En Bolivia se esperaba, en Chile no. En Perú no fue todo lo grande que podía ser, en Ecuador hubo rápida reacción oficial para detenerla, en Haití amenazó con derribar al presidente pero ahora se diluyó.
La protesta social se propaga sin pausa y hace temblar a la región desde hace poco menos de dos meses, tanto que varios gobiernos se preparan para recibirlas mientras otros se preguntan si sus países serán la próxima parada de "la primavera latinoamericana". Uno, en particular, se prepara para lo peor la semana próxima: Colombia.
Como la ola de protestas que cambió para siempre al mundo árabe, la furia callejera regional comparte rasgos políticos más allá de las fronteras nacionales: la desconfianza hacia las instituciones, la falta de comunicación entre los líderes y la sociedad, y el recelo de una democracia que no termina de afirmarse pese a haber vuelto, con fuerza, hace ya más de tres décadas.
Hay también un marco económico común: América latina tiene 180 millones de pobres (30% de su población), es la las región más desigual del mundo y el boom de los commodities pasó a ser, en 2019, un recuerdo opacado por una de las tasas de crecimiento más baja del planeta este año, 0,2%. En la primera década del siglo, los latinoamericanos se ilusionaron con la bonanza, pero hoy se sienten forzados archivar esas expectativas de una mejor calidad de vida.
A ese mezcla económica y política ya de por sí inflamable, cada país le añadió sus propios síntomas: el hartazgo con la inequidad en Chile; la fobia al deterioro institucional en la Bolivia de Morales; el fastidio con los precios de los combustibles en Ecuador; la ira contra la corrupción sistemática en Haití; el enojo con la trampa política en Perú.
Chile y Bolivia además tuvieron otros ingredientes que reforzaron en tiempo y volumen las protestas. Sus movimientos sociales estaban más organizados y tenían objetivos más claros que en otros casos (los comités cívicos bolivianos y los grupos estudiantiles chilenos) y ambos enfrentaron a presidentes con bastante tiempo en el cargo (Piñera, en su segundo mandato salteado; Morales, en tercer período).
En la Argentina, la frustración y la desesperación por la crisis de tantos años tuvo una catarsis, por ahora, diferente a la de Chile y Bolivia e incluso a la de los propios argentinos en 2001. Las PASO y las elecciones presidenciales actuaron como catalizadoras del malestar y, en cierta forma, como renovadoras de expectativas.
Si en Bolivia las protestas derivaron en un golpe y en la salida del presidente y en Chile desembocaron en el giro radical e impensado de un gobierno: ¿en qué derivarán si estallan en otro país?
Brasil
No siempre un movimiento de protesta termina en un cambio completo ni cruza fronteras en un aparente contagio regional. Los brasileños se sorprendieron a sí mismos y a sus propios líderes a mediados de 2013 cuando salieron a protestar en masa contra la suba de tarifas del transporte. Dilma Rousseff, obligada a gestionar una economía que comenzaba a debilitarse, fue el blanco de la furia de las inéditas y masivas marchas, que fueron incorporando otros reclamos, como la corrupción o el deterioro de la educación y de la infraestructura. Algunas ciudades retiraron las tarifas y las protestas se calmaron. Un año y meses después, Dilma, antes rechazada por la calle, fue reelegida y solo días más tarde, lanzó uno de los mayores ajustes de esta década brasileña.
La siguiente vez que los brasileños tomaron sus ciudades en manifestaciones nunca vistas fue, precisamente, para oponerse o respaldar el impeachment a la entonces presidenta.
Hoy tampoco le faltan problemas a Brasil. La economía apenas crece después de años de reducirse inclementemente. El desempleo y la inseguridad atormentan a los brasileños, y sus líderes polarizan más y más al país. Sus números son incluso peores que los de Chile y Bolivia, al menos en cuanto a desigualdad y crecimiento. Y el presidente acaba de lograr que se apruebe una reforma previsional que retrasa y recorta la jubilación de los brasileños, uno de los conflictos que movilizan a los chilenos.
Semejante escenario llevó a Jair Bolsonaro a advertir, en octubre pasado y siempre con mano dura, que las fuerzas armadas estaban lista para intervenir de las ciudades de Brasil en caso que el estallido social cruzara de Chile a su país.
La inquietud rondó su gobierno pero se diluyó con el paso de las semanas por dos razones, según estiman los especialistas: los movimientos sociales, entre ellos los sindicatos, y la izquierda perdieron fuerza y organización en los últimos años y, por otro lado, la base electoral del presidente tiene poder de despliegue callejero, lo que neutralizaría el impacto de la irrupción de protestas contra el gobierno.
México
Con la mira más en el Norte que en América latina, México comparte, sin embargo, problemas parecidos a los de Brasil: inseguridad, narcoviolencia, corrupción. Su economía es también mucho menos rutilante de lo que son las de Chile o Bolivia, al menos en su crecimiento, vigor e índices de igualdad.
México tiene también tiene un recuerdo que, como en el caso de Brasil, actúa como advertencia sobre un nuevo estallido. El gasolinazo, un súbito aumento de hasta 20% de los combustibles el 1 de enero de 2017, sacó a miles de personas a las calles, provocó saqueos y vandalismo, conmocionó al país durante varios días y diezmó la popularidad del entonces presidente, Enrique Peña Nieto. Ese trauma social agrietó incluso más el ya maltrecho vínculo entre los mexicanos y sus dirigentes políticos, limado por años de inseguridad, impunidad de la corrupción, y una guerra al narco sin final a la vista.
Esa desconfianza hacia la clase política, sin embargo, se topó con un freno en la figura de Andrés Manuel López Obrador. Pese a haber transitado la política local durante décadas, el líder de la izquierda llegó a la presidencia, hace un año, como el abanderado de la renovación y el héroe de la lucha contra la corrupción que carcome al gobierno mexicano desde prácticamente siempre.
Los críticos de AMLO describen esa imagen como la evidencia de su demagogia y populismo, pero para la mayoría de los mexicanos –que lo evalúan con una altísima tasa de aprobación– es precisamente el signo de que están ante un nuevo país.
Esa esperanza es, para los especialistas, lo que puede neutralizar un estallido aun cuando las promesas económicas del presidente fallen o cuando los carteles de la droga humillen una y otra vez la política de seguridad del gobierno.
Colombia
No todos los presidentes nuevos tienen el beneficio de la popularidad alta y de los márgenes de error amplios. Iván Duque, que ganó las elecciones con una cantidad inédita de votos, lleva 15 meses como jefe de Estado de Colombia y bate récords de desaprobación y número de conflictos.
No es solo el trabajoso proceso de paz con las FARC, que ya fue boicoteado por una facción de la guerrilla, ni una economía que crece muy por encima de la media regional pero no logra deshacerse del desempleo. Es también la falta de habilidad de Duque para negociar con el Congreso o para escuchar a los estudiantes que, desde hace casi un año, reclaman mayor presupuesto para las universidades o para dialogar con los sindicatos, atermorizados por incipientes reformas laborales y previsionales.
A los errores no forzados del presidente, los colombianos le suman su fastidio por el regreso del fantasma de la violencia de grupos de las FARC y de los excesos de las fuerzas armadas y del desorden por la llegada incesante de ya un millón y medio de venezolanos que huyen de su país.
Todo ese malestar será puesto a prueba el jueves próximo con una huelga general convocada por los sindicatos y apoyada por los estudiantes –organizados ya en un movimiento– y hasta por sectores de la Iglesia. Tan en vilo está Colombia por ese paro, tan consciente de que la chispa de la protesta regional puede alcanzarla y desatar el incendio que el propio Duque llamó esta semana a no seguir el ejemplo de Chile o Bolivia.
"Nosotros reconocemos que si hay alguien que tiene inconformidades, las expresa y es el deber nuestro, de los gobernantes, analizarlo, procesarlo, corregir muchas cosas si es el caso pero no podemos dejarnos llevar a la destrucción", expresó Duque, casi como rogando que la ola de protestas no tome a Colombia como su próximo rehén.
En su historia reciente, Colombia no tiene el recuerdo de estallidos como el de Chile o Bolivia; pero sí cuenta con el trauma de una guerra interna que la desangró por décadas. Tal vez sea ese el ingrediente que amortigüe el jueves, o más adelante, la chispa de las protestas; o tal vez no sea suficiente. El país espera en vilo ese día.
Venezuela
A diferencia de Duque, Juan Guaidó sí quisiera que chispa de la "primavera latinoamericana" llegara a Venezuela y prendiera como en Bolivia. La oposición apuesta a eso desde hace años y una y otra vez renueva sus estrategias para lograrlo. Pero, un poco por mérito propio, otro por errores de sus rivales y mucho por el respaldo del poder de fuego militar, Nicolás Maduro sigue en su cargo.
Hoy el líder de la oposición apuesta a recuperar la calle después de meses con una marcha. Sin embargo, como siempre, el mandamás del chavismo espera la marcha con miles de policías. La escena se repite desde hace años: en una Venezuela destruida y vaciada, con el espíritu perdido, las protestas se encienden y, tiempo después, se apagan, señal de que el cambio no siempre viene a través de la calle y de la movilización permanente.
Otras noticias de Hoy
Más leídas de El Mundo
Tiene capacidad nuclear. Qué se sabe del misil hipersónico "experimental" que Rusia lanzó contra Ucrania
“No sabemos quién puede ganar”. Balotaje en Uruguay: las encuestas muestran una diferencia que se achica y anticipan una noche de suspenso
Mensaje a Occidente. Putin hace temblar a Europa con un misil y evoca una guerra mundial: ¿qué busca?
"Chicos de la vergüenza". Frida, la cantante de ABBA que se convirtió en la cara más conocida de un plan racial nazi