El relato de la implacable ucraniana que se quedó en la zona más peligrosa de Kherson: su casa fue atacada cuatro veces y quedan 18 personas de todo el barrio
“Tenemos miedo, pero tenemos que quedarnos para ayudar al ejército ucraniano a alcanzar lo antes posible la victoria”, dice Olena, una mujer de 65 años que decidió quedarse en la ciudad liberada, pero casi fantasma
KHERSON.- La línea del frente de esta guerra que está por cumplir un año aquí, en Kherson, ciudad liberada pero aún bajo fuego, es el río Dnieper. Es el otro lado de la orilla de donde se retiraron los rusos en noviembre pasado. Por eso, si antes el río era sinónimo de paseo, diversión y ocio, ahora se ha vuelto el equivalente a una zona de riesgo, una zona prohibida.
Es de allí, desde la otra orilla, donde, a toda hora, como en una lotería que te puede tocar o no -hoy murieron otros tres civiles en esta región-, francotiradores rusos disparan golpes de mortero y artillería sin que haya ninguna sirena que advierta del peligro. Por eso Kherson, pese a ser liberada, debió ser poco después evacuada, convirtiéndose en una ciudad casi fantasma, donde un puñado de valientes, como Olena, resisten al fuego.
Para llegar hasta la casa de esta ucraniana con carácter fuerte y corajudo que vive en una calle paralela al río del barrio de Ostriv (“isla”), el más peligroso de Kherson, donde ya casi no queda nadie, hay que tener chaleco antibala y casco. Y estar acompañado por militares ucranianos: allí está la línea del frente.
Olena, que cumplirá 66 años el 8 de marzo, se negó a dejar su casa, que queda a cinco metros del Dnieper. Está convencida de que alguien tiene que quedarse en Kherson, que no todos pueden irse y que tiene que ayudar. Su casa fue atacada con fuego de artillería cuatro veces. Estuvo tres meses sin agua y ahora tiene electricidad gracias a un generador. Vive sola con cuatro perros porque su marido está en el hospital con neumonía y los demás varones de su familia -su hijo y su nieto- están en el ejército. Y se volvió una de las jefas de este barrio que hoy es sinónimo de muerte, peligro, vértigo, donde los golpes de mortero y artillería son moneda corriente.
“Este era mi patio, acá había plantas lindísimas, solíamos reunirnos con los vecinos, cantábamos canciones ucranianas, tomábamos vodka, hacíamos bromas... y mire cómo está ahora”, dice Olena, que gesticulando muestra el esqueleto de un gazebo y una mesa de jardín y sillas que debían ser de madera, ahora carbonizadas. “El 31 de diciembre los rusos me saludaron con esta bomba”, también afirma, señalando resabios de un cohete que dañó todos los vidrios de otra parte de su casa y el área trasera del jardín. “Tenía la ropa colgada y cuando llegó el ‘bum’, saltó todo por el aire”, evoca.
¿Cuán cerca están los rusos? “Muy cerca”, contesta, mientras justo se oye un estruendo.
Símbolo de resistencia
En el frente de su casa flamea una bandera amarilla y celeste ucraniana. Los drones rusos lo saben. Olena muestra con orgullo otra bandera, rota, desteñida, destruida, que tiene guardada adentro de su casa. Es la que hizo flamear en ese mismo lugar durante la ocupación rusa, que comenzó en Kherson en marzo del año pasado, poco después del comienzo de la invasión, y que terminó en noviembre, en una victoria pírrica del ejército ucraniano porque, aunque se fueron, los rusos siguen estando al acecho, del otro lado del río.
Esa bandera rota, desteñida, es otro reflejo de esa resiliencia extraordinaria que ostentan ante el mundo los ucranianos desde que comenzó la “operación especial” de Vladimir Putin. “No me importaba morir y no iba a ocultar mis sentimientos”, explica Olena que, en otra señal de resistencia, habla en ucraniano y no en ruso, el idioma que solía ser el más utilizado en esta parte del sur de Ucrania, que ahora es mal visto. “¿Cómo puedo hablar el mismo idioma de quienes nos están masacrando?”, se pregunta.
Olena cuenta que durante esos ocho meses de “terrible” ocupación rusa, justamente porque ella, a diferencia de otros, ostentaba su patriotismo ucraniano, fue varias veces interrogada por agentes del FSB, los servicios de inteligencia rusos.
“Cuando venían yo les preguntaba a los rusos: ‘¿ustedes aman a su país?’. Ellos no se esperaban que yo les planteara algo así y hacían como que no me entendían. Y yo insistía: ‘Yo ya tengo 66 años, quiero entender la diferencia que hay entre el amor que yo siento por mi país y el amor que tú sientes por el tuyo. ¿Cuál es la diferencia? ¡Díganmenlo!’. Cuando amas a tu país significa que eres un patriota”, rememora. “¿Y por qué si los ucranianos amamos a nuestro país, nos llaman nazis, nos llaman terroristas?”, pregunta.
Un camino peligroso
Con gorro de lana rojo, tapado de piel venido a menos, Olena cuenta que solo 18 personas se quedaron en su barrio, que es hoy una zona roja. “Los conozco a todos, uno por uno”, asegura, mientras muestra las cajas con ayuda humanitaria que está por ir a repartir a una casa que queda a unas diez cuadras. Allí, once personas han quedado aisladas, viviendo en un lúgubre subsuelo sin nada.
Ir a llevarle las cajas con comida es peligroso. Significa quedar a merced de los francotiradores rusos porque hay que recorrer esa calle, similar a una costanera paralela al río, sin protección alguna, ningún edificio, salvo una arboleda. Significa quedar a merced del fuego enemigo que llega desde la otra orilla.
No importa. Olena tiene que entregar esa ayuda. La acompañamos junto a militares del ejército ucraniano, yendo a toda velocidad. Finalmente vemos el río Dnieper en todo su esplendor y su playa inaccesible, con carteles rojos con una calavera que advierten que hay minas.
Más tarde, por un accidente -el auto de nuestra intérprete rompió su taza de aceite en un badén, por lo que debe ser remolcado-, volvemos a recorrer junto a los militares ese tramo descubierto, ahora aún más expuestos a los francotiradores porque viajamos a una velocidad mucho menor.
Olena no se inmuta, está acostumbrada al peligro.
¿Qué cree que va a pasar ahora, que se está por cumplir el primer aniversario del inicio de la invasión? “La paz no va a llegar pronto”, contesta Olena. “Pero, para no dejarle este desastre a nuestros hijos y nietos, tenemos que seguir combatiendo duro para alejar lo más posible a los rusos”, agrega. ¿No tiene miedo de vivir así, bajo las bombas, a metros del río? “Sí, tengo miedo, tenemos miedo. Pero tenemos que quedarnos para ayudar al ejército ucraniano a alcanzar lo antes posible la victoria”.