En Europa crece la sensación de que la de Ucrania ya es una “guerra proxy” de Estados Unidos
Aunque la unidad de las democracias occidentales se preservó durante la invasión, emergen dudas entre los miembros de la UE por el rol norteamericano; Biden busca disipar el escepticismo
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PARÍS.– Es obligatorio: para ganar una guerra, las alianzas deben ser sólidas. Al menos sus bases. Aunque aparezcan aquí y allá algunas fisuras que apresuran a las Casandras a anunciar su estrepitoso derrumbe. La brutal invasión rusa de Ucrania no ha sido la excepción. Si bien tres meses después del comienzo del conflicto la unidad de las democracias occidentales ha sido preservada, las diferencias de apreciación que emergen sobre el futuro del continente europeo y el sitio que Rusia debería ocupar reflejan la diversidad histórica de cada uno de sus miembros y de sus intereses: no solo entre Estados Unidos y Europa, sino entre los 27 miembros de la Unión Europea (UE).
“No buscamos una guerra entre la OTAN y Rusia. Aun cuando no esté de acuerdo con Vladimir Putin y considere sus acciones escandalosas, Estados Unidos no tratará de provocar su derrocamiento. Mientras nuestro país o nuestros aliados no sean atacados, no intervendremos directamente en ese conflicto. (…) Tampoco alentamos ni damos a Ucrania los medios de golpear más allá de sus fronteras. No queremos prolongar esta guerra justa para hacer sufrir a Rusia”, afirmó el presidente Joe Biden el 1° de junio en una columna publicada por The New York Times, titulada ”Lo que Estados Unidos hará y no hará en Ucrania”.
Esa declaración de principios del presidente norteamericano no solo estuvo destinada a cambiar radicalmente el tenor de sus declaraciones al comienzo de la guerra, sino a disipar toda duda sobre la posibilidad de que Estados Unidos esté haciendo a Rusia una “guerra por delegación” o “guerra proxy”, como la llaman los expertos. También pareció destinada a suavizar las divergencias aparecidas en ambos lados del Atlántico sobre los objetivos reales del conflicto.
Junto con una inversión financiera colosal para apoyar al esfuerzo militar ucraniano, el discurso de los responsables de la Casa Blanca marcó en varias ocasiones sus diferencias con la actitud de las grandes democracias europeas, en particular de París y Berlín. Mientras el secretario de Estado de Defensa, Lloyd Austin, hablaba en Polonia de “debilitar durablemente” a Rusia y Biden aseguraba que “el asesino Putin no podía permanecer en el poder”, el presidente Emmanuel Macron estimaba necesario evitar “humillar” a Rusia, subrayando el error de haberlo hecho con Alemania tras el triunfo aliado de 1918.
Pero la nueva retórica de la Casa Blanca no consigue convencer a todos. El 28 de abril, al presentar al Congreso su solicitud de aumento presupuestario de una excepcional amplitud de 33.000 millones de dólares, Biden explicó que “invertir en la libertad y la seguridad de Ucrania era un escaso precio a pagar para castigar la agresión rusa y reducir el riesgo de futuros conflictos”. Pocos días después, el presidente norteamericano visitó la fábrica de armamentos Lockheed Martin en Alabama, colocando el apoyo a los ucranianos en un marco geopolítico y existencial más amplio: “Hay actualmente una batalla en el mundo entre autocracia y democracia”, dijo.
“Lo que está en juego es el orden de la seguridad internacional tal como fue creado en 1945″, explicaba a su vez el general Mark Milley, el jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos, el 26 de abril. Pero, entonces, ¿cuál es el objetivo del apoyo estadounidense a Ucrania? ¿Hasta dónde irá y durante cuánto tiempo?
El general Charles de Gaulle tenía una célebre fórmula para definir las relaciones entre aliados: “Los Estados no tienen amigos, solo tienen intereses”.
“En este caso, después de la presidencia de Barack Obama, Estados Unidos tiene una sola obsesión geopolítica: su rivalidad con China. De modo que, en cierta forma, un Vladimir Putin verdaderamente debilitado permitiría a Washington focalizar nuevamente su atención sobre lo que a sus ojos es la cuestión esencial de las próximas décadas”, analiza el general francés Vincent Desportes.
Y mientras Estados Unidos podría verse tentado de utilizar a Ucrania “para debilitar en forma duradera a Rusia”, en lo que concierne a las grandes democracias europeas, el objetivo es claro: lograr que Rusia se retire de Ucrania y poner fin a la guerra, si es posible, por la negociación. Aunque, para algunos especialistas, divergencia no quiere decir desacuerdo.
“La retórica de Biden es en verdad más radical, más moral también. Hay diferencias espectaculares a nivel del lenguaje, pero no quiere decir que Estados Unidos y Europa no se inscriban en una estrategia global coherente. Que Putin tenga una rodilla a tierra o no, en algún momento habrá que negociar y, para ello, será necesario un interlocutor. Es imposible que alguien decrete que ese interlocutor no será Putin, sino otro”, analiza a su vez el experto militar François Hugeux.
Para otros analistas, las diferencias de actitud residen en un hecho concreto y geográfico: un océano separa a europeos y estadounidenses. Esa realidad inspiró a esos últimos la doctrina bautizada “lead from behind” (liderar de lejos). Estados Unidos pone enorme cantidad de dinero (más de 40.000 millones de dólares), pero los que están más expuestos desde el punto de vista militar son los europeos, comenzando por los países del este. El impacto en las economías del bloque, la dependencia de hidrocarburos y granos no afectan a Estados Unidos. En Europa, tiene consecuencias dramáticas. Y ningún aliado lo ignora.
Pero las divergencias no se limitan a Europa y Estados Unidos, también agitan a los 27 países europeos. No ya sobre el objetivo del conflicto sino, sobre todo, sobre el futuro del continente. Y, ¿cómo podría ser de otra forma?
La UE reúne Estados que no atravesaron el siglo XX por los mismos caminos. Esta guerra despierta en cada uno de ellos heridas y respuestas diferentes. Las divergencias actuales sobre Rusia no son nuevas, son las mismas que Donald Rumsfeld, entonces secretario de Estado de Defensa de George W. Bush, decía hace casi 20 años que oponían a la “vieja Europa” y a la “nueva Europa”. Con una excepción: Italia, que cambió de campo.
Cuando en 2003 Estados Unidos llamó a una unión sagrada para atacar a Irak, Francia y Alemania se opusieron. Bush consiguió por el contrario arrastrar a esa desastrosa aventura a Gran Bretaña, Italia y, sobre todo, a las nuevas democracias de Europa Central y los países bálticos, que acababan de adherir a la OTAN o se aprestaban a hacerlo. Esa división fue grave y duradera, pues portaba en ella el principio mismo de la guerra: una guerra decidida por Washington.
Hoy no sucede lo mismo. Los 27 piensan que se trata de una guerra justa, porque Rusia atacó a Ucrania. De modo que hay que ayudarla a defenderse. La diferencia reside en lo que sucederá después. En el reciente Foro Económico de Davos, los célebres nonagenarios norteamericanos George Soros y Henry Kissinger, ambos sobrevivientes del nazismo, encarnaron esa diferencia: para Soros, la guerra en Ucrania es el combate existencial de la democracia contra el totalitarismo. Se debe hacer todo para ganar. Kissinger es más pragmático. A su juicio, Rusia no puede ser rayada del mapa. Hay que aceptar que toda paz duradera debe ser concluida con Moscú.
Kissinger nació en Alemania, de donde escapó en 1938, en vísperas de la guerra. Hoy, Alemania, Francia e Italia son los principales países que defienden esa línea realista. En el debate público europeo, los partidarios de la línea defendida por Soros son aquellos que, como él -que nació en Budapest-, se sitúan en una Europa que fue ocupada por la Unión Soviética hasta 1989. En ese debate aparece en filigrana la creciente seguridad de la “nueva Europa”, que ve su desconfianza histórica ante Rusia justificada por la agresión del 24 de febrero.
La perspectiva de ampliación de la OTAN a Finlandia y Suecia, y después la adhesión de Ucrania y Moldavia a la UE, deja adivinar un deslizamiento del centro de gravedad de Europa hacia el este.
La “vieja Europa” se ha visto desestabilizada por el conflicto ucraniano. La visión de “cambio por el comercio” que dominó la política exterior alemana desde el fin de la guerra fría se acaba de desmoronar. Para Berlín y París, el hecho de que esta guerra oponga una dictadura a una joven democracia y la obligación de hacer todo lo posible para que ésta triunfe no pueden hacer olvidar que, al final del conflicto, el continente deberá hallar una nueva forma estabilidad.
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