El turbulento escenario global vuelve más inestables las alianzas en la región más explosiva del mundo
La guerra en Ucrania sirvió para añadir un grado más de incertidumbre al panorama de alianzas en Medio Oriente, al sugerir un nuevo orden mundial con varias potencias en conflicto
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TÚNEZ.- A finales del siglo XX, hubo un tiempo en el que la historia parecía haberse congelado en Medio Oriente. Los regímenes se eternizaban, y sus relaciones con las potencias mundiales eran sólidas y estables. Pero, sin quererlo, la Primavera Árabe transformó las viejas dinámicas entre Estados de la región. Aparecieron nuevos ejes de conflicto que se superpusieron a los antiguos, situando a Medio Oriente en un estado de gran versatilidad. La guerra de Ucrania ha servido para agudizar esta tendencia. Los adversarios de ayer son hoy amigos, y los antiguos aliados, simples socios no exentos de tiranteces.
En el nuevo Medio Oriente, cada semana existen movimientos diplomáticos inesperados que dibujan nuevos posibles escenarios. Así, mientras Arabia Saudita e Irán mantienen discretas reuniones para reconducir su secular rivalidad, Riad esboza una reconciliación con el viejo enemigo “sionista”. En cambio, el príncipe heredero Mohammed Ben Salman no se ha plegado a las peticiones de su otrora gran protector, Estados Unidos, para sumarse a la campaña de sanciones a Rusia por su invasión de Ucrania.
La guerra sirvió para añadir un grado más de incertidumbre al panorama de alianzas en Medio Oriente, al sugerir un nuevo orden mundial con varias potencias mundiales en conflicto. Con la excepción del régimen de Bashar al-Assad en Siria, todavía en pie gracias a la ayuda militar de Moscú, los Estados de la región mantuvieron posturas más bien ambiguas respecto al conflicto en Ucrania. Todos parecen esperar ver quién sale ganador, y si se solidifica un poderoso eje anti-occidental formado por Moscú y Pekín.
Irán se mostró más cercano a la posición de Rusia, y por eso el presidente Vladimir Putin visitó Teherán el mes pasado. De hecho, Washington sospecha que el objetivo del viaje de Putin era comprar “cientos” de drones para utilizarlos en el campo de batalla del Donbass. Sin embargo, el régimen iraní no le dio un apoyo incondicional a Moscú, probablemente, para no descarrilar las negociaciones sobre su programa nuclear con Estados Unidos. Algo parecido pero a la inversa se ha producido con aliados tradicionales de Washington como Israel, Marruecos o Egipto que no se han sumado a las sanciones occidentales en Rusia.
Si hay un Estado que mejor personifica que nadie este nuevo Medio Oriente de alianzas líquidas es la Turquía de Recep Tayyip Erdogan. En la última década, el presidente turco fue capaz de enemistarse primero, y después buscar una reconciliación con prácticamente todos los actores relevantes de la región, incluidas las potencias exteriores como Rusia y Estados Unidos.
En parte, la explicación de este fenómeno radica en la desmedida ambición de Erdogan, que pretende convertir a Turquía en la mayor potencia regional, así como en su mesianismo y carácter volcánico. Pero estos ejercicios de equilibrismo serían impensables en el viejo Medio Oriente.
La única constante de las últimas cuatro décadas que se mantiene incólume es la hostilidad entre Washington y Teherán, un cisma con reverberaciones en toda la región que las Primaveras Árabes exacerbó. El régimen de los ayatollah vio en la caída de los presidentes proamericanos en Egipto y Yemen en 2011 como una oportunidad para extender su influencia regional, ya amplificada por las victorias en las urnas de los partidos pro-iraníes en Irak tras la guerra de George Bush.
Alarmas
Más que en Washington, este hecho encendió todas las alarmas en los países árabes del Golfo. Y ese miedo al expansionismo iraní sirvió en bandeja a Israel un sueño que persigue desde el día mismo de su creación en 1948: la incorporación al orden regional de los Estados árabes sin necesidad de buscar una solución justa para su problema con los palestinos. Los bautizados como “Acuerdos de Abraham” de normalización diplomática entre Tel Aviv y Emiratos Árabes Unidos, Marruecos, y Bahrein, a la espera de que se sume al menos Sudán, son el mayor cambio que ha vivido la región en varias décadas. Por eso, pese a ser una herencia del denostado Donald Trump, un sionista confeso como Joe Biden no podía darles la espalda.
De hecho, uno de los objetivos centrales de su reciente gira por Medio Oriente era facilitar la apertura de relaciones simbólicas entre Arabia Saudita e Israel, allanando el camino hacia la plena normalización. Si el régimen fundamentalista del sanguinario príncipe Ben Salman, guardián de las ciudades sagradas de la Meca y Medina, abrazara a Israel, el histórico enemigo de los árabes y musulmanes, la causa palestina quedaría tocada de muerte. Ya hace tiempo que muchos países árabes no condenan a las ofensivas israelíes en los territorios palestinos con la contundencia de hace unas décadas. Y prueba de ello es el bombardeo que comenzó el viernes en la Franja de Gaza y que continuó este sábado, con respuestas con misiles desde el enclave palestino.
Pero hay un factor que podría cambiar muchos cálculos: la espiral inflacionaria de los alimentos y materias primas que afecta la región. Evidentemente, éste no es el caso de los países productores de gas y petróleo del Golfo, que están engordando sus arcas públicas gracias al conflicto bélico. En cambio, países como Túnez, Egipto, el Líbano, Yemen o Siria se enfrentan a estallidos sociales como el que ya sacude a Sri Lanka. Todos ellos padecían ya una delicada situación económica, y es probable que ahora algunos sectores de la población caigan en la malnutrición o el hambre. Un cóctel que garantiza inestabilidad para los años venideros en la región más explosiva del mundo.
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