En Brasil, el peor accidente radioactivo fuera de una central nuclear: “Era un polvillo azul que brillaba en la oscuridad”
En 1987 unos recolectores urbanos destrozaron un aparato radiológico en Goiania, en el centro de Brasil, y provocaron un desastre
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Era septiembre de 1987 cuando su hermano le contó a Odesson Ferreira que unos recolectores urbanos habían traído a su galpón de chatarrería en Goiania, centro de Brasil, una pequeña cápsula con un material de una belleza increíble en su interior. “Me dijo que era un polvillo azul que brillaba en la oscuridad y hasta pensaba usarlo para fabricarle un anillo a su esposa”, recordó Ferreira en diálogo con LA NACION.
Movido por la curiosidad, Ferreira fue al negocio de Devair, su hermano, vio el material, lo tocó levemente con ambas manos pero, quizás como era la tarde y aún había resplandor del día, no le llamó demasiado la atención. “El contacto duró menos de un minuto, era brillante pero no vi nada en particular. Y en los días siguientes, seguí trabajando normalmente como chofer de camiones, hasta que una semana después una enorme ampolla se desarrolló en la palma de mi mano izquierda y en mi dedo índice y pulgar derecho”. Simultáneamente, Ferreira se enteró de que una de sus sobrinas, Leide, de 6 años, -hija de su otro hermano, Ivo- había estado jugando con el curioso polvillo que había llevado el tío chatarrero a su casa. Incluso la pequeña se lo había untado por todo el cuerpo, fascinada con la luz que su piel irradiaba de noche, y hasta lo había ingerido al tocar los alimentos con su mano impregnada del material. Para cuando Ferreira tuvo sus primeros síntomas en las manos, Leide ya había empezado con vómitos, hemorragias, y su boca se había puesto color púrpura. Los síntomas extraños se extendían entre familiares y vecinos.
Sin saberlo hasta varias semanas después, en ese mes de septiembre de 1987 los Ferreira se habían convertido en las primeras víctimas del peor accidente radioactivo ocurrido en el mundo fuera de una central nuclear. El polvillo azul era Cesio 137, un poderoso elemento que también el año anterior había sido uno de los materiales lanzados a la atmósfera durante la catástrofe de Chernobyl en Ucrania.
Por culpa de la curiosidad y la ignorancia, el polvillo se extendió entre los vecinos y en toda la ciudad. Recién diez días después de la llegada del elemento a la casa de los Ferreira, preocupada por los síntomas de Leide, el 28 de septiembre de 1987 Gabriela Maria Ferreira, esposa del chatarrero y tía de la pequeña, puso el ya sospechoso material en una bolsa de plástico, tomó un ómnibus, y viajó hacia el hospital durante 15 minutos en un transporte lleno de pasajeros con su paquete que iba emitiendo radiación al interior del vehículo.
Ya en el hospital, el médico Paulo Roberto Monteiro fue la primera persona que sospechó que era un elemento peligroso, dejó la bolsa aislada sobre una silla y se inició la reconstrucción de cómo ese material había terminado convirtiéndose en un letal objeto de entretenimiento para toda una ciudad.
El llamado Accidente Radiológico de Goiania -clasificado como de Nivel 5, en una escala internacional donde el máximo de 7 fue aplicado a Chernobyl y Fukushima- comenzó a gestarse dos años antes, con el cierre del Instituto Goiano de Radiología (IGR), y una disputa legal sin resolver sobre quiénes debían hacerse cargo del desguace del edificio donde quedaron abandonados numerosos equipos radiológicos. Entre los recolectores urbanos se corrió rápidamente la voz de que en el lugar había equipamiento de gran valor. Y el 13 de septiembre de 1987 los jóvenes Roberto dos Santos Alves, de 22 años, y Wagner Mota Pereira, de 19 años entraron al edificio abandonado, desarmaron uno de los equipos, y con una carretilla trasladaron un cilindro que pesaba 120 kilos.
“Inicialmente llevaron el cilindro a la casa de Roberto, a unos 600 metros de distancia. Allí rompieron el artefacto hasta llegar a la cápsula que contenía Cesio 137. Y cinco días más tarde vendieron algunas partes a mi hermano Devair, pero también a otras personas, extendiendo la contaminación por toda la ciudad”, recordó Ferreira.
Para João Barros Magalhães, de la Asociación de Contaminados, Irradiados y Expuestos al Cesio 137 (Aciec) “el número total de víctimas es imposible de calcular”, más allá de la cifra oficial de cinco muertos (el chatarrero Devair y su esposa, su sobrina Leide, y dos técnicos que trabajaron en las tareas de remoción de los desechos radiactivos). Luego están los que fallecieron a lo largo de los años, quienes sufrieron amputaciones, como Ferreira y los dos recolectores urbanos, y diferentes tipos de cáncer años más tarde. En total son más de 1200 las personas que reciben algún tipo de subsidio por las consecuencias del accidente, incluyendo las que se contaminaron al enterrar luego los desechos radiactivos.
“Aunque las consecuencias del cesio se extienden por varias generaciones, hoy estamos olvidados y abandonados por las autoridades”, dijo Barros Magalhães a LA NACION. Los estudios muestran que, según el grado de exposición y la depuración que realiza el propio organismo, las personas que han estado en contacto con el Cesio 137 pueden seguir contaminando objetos y personas hasta varias décadas después. De hecho, los fallecidos fueron enterrados en ataúdes forrados de gruesas capas de plomo que pesaban más de 600 kilos cada uno.
Fue así como Ferreira optó por un cambio rotundo de vida. A sus 66 años, vive en pleno campo a 200 kilómetros de Goiania y se dedica a la cría de animales. “Lo ocurrido en Goiania es consecuencia de la irresponsabilidad del gobierno estatal, de la Comisión Nacional de Energía Nuclear, CNEN, y de los dueños del instituto IGR. Pero las normas de control sobre materiales letalmente peligrosos para la población, siguen siendo hoy iguales que en 1987. No hemos aprendido nada. Y tampoco nada impide que un accidente así vuelva a suceder”, concluyó.
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