En Siria, los jóvenes dejan sus sueños para tomar las armas
Los combates no respetan edades en Aleppo, la ciudad más golpeada
ALEPPO.- El semblante de Ahmed se torció ominosamente. A pesar de su atuendo -pantalones militares, kefíe al cuello, rifle de asalto en la mano y pañuelo que dice "No hay otro dios más que Alá" en la frente-, no parecía más que un chico de 20 años jugando a la guerra y pidiéndole a un periodista que le hiciera fotos.
Llegó la noticia. Uno de los tantos disparos y explosiones que se escuchan continuamente en Aleppo, segunda ciudad de Siria , había acabado, en la mañana de ayer, con la vida de una chica del barrio, a quien él conocía.
La niña había desoído los llamados de atención de sus padres y corrió imprudentemente por la avenida Akiul, en el centro histórico de Aleppo, una calle vacía de automóviles a causa de los francotiradores del ejército sirio. Una bala la sorprendió frente a los ojos de sus familiares.
Ahmed no tuvo que decir nada. Su amigo Abedi ya estaba listo, con una ametralladora ligera y cartucheras de gruesos proyectiles colgadas de su cuerpo, desde la nuca hasta las rodillas.
Como miles y miles de otros jóvenes sirios y hasta niños, se han convertido en guerreros.
Sin quererlo: de chico, Ahmed admiraba a los héroes del islam y de la causa palestina, pero en la adolescencia se enamoró de la ingeniería eléctrica y logró ser admitido en la Universidad de Aleppo. Cuando termine la guerra, contó, tendrá su propia empresa.
Abedi, de 19 años, no tiene la instrucción de dos años que alcanzó Ahmed, pero sí la experiencia: él se hizo electricista aprendiendo de su padre, que murió despedazado en un bombardeo de los aviones del régimen de Bashar al-Assad.
Ahmed entró en la insurgencia como resultado de su militancia estudiantil opositora. Abedi lo hizo por furia, simple e inagotable. Así, quienes posiblemente, en tiempos de paz, podrían haberse conocido como empleador y empleado, se encontraron en la misma katiba (brigada) como compañeros de armas.
Los combatientes se apresuraron por un estrecho corredor, entraron en una casa, atravesaron un hueco abierto en la pared a manera de puerta y cayeron dentro de un edificio.
De la misma forma pasaron a otra casa y a un segundo edificio. Esos huecos hechos a pico permitían moverse sin salir a las calles expuestas a las miras de los fusiles del ejército.
Llegaron al tercer piso, pasaron a otro edificio y, por ahí, subieron otros dos niveles, a un departamento destrozado. Ahmed ya había estado ahí. Se dirigió a un hueco que asomaba al exterior e introdujo su rifle. No se veía a nadie desde esta altura: lo que había allá abajo era una tierra de abominable destrucción, no hay paredes completas, columnas intactas ni techos sin caída.
Con el ojo en la mira del arma, buscaba lo que creía que era la posición en la que podría estar el asesino de la chica. Era mera especulación, no había manera de tener seguridad. Pero si un soldado se esconde en uno de los escondites de francotiradores, no es para meditar sobre el bien y el mal.
Ahmed apretó entonces el gatillo. Se escucharon varios estallidos y se extendió el olor a pólvora. ¿Pasó algo? No había expresiones en su rostro. Su compañero tampoco hacía gestos. Seguía buscando.
¡Bam, bam, bam! Los proyectiles golpearon a dos metros de Ahmed: marcaron la pared de lo que debía ser el baño, agujerearon el tanque del calentador de agua y destrozaron el inodoro.
Repliegue
Ahmed decidió retirarse. Ni él ni su compañero estaban asustados. Cruzaron con dificultad una habitación en la que un sofá negro, de imitación piel, tenía un aspecto cómodo entre el caos.
Abedi le entregó la ametralladora a Ahmed, que la colocó entre los barrotes y apuntó a algún lugar alto. Sus disparos retumbaron con mayor potencia. Les devolvieron el fuego. Los dos saltaron atrás para ponerse a cubierto. Esperaron e intercambiaron lugares.
Entonces fue Abedi quien activó el arma grande. Ahmed también disparó con el rifle.
Pronto aumentó el número de las balas que llegaban, ya había más enemigos atacándolos. Para cubrirse mejor, Abedi se colocó de espaldas al suelo, debajo de la ametralladora, y la levantó para dirigirla a ciegas hacia donde él creía que estaba el enemigo.
Ahmed dio un grito. Pecho en tierra, los dos se escurrieron entre los ladrillos y el yeso. Alertan: "¡Tanque, tanque!".
Había que salir rápido de ahí. Al edificio contiguo. Dos pisos hacia abajo. Era hora de escapar, seguramente. ¿O no?
Los jóvenes rebeldes -con el flaco rostro enmarcado en un kefíe a modo de turbante- entraron en un cuarto, desprendieron el cañón de la ametralladora y le introdujeron una varilla metálica, larga. Golpearon y golpearon, desesperándose. El arma se encasquilló y no pudieron arreglarla. Pero querían seguir peleando.
" Ke se ema kajul charmuta ", gritan por la ventana, antes de marcharse. Es un pensamiento para la madre de algún soldado, que seguramente no merece el insulto. Ni los actos del hijo.
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