El trauma de Irpin, el pueblo que conmocionó al mundo por un puente destruido: “Los rusos violaron mujeres, saquearon, se llevaron de todo”
Un nuevo puente fue construido en la asediada Irpin, luego de que el anterior haya sido destruido por las tropas ucranianas para que los rusos no accedan a Kiev; las personas vuelven a la ciudad para intentar recuperar cosas de sus casas destruidas
IRPIN.- Al comienzo de esta guerra que cumplió hoy 47 días, el puente de Irpin se convirtió en un símbolo de la resistencia ucraniana. El puente fue destruido a propósito por el ejército ucraniano para impedir el avance de las fuerzas rusas hacia la capital, Kiev. Cuando a principios de marzo comenzaron a haber allí fuertes combates entre las fuerzas rusas que intentaban asediar Kiev desde el aeropuerto de Hostomel y desde la cercana Bucha, a través de ese puente destrozado, que cruza el río Irpin, comenzaron a salir, a pie y en medio del frío y las bombas, miles de civiles. Mujeres, ancianos, niños que huían de la lluvia de fuego y humo negro en corredores “verdes” jamás respetados.
El domingo 6 de marzo a pocos metros del puente destrozado de Irpin un fotógrafo sacó la foto de los cuerpos de una mujer y sus dos hijos tirados en el piso, asesinados por morteros rusos, al lado de su valija con ruedas. Esa imagen conmocionó al mundo. La “operación especial” de Vladimir Putin para “desmilitarizar” y “desnazificar” Ucrania estaba matando a inocentes en fuga.
Hoy, seis semanas después, este puente sigue destrozado, aún con un coche blanco dado vuelta incrustado en medio de sus pedazos de asfalto saltados por el aire. Pero vuelve a ser un símbolo de reconstrucción en medio de la desolación y el horror dejados por los rusos. Después de días de intensos trabajos de cuadrillas de obreros, ingenieros, topadoras y excavadoras, al lado del puente roto, símbolo de la resistencia, fue inaugurado otro puente alternativo, aún de tierra y precario, símbolo de esa determinación a volver a ponerse de pie de los ucranianos, más allá de la destrucción y la muerte.
Para llegar a Irpin ya no hay que dar una vuelta enorme, sino que se puede llegar directamente y rápido. A las 10 de la mañana ya hay una fila de autos larguísima ante uno de los cientos de controles militares. Es gente que regresa a Irpin -ciudad aún inhabitable porque sigue estando sin luz, sin gas, sin agua, sin conexión a Internet-, para ver si su casa quedó en pie o para recuperar cosas que quedaron allí.
#Irpin, otra ciudad devastada, inhabitable, sin luz, agua, gas, ni conexión #UkraineUnderAttaсk pic.twitter.com/WHkVOcZSz0
— Elisabetta Piqué (@bettapique) April 11, 2022
En la zona del puente, es evidente que esa fue la línea del frente y que hubo fuertes combates. Hay un supermercado totalmente destruido y camiones y bulldozers que trabajan para remover escombros, carcasas de autos, vidrios, hierros retorcidos, restos de guerra. Se ven voluntarios que limpian con escobas, palas y rastrillos el patio de la Iglesia de San Jorge, también marcada por señales de armas de fuego. Allí se refugiaban miles de civiles aterrados a la espera de que los evacuaran. Y salta a la vista el mismo monumento de bronce de un soldado de la Segunda Guerra Mundial que se veía en esa tristemente célebre foto del 6 de marzo de los primeros civiles muertos mientras escapaban junto a su valija con ruedas.
Al ingresar a Irpin esa sensación de renacimiento que se respira al ver inaugurado el puente nuevo, alternativo y adyacente al destruido, se interrumpe abruptamente. Y deja paso a la desgarradora realidad de una ciudad residencial que debía haber sido muy linda, que ahora está impresionantemente destruida, sobre todo en el norte y en el oeste, cerca de Bucha. Aunque algunas partes siguen intactas, hay shoppings, restaurantes, bares, edificios enteros de varios pisos en plena construcción, complejos residenciales, casas bajas parecidas a las de coquetos barrios cerrados, incluso farmacias, gimnasios, escuelas, una academia, un hospital, bombardeados, agujereados, castigados con artillería, misiles, golpes de mortero.
La ciudad, además, sigue siendo fantasma y estando sin luz, sin agua, sin gas, sin conexión telefónica. “Harán falta al menos dos meses para que eso se reestablezca”, dice Dima, mi intérprete de 33 años que solía vivir muy bien, feliz, en Irpin, como otros 50.000 habitantes.
“Irpin era una ciudad de clase media donde vivían muchos escritores, pero también muchos jóvenes porque en 20 minutos estás en Kiev, pero estás en un lugar con mucho verde, donde podés ir a correr en la costanera del río o irte a pasear y a relajarte en el bosque”, agrega Dima, describiendo una realidad que ya no existe. Él tuvo suerte porque su departamento está entre los que se salvaron de la destrucción de Irpin, ciudad de la que logró sacar a su mujer y su hijo de 5 años -que se encuentran en Polonia- y que, es evidente, tardará años para volver a ser lo que era.
En uno de los parques de Irpin, muy verde, que durante los combates fue “zona roja”, es decir, estaba una de las líneas del frente, aún se ven cráteres de las bombas e incluso hay cuatro tumbas de vecinos muertos cuando se asomaron a la ventana y un tanque ruso les disparó.
En el parque hay un grupo de voluntarios que, guantes en mano, saca esquirlas de misiles y demás ruinas para dejar atrás la guerra. Lo mismo ocurrió desde el viernes pasado en el resto de Irpin, cuando las autoridades impusieron un toque de queda por el cual no podían ingresar autos, para permitirle a cientos de soldados del ejército y voluntarios de las Fuerzas Territoriales de Defensa hacer una enorme limpieza. Desminaron toda la ciudad, sembrada de centenares de municiones sin estallar. También retiraron los cadáveres que yacían tirados en calles, autos, sótanos: aunque no hay cifras oficiales, se estima que aquí murieron entre 200 y 300 civiles y unos 50 soldados. Además, seguían sacándose, con excavadoras y camiones, resabios de la atroz batalla: restos de tanques incendiados, misiles, hierros retorcidos, vidrios rotos. Todo iba siendo puesto en un virtual cementerio de autos, totalmente destrozados, apilados en una zona de la entrada, junto a tanques. Los autos, muchísimos, fueron destruidos cuando sus dueños intentaban escapar y murieron en el intento.
Sobrevivientes
Pese a los feroces combates, una minoría de habitantes -en general, los más ancianos-, se quedó, nunca se fue. Ellos son los que ahora aparecen a las 11 de la mañana ante los centros donde ONGs entregan raciones de comida y, a través de camiones cisterna, agua. Quienes nunca se fueron también son recibidos en un centro de ayuda puesto en marcha por una iglesia bautista, que además de darles ropa, abrigo -las temperaturas siguen siendo muy bajas y hace frío- y víveres, tiene un generador donde pueden recargar sus baterías.
Ante una de las van donde se entrega comida encontramos a Alexander, mecánico de 74 años ahora jubilado que, cuando le pregunto cómo hizo para sobrevivir, se quiebra. Con ojos de terror, gesticula para explicar que caían bombas todo el tiempo, que vivió una pesadilla. Nos invita a ver su casa -que se levanta en un barrio de Irpin en medio de un bosque de pinos- y el diminuto sótano donde 11 personas, incluso una anciana vecina, se refugiaron durante cuatro semanas sin comida, sin luz, sin calefacción, sin agua.
“Por acá pasaban muchos tanques y al principio pensé que se trataba de tanques de nuestro ejército, el ucraniano y salí para saludar. ¡Pero eran rusos! Me apuntaron para dispararme y salí corriendo, aún no sé cómo logré salvarme”, cuenta Alexander, que es rengo. “Lo que los ‘hermanos’ rusos hicieron acá no tiene perdón”, agrega este hombre, que denuncia que dos vecinos murieron en los bombardeos y que, en la vieja casa de sus padres, a unos 3 kilómetros, donde vive su hermana, un dron ruso con explosivos destruyó la cocina.
Su vecina Valentina, de 77 años y que también se salvó porque estuvo bajo tierra, en el mismo diminuto sótano, se suma a los relatos del horror. “Los rusos violaron mujeres, saquearon las casas, se llevaron de todo, incluso ropa interior que luego fueron a vender a Bielorrusia”, denuncia Valentina, anciana con gorro de lana y polar rojo. “Lo que hicieron los rusos es una masacre... Nací al final de la Segunda Guerra Mundial y nunca pensé que iba a morir viendo otra guerra aún más salvaje”, agrega, hablando sin parar, demostrando esa necesidad de sacar afuera y contar todo el horror ante los periodistas.
En un edificio de siete pisos de otra zona, que sigue en pie pero que también es parte de la devastación, Dimitri, ingeniero de 46 años y su mujer, Marina, decoradora de interiores, están con guantes de látex rescatando cosas de su hogar en bolsas de plástico. “Nos llevamos fotos, recuerdos, eso vinimos a rescatar de las ruinas... Todo el resto se puede comprar, pero no los recuerdos, las fotos”, explica Dimitri, que cuenta que al principio de la guerra se quedaron en su departamento del primer piso, ahora arrasado. Cuando se dieron cuenta que estaban cerca de la línea del frente, porque pasaban tanques y había un check-point y entonces era demasiado peligroso quedarse, decidieron irse. “Y lo logramos hacer el 1 de marzo yendo en auto pasando por Stoyanka... Y esa fue la última posibilidad para hacerlo”, precisa este matrimonio con el rostro ennegrecido, lleno de hollín, porque el departamento se incendió. Dimitri y Marina, padres de un hijo de 20 y una hija de 14, desde que se vieron obligados a irse de Irpin, viven en Rivne, ciudad del oeste de Ucrania.
Cuando les pregunto si volverán algún día a Irpin, su ciudad, a Dimitri y a Marina se les ilumina la cara. “Ojalá. Si volvemos seguramente no será a esta casa porque este edificio va a ser demolido”, dicen, mientras, en la oscuridad, con una linterna, sacan del cuarto de su hijo de 20 medallas y trofeos que ganó en diversos campeonatos de motocross. En su armario se ve un Monopoly, libros, normalidad arrasada.
Dimitri y Marina explican que ahora ya no tienen un lugar para vivir en Irpin. Pero si el día de mañana el gobierno ucraniano les propone una alternativa, volverán “lo antes posible”. Lo más impactante es que, en medio de esa destrucción, del olor a humo que aún lo impregna todo en su departamento destruido, el polvo y el hollín, Dimitri y Marina sonríen: lo importante es estar vivos.