“Emirato Islámico de Afganistán”: la reinstauración de un régimen extremo que horrorizó al planeta
La primera experiencia en el poder de los talibanes incluyó normas restrictivas y ejecuciones masivas
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WASHINGTON.- Mientras recorrían con ojos de nuevos propietarios el palacio presidencial abandonado en Kabul, el domingo por la noche, las milicias talibanas dieron a conocer un comunicado: van a resucitar el nombre que ya anteriormente le pusieron a Afganistán.
El país que se fue construyendo a partir de la invasión norteamericana de 2001 y a un costo de 2 billones de dólares pronto volverá a llamarse “Emirato Islámico de Afganistán”.
Ese fue el nombre del país entre 1996 y 2001, el periodo que hoy funciona como único punto de referencia de lo que los afganos y la comunidad internacional pueden esperar del nuevo gobierno de Kabul. ¿Cómo administrarán el Estado esos miles de insurgentes que pasaron las últimas dos décadas librando una guerra de guerrillas?
La última vez que el movimiento talibán gobernó Afganistán, el régimen concentró el poder en un estrechó círculo de exrebeldes que habían ayudado a expulsar a los soviéticos en la década de 1980. El movimiento había surgido de la guerra civil del país en la década de 1990, con la promesa de gobernar guiados por una interpretación a rajatabla de la sharía, la ley islámica. La puesta en práctica de esa visión resultó en un país encarnizadamente violento, represivo e inestable, que le dio la bienvenida a los terroristas transnacionales y se fue convirtiendo en un paria global.
El primer emirato fue declarado en 1996, poco después del ingreso de los talibanes en Kabul. En septiembre de ese año, los talibanes torturaron y asesinaron al expresidente Najibul, y después colgaron su cuerpo de un poste para escarnio público. En menos de un mes, empezaron a circular escuadrones de la “policía de moralidad” de una agencia de gobierno conocida como Promoción de la Virtud y Erradicación del Vicio.
A los hombres los obligaban a usar barba, y a las mujeres a usar burkas, una vestimenta holgada que las cubre de pies a cabeza. Las escuelas para niñas fueron cerradas, y las mujeres que eran vistas sin compañía en lugares públicos era azotadas. Prohibieron el fútbol, al igual que toda forma de música, salvo los cantos religiosos. El régimen llevaba a cabo sus ejecuciones públicas en el Estadio Ghazi, en el centro de Kabul.
Cada tanto, el mundo exterior tenía algún atisbo de lo que ocurría en el interior de ese infierno, porque hasta sacar fotos estaba técnicamente prohibido. El video de una madre afgana obligada a arrodillarse en el estadio, para recibir un disparo en la cabeza, entre los postes del arco de fútbol. Varias fotos de niños muriendo de enfermedades curables en un derruido hospital pediátrico. Milenarias imágenes de Buda pulverizadas por los talibanes, porque sus líderes las consideraban idolatría. Una marea de refugiados y desplazadas viviendo en campamentos improvisados por toda la región.
“Cada día se nos mueren dos chicos”, decía Gulam Said, uno de los refugiados del campamento junto al río Panjshir, en 1999.
Legitimidad
Así y todo, el régimen talibán hacia intentos esporádicos por ganar legitimidad internacional. De hecho, hasta trato de enviar un diplomático a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Y en octubre de 1996, el líder talibán Mohammad Omar envió cartas al representando de Estados Unidos asegurando que “el movimiento talibán tiene en muy alta estima a Estados Unidos, aprecia la ayuda norteamericana durante la yihad contra los soviéticos, y quiere mantener buenas relaciones con Estados Unidos.”
El emirato intentó darse un barniz de Estado moderno, con ministerios de salud y de comercio, por ejemplo. También tenían un director para el banco central. Pero muchos de esos funcionarios era exmilitares educados en madrazas, las escuelas de formación islámica.
Por entonces —como ahora—, la comunidad internacional tenía que decidir si entablar relaciones, y cómo hacerlo, con un régimen al que consideraba moralmente reprochable pero que al mismo tiempo estaba al mando de un país necesitado desesperadamente de ayuda internacional. En 1998, Lakhdar Brahimi, el enviado de Naciones Unidas, se reunió con el líder Mohammad Omar para negociar el ingreso de ayuda humanitaria.
“Mantuvimos una verdadera conversación de más de tres horas, aunque sentados en el piso todo el tiempo”, recordaría más tarde Brahimi.
Pero a medida que la gravedad de los abusos de los talibanes contra los derechos humanos se hizo más clara, todo intento diplomático se fue diluyendo. Omar rara vez salía de Kandahar, y se comunicaba mayormente a través de mensajeros. Sus milicias quemaban aldeas enteras con la gente adentro y los chiitas, que en Afganistán son minoría, eran el blanco predilecto de sus brutales campañas de aniquilación.
“Mientras tomaba decisiones y las comentaba, a veces hablaba de sus sueños”, escribió en 2012 el periodista Steve Coll en un artículo sobre Omar.
El mismo ambiente caótico y fracturado que había permitido el ascenso de los talibanes también complicaba el gobierno el país.
“Al intentar establecer un gobierno y un Estado que funcionaran, los talibanes se toparon con los mismos problemas que habían encontrado muchas administraciones anteriores: consolidar tanto su autoridad sobre una población ferozmente independiente como su monopolio de la fuerza dentro de las fronteras soberanas del país”, escribió Felix Kuehn en Taliban History of War and Peace in Afghanistan.
Cuando la casa de Omar en Kandahar fue destruida por la explosión de una bomba, fue Osama bin Laden quien lo ayudó a financiar su nuevo palacio.
En 1998, Bin Laden había comenzado a conceder entrevistas a los medios extranjeros desde su campamento el sur de Afganistán.
Después de que Bin Laden fue acusado de atacar las embajadas de Estados Unidos en Nairobi y Dar es Salaam, en 1998, la administración Clinton lanzó misiles de crucero contra Afganistán. Al año siguiente, Clinton sancionó al régimen talibán.
En 2000, una vez más para conseguir ayuda internacional, los talibanes revocaron un edicto que prohibía que las mujeres trabajaran para agencias internacionales de ayuda. Pero los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 condujeron rápidamente a la expulsión de los talibanes del gobierno.
¿Cómo será el nuevo régimen?
Finalmente, el grupo se reconfiguró como una poderosa fuerza de insurgencia, instalando “gobernadores en la sombra” en todo el territorio del país para oponerse al nuevo gobierno afgano respaldado por Estados Unidos. Pero en los últimos años, cuando el regreso del grupo al poder parecía inevitable, los analistas comenzaron a preguntarse cómo sería un nuevo régimen talibán.
“Los talibanes post-2001 han demostrado haber aprendido a ser una organización más política, que está más abierta a la influencia de factores externos”, escribió Thomas Ruttig en un informe para el Centro de Lucha contra el Terrorismo en West Point.
Otros analistas señalan que los talibanes de hoy tienen una perspectiva más global.
“Muchos líderes talibanes han pasado más de una década en Pakistán o en los países del Golfo, y eso ha ampliado enormemente sus horizontes, en comparación con su educación provinciana en el sur de Afganistán”, escribieron Borhan Osman y Anand Gopal en 2016 en “La visión de los talibanes sobre el futuro”.
Pero el domingo, mientras observaban la marcha de los talibanes hacia el palacio presidencial de Kabul, los afganos recordaron los momentos más oscuros del último emirato, y corrieron al aeropuerto o cruzaron despavoridos las fronteras, tratando de salir del país antes de que comience el nuevo régimen.
Traducción de Jaime Arrambide
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