El poderío político de los papas, en un declive que lleva siglos
WASHINGTON.-Es difícil precisar el momento exacto en que el papado comenzó a perder su inmenso poder político, que durante siglos puso a la Santa Sede por encima incluso de los reyes y emperadores de Europa. Pero, desde entonces, su poderío declinó hasta el punto de que el ahora renunciante Benedicto XVI acumula escasos logros políticos durante su primado. En la historia de ese declive hay una fecha que se destaca: 2 de diciembre de 1804.
Pocas semanas antes, los votantes franceses habían aprobado por apabullante mayoría un referéndum para elevar el rango de Napoleón Bonaparte de primer cónsul a emperador, principio del fin de la Revolución Francesa. Para su coronación debía procederse a la manera de todos los monarcas católicos, que todavía gobernaban la mayor parte de Europa: se arrodillaría ante el papa, por entonces Pío VII, para recibir la corona y una bendición.
El simbolismo de la coronación reflejaba siglos de tradición política europea, según la cual la Iglesia Católica le otorgaba formalmente a la realeza la bendición divina que se consideraba indispensable para gobernar. La Iglesia, en su poder, a veces había competido abiertamente con esos mismos monarcas.
Pero cuando Napoleón marchó rumbo al altar de la catedral de Notre Dame de París, no se arrodilló frente a Pío VII como lo habían hecho los monarcas franceses hasta entonces. Cuando Pío VII alzó la corona, Napoleón se dio vuelta para mirar a los asistentes sentados en los bancos, tomó la corona de las manos del papa y se la colocó él mismo en la cabeza. En la célebre pintura de Jacques-Louis David que registra ese momento, Pío VII parece retroceder ofuscado, mientras observa cómo Napoleón corona reina a su esposa.
La coronación no terminó por sí sola con la influencia de un pontífice en la política, pero fue un símbolo de esa decadencia, después de siglos de vasta autoridad papal sobre Europa. Tras la caída del Imperio Romano, la Iglesia Católica siguió siendo lo más parecido que tenía Europa a una institución pannacional: la Iglesia tenía legitimidad y apoyo de base, por no hablar de sus inmensos recursos financieros.
A medida que los gobiernos europeos pasaron de ser ciudades-Estado para convertirse en naciones, desarrollaron una especie de relación simbiótica con la Iglesia, a la que recurrían por apoyo y a la que temían cuando respaldaba a monarcas rivales. Pero ni siquiera el papa logró sobreponerse al ascenso de los nacionalismos europeos y de los movimientos revolucionarios de la era moderna, de los cuales Napoleón era sólo un exponente.
Impotencia
Desde entonces, hay muchos ejemplos de la impotencia política del Vaticano, pero uno de los más insoslayables es el escandaloso silencio de Pío XII durante el Holocausto. El debate sobre su relativa inacción al respecto aún despierta pasiones: mientras sus detractores lo acusan de haber pretendido retener alguna presencia católica en Alemania, sus defensores argumentan que prefería la negociación diplomática.
Juan Pablo II, pontífice de 1978 a 2005, pareció crear un nuevo modelo de influencia política. Aunque no utilizaba las tradicionales armas de poder directo del papa, funcionaba como una especie de embajador mundial en nombre de la Iglesia. Su notable gestión como mediador en conflictos, sus presiones sobre los gobiernos no democráticos para que implementaran reformas y su búsqueda por aliviar las tensiones interreligiosas le ganaron un lugar en la historia.
Benedicto XVI, que anunció que renunciaría a fines de este mes, deja tras de sí un legado similar al de muchos papas del siglo XX: fue relevante para los debates teológicos internos de la Iglesia Católica, pero, a diferencia de los papas de antaño, no tuvo un papel destacado en la política mundial.
Quien lo suceda deberá evaluar si desea que el papado se siga ocupando principalmente de la teología interna de la tercera religión más grande del mundo, tal como sucedió con Benedicto XVI, o si intenta recuperar algo del liderazgo global de Juan Pablo II.
De un modo o del otro, la dimisión de Benedicto XVI es una señal palpable de la distancia que separa al papado actual de aquellos días en los que competía a la par de poderosos reyes y emperadores.
Traducción de Jaime Arrambide
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