El poder de Moscú, en la intimidad
Hay un momento del film en el que el actual presidente ruso, por entonces en sus primeros meses de mandato, habla de la imposibilidad de bajarse del auto oficial que lo transporta para tomarse un porrón de cerveza –cosa que le gustaría, tanto como a cualquiera de sus compatriotas– antes de seguir camino. La escena, que parte de una ocurrencia en apariencia espontánea, no tarda en cobrar otra significación.
El caso de la cerveza-que-no, dice Vladímir Putin , funciona como ejemplo elocuente de la responsabilidad que ha asumido, y entonces imagina el momento en que abandone la política y pueda entregarse otra vez a la vida cotidiana. Será entonces –dice–, que habrá de medirse con su gestión: él mismo deberá vivir en el país que les haya dejado a sus hijos. "La vida de los monarcas no me inspira. Lo que uno hace con el Estado y la sociedad, deberá enfrentarlo como ciudadano común cuando ya no esté en el gobierno".
Casi veinte años después del registro de estas imágenes y de estas declaraciones, Putin sigue en el gobierno, consolidado como el líder que más duró al mando de Rusia después de Stalin –una sombra con la que no cualquiera querría validarse–, más poderoso que nunca, percibido en buena parte del mundo como el villano que desvirtuó la democracia naciente y la devolvió a una suerte de nuevo régimen totalitario.
La escena del auto y la cerveza pertenece a Putin’s Witnesses (Los testigos de Putin), hipnótico documental del director Vitaly Mansky que formará parte Festival de Cine Independiente de Buenos Aires –el Bafici – a partir del miércoles próximo. Esta película se complementa de varias maneras con otra ineludible de la programación: Meeting Gorbachev, última obra del fundamental Werner Herzog .
El título del film sobre Putin puede resultar enigmático, pero es explicado en off por el directo: los "testigos" son aquellos que lo vieron subir al poder, que lo acompañaron, acaso con candidez, sin terminar de vislumbrar la escala y temeridad que adquiriría con los años su figura, y que participaron de un modo u otro del "pacto tácito" que significó este acompañamiento, y así quedaron convertidos en sus "cómplices" y hasta, dice, en sus "rehenes".
Mansky, hoy autoexiliado en Latvia, dice todo esto con bastante de mea culpa: él mismo es uno de estos testigos del ascenso de Putin, y de hecho lo que otorga su valor descomunal a la película es que la mayor parte de sus imágenes y sus entrevistas con el presidente ruso fueron grabadas cuando, en calidad de director de documentales de la televisión estatal, asumió la tarea de seguirlo con su cámara para realizar una serie de piezas para la campaña política.
Para muchos, en el Putin que aparece en estas imágenes –de modos tranquilos, algo estólido en sus expresiones emocionales, correcto, que se expresa en defensa de las virtudes de la reciente democracia de su país– no termina de asomar el que creemos conocer hoy. Según Mansky, "sus intenciones ya estaban ahí, pero todavía era como un hombre intentando cortejar a una mujer, que era el pueblo ruso. Estaba tanteando a ver qué podía llevarse".
"Un poco rojo"
El último día de 1999, cuando un Boris Yeltsin de salud muy desmejorada dio su mensaje de despedida a su país, Mansky ya estaba a cargo de los documentales de la cadena televisiva estatal. Uno de los films que se había propuesto hacer, pero el cual no obtuvo los permisos oficiales necesarios, era sobre Gorbachov. "Hacía nueve años que lo habían expulsado de la vida pública, así que era imposible hablar de él en la televisión", recordó Mansky durante una exhibición de Putin’s Witnesses, el año pasado. "Mis jefes me dijeron que teníamos que hacer otra película, dedicada a Yeltsin. Así que la idea para la de Putin empezó como una película sobre Yeltsin, que era a su vez una especie de condición para poder hacer una sobre Gorbachov. Así fue como empezamos a rodarla, y de ese modo accedí a las más altas esferas del gobierno ruso".
Durante los meses de diciembre y enero, cuando el invierno recrudece y la administración entra en receso, Mansky se decidió a indagar en la vida de Putin en funciones y, hasta donde le fue posible, en la intimidad. "Reuní algunas imágenes de personas que lo conocían de toda la vida; estudiantes, maestras, y decidí dárselas a él, como un gesto, sin segundas intenciones". Así, de manera inesperada, lo invitaron a su oficina, y le encargaron una suerte de perfil de "relaciones públicas" del nuevo líder. Pero lo que Mansky no sabía aún era que el truco de la campaña de Putin consistía justamente en hacerles creer a todos que él no necesitaba una campaña, spots televisivos ni grandes promesas que compitieran con las de sus rivales, sino simplemente hablar del país "con honestidad". Una presunta anticampaña que eludía los debates mediáticos y la publicidad, y por eso lo convertía en un auténtico elegido por la voluntad del pueblo. "Hay que entender el contexto histórico en el que ascendió al poder. El país había tenido durante cuatro años un presidente enfermo e ineficaz. Todos esperaban a alguien nuevo, joven. Un líder fuerte y protector que pudiera afrontar la atmósfera de miedo y de peligro de guerra que vivíamos. El miedo fue parte de la expectativa".
Hasta hace siete años, Mansky no había vuelto a pensar en ese material de archivo tan valioso y elocuente que había atesorado. "En 2012, cuando volvió a la presidencia, entendimos que no iba a irse a ninguna parte y que nos habían mentido y engañado. En 2014, cuando comenzó la guerra en Ucrania, supe que tenía que hacer esta película". El sueño de la cerveza ya empezaba a quedar muy lejos.
Entre las secuencias más poderosas de la película están las del día en que Putin es elegido presidente. La cámara sigue el recuento de votos nada menos que en la casa de Yeltsin y registra sus reacciones, que primero son de orgullo ("esta es mi victoria", le dice a su hija cuando Putin supera del 50% de los votos), luego de cierta decepción cuando el "hijo pródigo" no le atiende el teléfono, y en algún momento de fastidio (cuando aparece Gorbachov hablando en TV: "¿cuánto tiempo más tenemos que escucharlo?"). Pero especialmente perturbadora se vuelve la escena en la que aparecen juntos los miembros del equipo de campaña, varios de sus más cercanos "testigos", y Mansky relata el destino infausto que tuvieron varios de ellos: muchos se cruzaron a la oposición, otros fueron "descastados" o se exiliaron; algunos murieron en circunstancias sospechosas, como el ministro de prensa Mikhail Lesin, asesinado en 2015.
Otro momento clave, de esos de los que emerge con violencia un sentido nuevo para todas estas imágenes de archivo, es cuando, en una maniobra aparentemente inesperada, en el primer año de su presidencia, y a pesar de todo su discurso prodemocracia, Putin comienza a restablecer algunos símbolos del caído imperio soviético. El primero es el himno. Mansky le pregunta acerca de los motivos y alcances de esta decisión política que tiene a muchos rascándose la cabeza. El presidente le dice que su propósito es "restablecer el orgullo del pueblo por su pasado" y vencer la vergüenza, y le retruca: "¿Por qué debemos asociarlo con los gulags y no con la gloria del triunfo en la Segunda Guerra Mundial?". Consultado acerca de la restitución del himno soviético, Yeltsin le dice a Mansky, en un visible gesto de decepción ante el rumbo que empezaba a tomar su discípulo: "Es un poco rojo".
El alma rusa
Traidor y traicionado, Yeltsin podría ser el personaje bisagra entre Putin’s Witnesses y Meeting Gorbachev, la película de Herzog (codirigida por André Singer), celebrada en el Festival de Toronto en septiembre último y que en la programación del Bafici funciona como complemento y contrapartida del film de Mansky: no construye un personaje sobre el miedo y la culpa, sino que expresa sin pudor su amor por el hombre que desarticuló sin sangre la Unión Soviética.
El eje central son las tres entrevistas que Mikhail Gorbachov, de 86 años (hoy, 88) y con una salud frágil, le concedió a Herzog. Un encuentro más que los dos que habían programado, según dijo con emoción el propio, vehemente y algo chiflado director de Fitzcarraldo. "Creo que le caí muy bien", dijo, en un tal vez raro gesto de ternura que prolongó declarando su enorme afecto por la figura y la obra política del octavo y último líder de la URSS, el ingeniero de la Perestroika y la Glásnost. "Nos convocó para volver a juntarnos. Sabía que yo no era un periodista, y que al encontrarse conmigo tendría que lidiar con un poeta".
El cineasta alemán, que insiste en que su método documental se basa en la premisa de que "la verdad no reside en los hechos", se encuentra con un entrevistado que no se dejará llevar fácilmente por sus provocaciones. Apenas arrancan sus reportajes, Herzog alude a su propia nacionalidad y le señala a Gorbachov que el primer alemán que conoció fue un hombre que intentó matarlo, pero el exmandatario soviético lo corrige enseguida con firmeza: los primeros alemanes que conoció fueron, dice, una dulce pareja dueña de la tienda de galletitas del paupérrimo pueblo del Cáucaso en el que nació: "Mi impresión en ese entonces era que solo gente muy buena podía hacer unas galletitas tan maravillosas".
A partir de esa escena, en la que Herzog queda inmediatamente en offside frente a su personaje, "a Herzog no le queda otra que abandonar la oscura ironía que tiende a marcar su obra, y abrazar una aproximación más sincera", escribió el crítico David Ehrlich en el influyente sitio IndieWire. El relato sigue la vida del entrevistado de una manera bastante "convencional" –al menos dentro del cuerpo de trabajo del autor de The Wild Blue Yonder y La cueva de los sueños olvidados–, en orden cronológico: cómo conoció a su esposa, Raisa; cómo empezó a escalar en las filas del partido comunista de Nikita Kruschov; cómo, tras la muerte de tres figuras esenciales (Brezhnev, Andropov y Chernenko), en las elecciones de 1985 fue proclamado el Primer Secretario más joven del partido. La película se completa con material de archivo y testimonios significativos, como del expresidente polaco Lech Walesa, quien ofrece un perfil nítido, admirado, pero reflexivo de las fortalezas y debilidades del protagonista del film. De su legado, dice: "El comunismo no puede ser reformado, solo desmantelado". También, del exsecretario del tesoro estadounidense James Baker, quien reflexiona sobre el entendimiento que lograron su jefe Ronald Reagan y Gorbachov en los años finales de la Guerra Fría y lamenta que el progreso que lograron en sus intentos por detener la carrera armamentista se haya truncado.
Por supuesto, la película también se recorre el final de la carrera de Gorbachov, cuando, tras el intento de golpe en agosto de 1991, renunció a su cargo y fue sucedido al frente de la Federación Rusa por Boris Yeltsin, el hombre a quien había apoyado y que ahora lo traicionaba: "Probablemente fui demasiado liberal o democrático con él", le dice Gorbachov a Herzog; "debería haberlo mandado como embajador a Gran Bretaña o a una excolonia británica".
Según Herzog: "Gorbachov tiene esta soledad existencial que es más profunda que nada que yo haya visto en mi vida. Por supuesto que hoy es una especie de icono en Occidente, pero al mismo tiempo, está demonizado por muchos en su propio país", declaró durante las primeras presentaciones de su film. Y en la notas de prensa, agrega: "Los siete años que gobernó la URSS fueron algunos de más importantes de la historia del siglo XX. Nuestro acceso único al hombre que estuvo en el centro de ese cataclismo en el que Europa y buena parte del resto del mundo cambiaron para siempre, nos revela la historia íntima de qué fue lo que pasó hace treinta años y cuál su impacto en el mundo de hoy. Con su ayuda, podemos reexaminar, bajo una nueva luz, cuáles fueron las fuerzas de la historia que llevaron a la espectacular caída de uno de los imperios más poderosos del mundo".
Luego aflora el espíritu herzogiano, apasionado: "Uno encuentra la manifestación del alma rusa en Gorbachov. No fue, como dicen tantos, el traidor que disolvió la Unión Soviética, sino quien hizo posible la reunificación alemana, sin sangre. Y lo amo por eso".
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