En su último libro, “Animales luminosos”, el escritor Jeremías Gamboa ahonda en temas vitales como el choque cultural al emigrar; las percepciones que se tienen de los países desarrollados y el racismo
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En su último libro, “Animales luminosos”, el escritor peruano Jeremías Gamboa creó un personaje que se parece mucho a él. Andinos, emigrantes en sus 30, estudiantes de Literatura en un pueblo de Colorado, Estados Unidos, las similitudes entre Gamboa y su protagonista, Ismael Alaya Poma, son muchas.
Al emigrar, ambos también llevan una larga lista de traumas originados en su país natal. El complejo de su personaje es tal que en su nueva vida evita hablar de sus raíces e incluso le avergüenza mencionar su apellido, de origen indígena, pues durante su infancia le valió tanto burlas como desprecio.
De hecho, es necesario llegar al final del libro para descubrir el nombre y el país de nacimiento de este personaje anónimo que vive a la sombra de los demás.
En “Animales luminosos”, Gamboa -cuyo trabajo ha sido alabado por el Premio Nobel Mario Vargas Llosa- ahonda en temas vitales en nuestros tiempos, como el choque cultural al emigrar, las percepciones -muchas veces erradas- que se tienen de los países desarrollados y el racismo.
-¿Cuánto hay de autobiografía en tu novela?
-En toda novela hay 110% de autobiografía y en las mías también.
Si bien lo que le sucede a Ismael no corresponde a mi experiencia de manera factual, sí corresponde en su relación con la gente, los sentimientos y las cosas que vive que, sin duda, están relacionadas con la vulnerabilidad y la dificultad que yo viví durante una parte de mi estancia en Estados Unidos.
Más que contar una historia, con mis libros intento hacer vivir al lector la experiencia de estar en un lugar bajo ciertas condiciones.
En ese sentido, Ismael reproduce muchísimo de la invisibilidad y vulnerabilidad que yo he asociado a mi estatus de migrante.
-Háblame más de tu experiencia como migrante en Colorado, ¿en qué se diferencia de la del personaje principal de tu novela?
-Creo que en el libro hablo sobre todo del estado de ansiedad total que uno siente en el primer trecho de la experiencia como migrante, cuando estás aún en la habitación de la que no sales y el nuevo país es apenas una esquina, una estación de gas y una tienda.
Estás en un estado de transición, que es un estado muy extraño de despersonalización. Sientes que estás soñando, que no has llegado al nuevo lugar, que vas a despertar y vas a levantarte en tu país de nuevo.
Es ese momento en el que no te has familiarizado aún con las reglas sociales y culturales del nuevo país, y no sabes cuánta de la experiencia que adquiriste en tu país de origen te va a servir en el nuevo.
-¿Por qué tu personaje principal es anónimo y solo sabemos cómo se llama y quién es al final?
-Me salió así, escribiéndolo me di cuenta de que se resistía a tener un nombre.
He pensado que tiene mucho que ver con la falta de ciudadanía y de identidad de muchos migrantes. Es un personaje que está por hacerse y por nombrarse.
Y con que tiene un apellido que se relaciona con un lado estigmatizado de su país de origen.
Perú es un país andino que no se ve ni se siente como tal o que trata de no mirarse completamente.
-Esa negación de identidad también se da en muchos otros países de América Latina. Creo que un venezolano, un argentino o un mexicano podrían decir lo mismo.
-Tal cual. En América Latina queremos ser Europa.
Recientemente, sacamos el libro en México y tuvo una muy buena acogida, porque muchos se sintieron también identificados.
México es un país donde Estados Unidos está muy presente y que no deja de interesarse mucho por lo que pasa ahí.
-¿A qué crees que se debe esa actitud de algunos de negar su herencia indígena y/o africana?
-En el caso de Perú es clarísimo. Viene de una estructura cultural que ha perdurado por siglos y que parte de un sistema colonial donde había dos repúblicas: la de los indígenas y la de los blancos, con tributaciones diferentes y regímenes económicos distintos.
Creo que antes de que Perú se independizara, en la conciencia peruana internalizamos algo que tenía mucho sentido: mientras más cerca del pueblo blanco estabas, más oportunidades tenías de ascender, de mejorar tus condiciones de vida y de encontrarte mejor.
Fue una mentalidad se fue instalando poco a poco.
-Y que sigue en la actualidad...
-Así es. Aunque en tiempos de la República, con San Martín y Bolívar, se dijera que todos éramos iguales, en la práctica eso no era tan cierto.
Los indígenas siguieron siendo una parte de la sociedad menos valorada y Perú ha crecido con ese punto ciego.
Y si además pensamos que no hubo exterminios que prácticamente eliminaran las naciones indígenas como en otros países, y sí un enorme mestizaje, todos estamos en el medio entre ambos polos.
-En América Latina, la mayoría somos producto del mestizaje y algo tenemos de indígena o de africano. En algunos es incluso bastante visible e incluso así se consideran blancos...
-Eso es brutal. En América Latina hay una anorexia racial: mucha gente se ve blanca, aunque no lo sean.
No solamente niegan sus raíces indígenas, sino que se ven blancos. Son como la flaca con anorexia que se ve gorda.
Es como una especie de distorsión en la que negamos facciones y formas absolutamente indígenas.
Eso le pasa a mi personaje y tiene que ver obviamente con asuntos autobiográficos, porque mi familia es andina. Mis padres son ayacuchanos.
Para mí ha sido también una conquista, en un sentido, mirar mi imagen completa.
-Con una nueva vida en Estados Unidos, el protagonista de tu novela quiere olvidar los traumas que le dejó el país donde nació. ¿Es realmente posible dejar esos traumas en el pasado?
-No. Ismael cree que es posible, pero la novela le demuestra que no lo es.
Está en el epígrafe del libro: puedes escapar de tu país, pero de ninguna forma puedes escapar de su historia, que te sigue y te guía como una sombra.
Tú llevas a tu país contigo, inevitablemente.
Lo llevas conscientemente, como problema, en tus discursos, como lo llevé yo, pero una parte tuya también lo lleva como trauma, como algo que quieres negar. Algo que además quieres que se cancele en el nuevo país.
En mi caso y en el de mi personaje, él se va muy herido por el esquema colonial, racista y de segregación de Perú, y cree que va a poder integrarse en el campus estadounidense, un campus demócrata y multirracial.
Y aunque no vive una discriminación brutal, su mente está totalmente formada por las experiencias brutales que vivió en su país.
A muchos lectores les va a llamar la atención el énfasis que pones en el color de piel de tus personajes, ¿le cuesta más a un inmigrante moreno integrarse y sentirse cómodo y aceptado que a uno blanco, aunque sean del mismo país?
Me imagino que sí, hasta que abre la boca y empieza a hablar en su idioma y con su acento.
Les pasa mucho a muchos peruanos blancos que llegan a España o a Inglaterra y tras hablar inglés con su acento son rápidamente oscurecidos y puestos al mismo nivel que los demás inmigrantes.
La discriminación en Perú pasa por tres ejes principales: la raza, los objetos que llevas, es decir cómo te vistes o qué corte de cabello llevas, y tu lenguaje y acento.
Todo eso está siendo siempre observado, en nuestros países y en el extranjero.
¿Y qué tan difícil es ser aceptado de manera general en una sociedad nueva después de emigrar?
A veces nunca lo eres completamente. No dejas de estar en un estado particular, con los tuyos.
Yo tuve muchos amigos de países hispanos en los dos años que pasé en la Universidad de Colorado, pero en el libro me centro en mi experiencia con estadounidenses. Y no era fácil.
Yo tuve un compañero de piso estadounidense y a través de él me hice un amigo estadounidense.
Pero no todo el mundo que estudiaba allí terminaba en una confraternidad. Algunos no conocían ese mundo.
¿Cuáles son los traumas más comunes que llevamos los latinoamericanos al emigrar?
Hay violencias transversales, como la enorme inequidad, la precariedad de los servicios del Estado y la violencia contra la mujer.
Pero otras dependen de cada país. En Argentina y el Cono Sur tiene los desaparecidos, los peruanos el trauma del Sendero Luminoso, los colombianos y los mexicanos los de la violencia del narco, los venezolanos llevan los derivados de la inseguridad.
Cuando hicieron la Comisión de la Verdad y Reconciliación en el Perú, hubo una frase que me conmovió muchísimo. Un señor ayacuchano preguntó a los comisionados: ¿ustedes creen que después de todo esto yo pueda ser considerado peruano?
Este esquema brutal del que provenimos también está asociado al Sendero Luminoso, que fue un partido completamente racista. Empleaba métodos diferentes para eliminar a blancos y eliminar a indígenas.
En tu libro hablas de la soledad, un sentimiento recurrente en muchas personas, pero que parece afectar particularmente a la población migrante. ¿La sentiste? ¿Cómo describes la soledad del migrante?
Hay una soledad que es factual: estás solo en un nuevo país. Hay otra que tiene que ver más con el aislamiento y una especie de confinamiento.
Y si emigras a un país con otro idioma, tu soledad y aislamiento pueden ser mayores, extremos.
Además de que muchas veces tu pasado no tiene mucha utilidad. A veces, lo que importa en el nuevo país es ser local, ya sea estadounidense en Estados Unidos, español en España o inglés en Reino Unido.
En la literatura inglesa hay muchos ejemplos de ese conflicto interno racial que te jalona hacía dos orillas, como “Dientes blancos” de Zadie Smith o parte de la obra de Hanif Kureishi, que narran ese mandato o aspiración de ser lo más inglés posible y no saber muy bien qué hacer con lo paquistaní, lo jamaiquino o lo que fuiste, para poder instalarte en el nuevo mundo.
Es un estado de mucha soledad.
¿Se puede superar esa soledad?
Es interesante. En el Perú, por ejemplo, mis padres no la superaron, sino que vivieron una condición de yuxtaposición. Vivieron como el doctor Jekyll y el señor Hyde permanentemente.
No me hablaron quechua, no me dijeron que era ayacuchano ni me llevaron a Ayacucho. No escuchaban huainos.
En un sentido, mis padres se avergonzaban de quiénes eran, lo ocultaban.
Cuando yo era niño, el Sendero Luminoso estaba en pleno movimiento y ser un niño ayacuchano y tener padres ayacuchanos en los años 80 en Lima era terrible.
Yo crecí en el secreto y por eso mi literatura está centrada en ese asunto.
El personaje de tu novela se apellida Poma. Es un apellido indígena que oculta lo más que puede y describe como “un lastre en Perú al igual que todo lo que suene andino”. ¿Sigue siendo así?
Cada vez menos. Hay una lucha muy importante en este momento de gente joven que reivindica el idioma quechua y se esfuerza por hablarlo.
Hay una corriente contraria a la negación de lo indígena, pero buena parte del país sigue considerando lo indígena de segundo orden.
Hace poco recordaba que en mi generación a alguien tonto se le decía “huamán”: “No seas Huamán”. Huamán es un apellido quechua.
Imagínate, es como si te dijeran “no seas Pérez” o “no seas García”.
A ese nivel de estigmatización llegamos durante mi infancia. Ser andino no era para nada lo mejor. Tú ocultabas esas señas a como diera lugar.
En tu novela también abordas el tema del clasismo. Me llamó la atención que un peruano no entienda el clasismo del que se siente víctima su amigo estadounidense, que proviene de una familia humilde y que no se siente aceptado por una chica de una familia acomodada. ¿Acaso no es igual o incluso peor en América Latina?
Hay variaciones, pero el clasismo es universal.
Yo pensé que era un tema peruano, pero en Estados Unidos descubrí que muchas cosas que yo pensaba que eran peruanas, no lo eran.
Sí, el clasismo es peor en América Latina, pero en la novela yo juego con las percepciones y mitos que se tienen de otros países.
Los estadounidenses creen que América Latina es un lugar romántico y maravilloso. Piensan en el Che Guevara, el zapatismo y en Frida Kahlo.
Pero anda a Perú para que veas qué tan romántico y maravilloso puede ser.
En las series y en las películas estadounidenses no muestran el clasismo que uno descubre allá, sino que muestran al nerd y a los chicos populares.
-Hablas brevemente de la rivalidad entre Perú y Chile. Dices: “En Perú sólo se consume pisco para darles la contra a los chilenos, porque los peruanos siempre sienten que los del sur les están robando algo”. ¿Cómo describirías la relación peruano-chilena?
-Cada vez menos tensa.
-¿Cómo ven realmente los peruanos su relación con los chilenos?
-Esto va a generar polémica, pero creo que en Perú siempre hemos sentido una ligera minusvalía frente a Chile y a la fuerza económica que ha tenido por muchos años.
Hubo momentos de mucha tensión en el pasado, con fuertes sentimientos de nacionalismo y antichilenismo.
Quizá uno de los últimos episodios que recuerdo de esa rivalidad fue durante las eliminatorias para el Mundial de Francia 1998, pero luego de eso he visto una competencia diferente.
Ha sido más económica, gastronómica, o sobre de quién es el pisco. A los peruanos nos servía la gastronomía para decir que al menos nosotros teníamos eso, frente a lo que Chile podía tener.
Yo particularmente, en Chile me la paso muy bien y la literatura chilena me parece importantísima.
Y hay algunos en Perú, para los que Chile es incluso un ideal.
La derecha conservadora quisiera que el país fuera una franja como Chile, que solo fuera la costa, una franja delgada cuyo límite sería los Andes y que serviría para librarse de lo indígena.
El reto de Perú es justamente asumir el territorio, la nación, los colectivos, las razas, los idiomas y lograr eso que (el escritor José María) Arguedas en algún momento avizoró: vivir todas las patrias como un monstruo feliz.
Es dificilísimo de hacer, pero ese es el gran reto que tiene Perú por delante.
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