El riesgo creciente de caer en una crisis de legitimidad
La Corte Suprema de Estados Unidos es una institución inusual: de algún modo logra ser majestuosa e íntima a la vez.
El tribunal se encuentra en un templo de mármol con columnas altísimas y ha tomado algunas de las decisiones más trascendentales en la historia estadounidense. Sin embargo, para muchos se percibe como una institución más simple que la presidencia o el Congreso. Sus debates no son televisados, aunque sí son públicos. Afuera, los nueve jueces tratan de llevar vidas cotidianas más normales que otros funcionarios de altos cargos. Esta combinación ha permitido a la Corte ser un ejemplo del ideal estadounidense del gobierno democrático -poderoso pero humilde- y muchas personas la han venerado por ello. No obstante, hoy está en problemas y son mucho mayores que el caos de la confirmación de Brett Kavanaugh. A menos que se logre corregir el curso, corre el riesgo de caer en una crisis de legitimidad.
Hay dos problemas básicos. El primero es que se ha vuelto una institución intensamente partidista que finge no serlo.
Los fundadores de Estados Unidos concibieron a los magistrados como eruditos jurídicos, libres del alboroto político; reciben un nombramiento vitalicio para proteger su independencia y ellos mismos valoran esta imagen. John Roberts, el presidente, ha equiparado su función con la de un árbitro que simplemente anuncia los goles y los fouls. La comparación tiene el objetivo de sugerir que los jueces no tienen opiniones propias: solo obedecen la ley.
Esto es risible. En casi todas las decisiones importantes de su último período de sesiones, los jueces se dividieron de manera eficiente conforme a líneas partidistas. Los cinco magistrados que eligió un presidente republicano votaron de una forma y los cuatro que nombró un presidente demócrata lo hicieron en sentido opuesto. Si los jueces son árbitros, sin duda es extraño que los árbitros demócratas y los republicanos usen interpretaciones tan diferentes.
Este partidismo ha convertido cada vacante de la Corte en una batalla campal. Fue por eso que los senadores republicanos tomaron la medida extrema de negarle a Barack Obama la capacidad de llenar una vacante; de ahí que la pelea por Kavanaugh resulte trascendental. Esta también es la razón por la cual a los liberales les importa tanto la salud de la jueza Ruth Ginsburg, de 85 años, nombrada por el demócrata Bill Clinton.
Además, el peor daño del partidismo de la Corte ni siquiera proviene de las desagradables luchas de confirmación, sino del hecho de que una importante institución estadounidense se defina de una manera evidentemente falsa. La hipocresía no es buena para la credibilidad.
La segunda amenaza proviene del radicalismo de los magistrados nombrados por los republicanos.
Es cierto que los nombrados por demócratas son más liberales que en el pasado. No obstante, los demócratas de la Corte todavía van de lo moderado a lo progresista. No hay más moderados republicanos. Son de los más conservadores desde la Segunda Guerra Mundial. Kavanaugh casi con toda certeza se les uniría.
En el futuro, hay motivos fundados para preocuparnos de que la Corte bloquee acciones sobre dos de las amenazas más grandes para la seguridad y la estabilidad del país: el cambio climático y las condiciones de vida de la clase media.
Entonces, ¿qué se puede hacer con la Corte? Las soluciones no son simples. Que haya mandatos limitados para los magistrados, en vez de vitalicios, sería la mejor opción; eliminarían la aleatoriedad de tan alto riesgo con la que se reemplaza a los magistrados y vincularían mejor al tribunal con la voluntad a largo plazo del pueblo. Con un límite de dieciocho años para cada magistrado, se nombraría a dos jueces cada cuatro años.
Una opción menos agradable es que los demócratas expandan el tribunal la próxima vez que tengan el control de Washington.
Por último, existe la posibilidad de que Roberts entienda el peligro para el tribunal. Es evidente que le preocupa la credibilidad de la Corte y ha mostrado indicios de modestia judicial, ya que ha respetado tanto los precedentes como al Congreso. El ejemplo más grande fue que diera el voto decisivo después de un empate sobre si mantener el programa de cuidado de salud Obamacare.
Roberts nunca va a convertirse en liberal. Sin embargo, es razonable esperar que pronto muestre más del conservadurismo con minúscula que la Corte necesita. Si permite que el tribunal se convierta en una versión todopoderosa del Congreso, en la que quienes legislan llevan toga, tanto su legado como el país padecerán.