios anticipaban lo contrario. Pierden las encuestas, pierde la democracia.
Ante ese escenario de intención de voto reñida, en efecto, cualquiera puede ganar y si la victoria no es masiva, entonces el triunfador no tendrá los diputados necesarios (176) para formar gobierno. España es una monarquía parlamentaria; a falta de ballottage, los resultados insuficientes se definen con alianzas para formar gobierno. Y ahí hay otro problema.
Las agrupaciones menores de uno y otro lado –Sumar, en la extrema izquierda, y Vox, en la extrema derecha- tienen casi la misma intención de voto, alrededor de 13% cada una. Y ellas también tiene sus propios sondeos secretos que indican números más generosos para cada una. Otra vez todos ganan, menos las encuestas.
En esta campaña, se suman otros problemas con los sondeos representativos de los errores que debilitaron la confianza en las encuestas en procesos electorales de otros países. En las elecciones autonómicas de mayo pasado, el sorprendente avance de los conservadores en regiones como Extremadura o Aragón fue subestimado por los sondeos, de la misma manera que las encuestas minimizaron el voto silencioso de Jair Bolsonaro en el primer turno de los comicios presidenciales de 2022 o el sufragio oculto de Donald Trump en 2016 y 2020.
La desconfianza en las encuestas se retroalimenta; su descrédito hace que la tasa de respuesta de encuestados baje y, con ella, la capacidad de esos sondeos de proyectar con precisión no solo la adhesión a los candidatos sino también el creciente fenómeno de la abstención. Nutre además las batallas culturales que hoy rodean –y fragilizan- los procesos electorales en las democracias. Por un lado, habilita la desinformación; por otro, amplifica los discursos polarizantes.
2. Barreras sanitarias y centros a punto de romperse
En su cierre de campaña, Núñez Feijóo se presentó como un candidato más inclinado por el diálogo que por el quiebre. “Ofrezco un cambio cordial, sereno y sensato”, dijo. En la Argentina esa frase podría ser leída en el espejo de la lucha entre Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich, como un mensaje a su gran rival dentro del PP, Isabel Díaz Ayuso, más ligada a los mensajes de ruptura.
En realidad, es un intento de último momento de Feijóo de atraer votantes desencantados del PSOE no solo para ampliar su ventaja sobre Sánchez, sino para evitar verse obligado a pactar con la extrema de derecha de Vox en caso de no alcanzar solo los 176 diputados necesarios para formar gobierno.
La posibilidad de la llegada de la ultraderecha al gobierno de España por primera vez desde el fin de la dictadura franquista, en 1976, estremece a buena parte del arco político local y a la Unión Europea (UE).
Bruselas está cada vez más en alerta por la fuerte postura nacionalista y antieuropea de la extrema derecha, que en los últimos tiempos encontró lugar en las alianzas de gobierno de Suecia, Finlandia, Polonia y Hungría y crece en número en el Parlamento Europeo. La entrada de Santiago Abascal a un potencial gobierno del PP y Vox sería tan sísmica y peligrosa para la naturaleza misma de la UE como el arribo de Giorgia Meloni al poder italiano.
La ultraderecha en los gobiernos de la tercera y la cuarta potencias económicas de Europa ya no sería una anormalidad, una excepción que logró perforar el cordón sanitario con el que el continente buscó acorralar los extremos tras el fin de la Segunda Guerra. Sería una manifestación abierta de sectores dispuestos a recuperar el poder que creen les robaron, una tendencia firme avalada por la fortaleza electoral de Marine Le Pen, en Francia, y de Alternativa para Alemania.
Si la presencia de Vox emparenta a España a otros países europeos, su influencia sobre el discurso y las propuestas del PP la asemeja a naciones de otras regiones.
De la misma manera que Podemos –y hoy Sumar- obligó al PSOE a correrse a la izquierda para recuperar votantes o para formar gobierno, Vox y su impulso ultraconservador y nacionalista fuerzan al PP a coquetear con propuestas de la extrema derecha para evitar la salida de seguidores, pese a los esfuerzos de último momento de Núñez Feijóo de seducir al centro.
Hoy los extremos tiran para su lado y desdibujan el centro. Sucedió en Chile, con Boric y la centroizquierda, y con Kast y la centroderecha; en Estados Unidos, con Trump y el Partido Republicano; en Brasil, con Bolsonaro y los partidos tradicionales de la centroderecha, hoy casi en extinción.
3. Los oficialismos sufren, ¿y pierden?
En junio, la variación interanual de la inflación en España fue de 1,9%, la tasa más baja de Europa y una de las más reducidas del mundo, y señal también de que el país se aleja de la crisis de inflación global. El crecimiento este año será de 2%, menor que el sorprendente 5,5% de 2022, pero también una de las tasas más elevadas del continente. El empleo bate récords; nunca hubo tan pocos desocupados (2,7 millones) ni tanta gente con trabajo (20,9 millones de personas).
De lejos, con esos números económicos, Sánchez debería llegar al día de elecciones al menos empatado con el PP y no dos puntos abajo, como indican sus propios sondeos. Tampoco debería haber sufrido el impactante revés de los comicios autonómicos de mayo pasado, que, en una especie de acto desesperado, lo llevó a adelantar las elecciones pautadas para diciembre y a tejer una verdadera campaña del miedo (contra la llegada de Vox al gobierno) de cara a la votación de hoy.
Peor si hoy la inflación es baja, no lo fue en 2022; fue de hecho una de las más altas de Europa y los sueldos y su poder adquisitivo aún no se recuperan del temblor de la crisis por la guerra en Ucrania.
Si hoy el crecimiento es sostenido, en el primer año de la pandemia, la recesión fue una de las peores del mundo. Si hoy el PSOE se cree seguro de la remontada y la sorpresa, durante los últimos tres años, los errores de gestión y comunicación y la incapacidad de escuchar reclamos transversales a las ideologías lo alejaron de una porción de españoles.
Pandemia, inflación y guerra fueron, sucesivamente y a la vez, el flagelo de los oficialismos en los últimos años, en Chile, Estados Unidos, Brasil, Italia, Alemania, Colombia, Israel… Los españoles sabrán hoy si también esa regla de las elecciones de esta década se cumple en su país.
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