A pesar del triunfo de Anthony Albanese en las elecciones, los aires no son de esperanza en el país oceánico, sino que hay una preocupación y desesperanza causados por una serie de factores
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Australia se siente en este momento más bien como un país ansioso. Atrás quedó el fanfarroneo económico producto de casi 30 años sin caer en una recesión. En las campañas electorales para los comicios del sábado 21 de mayo un gran ausente fue el tipo de esperanza y expectativa que se supone que generan. En cambio, es posible detectar una sensación generalizada de nerviosismo de que el segundo cuarto del siglo XXI podría ser menos alegre para los australianos que el primero.
Los australianos enfrentan una crisis del costo de vida, exacerbada por la primera subida de las tasas de interés desde noviembre de 2010. Se cree que casi el 40% de los propietarios de viviendas experimentan estrés hipotecario. Los precios de las propiedades, que sirven casi como un indicador del bienestar nacional, se están estabilizando y, en algunos lugares, están cayendo.
Pero aunque el auge inmobiliario ha disminuido, las viviendas siguen siendo inaccesibles para los australianos más jóvenes, especialmente. Las mejoras en el hogar -hacer renovaciones es casi un pasatiempo nacional- se están volviendo prohibitivamente costosas debido al aumento vertiginoso de las materias primas.
Agregale a eso la emergencia climática, evidente en los desastres naturales que solían ocurrir una vez cada siglo y ahora, cada pocos años, o en algunas comunidades, como Lismore, Nueva Gales del Sur, cada pocos meses.
Durante mi primera etapa en Australia hace ocho años, llegué a considerar a este país como la primera superpotencia del mundo en términos de estilo de vida. Pero el calentamiento global por sí solo está poniendo ese estatus en peligro. Con la amenaza constante de la pandemia, que tuvo un efecto fragmentador en Australia, lo que era una mancomunidad de estados y territorios que se volvieron más como silos.
La gente está exhausta. La lenta implementación de la vacuna y la falta de disponibilidad de pruebas rápidas de antígenos durante el brote de ómicron socavaron la fe en el Gobierno.
Luego está la problemática relación con China, el mayor socio comercial del país, que no sólo representa una amenaza económica sino también un dilema de seguridad nacional. Poco más de ocho meses después de que el establecimiento de la política exterior australiana entrara en paroxismos orgásmicos de alegría por el acuerdo nuclear de Aukus firmado con EE.UU. y Reino Unido, tuvo un momento de pánico por el acuerdo de seguridad de Beijing con las Islas Salomón.
El acuerdo, resistido ferozmente tanto por Canberra como por Washington, plantea el espectro de una presencia militar china en el “patio trasero” de Australia. La guerra en Ucrania, e incluso un verano austral inusualmente gris y húmedo y el principio del otoño han contribuido a un estado de desánimo nacional.
“Brutalidad” política
Las cosas no están bien. Las cosas no están resueltas. Hay una persistente sensación de malestar. Australia ya no se siente como el “país afortunado”, como lo describió el intelectual público Donald Horne a mediados de la década de 1960 cuando, en su polémico libro, señaló: “Australia es un país afortunado dirigido principalmente por personas de segunda categoría”.
Si estuviera vivo hoy, observando lo que fue ampliamente considerado como una campaña deprimente, tal vez Horne sacaría la misma conclusión. Una de las razones por las que su libro sigue siendo tan relevante es porque sus palabras se han mantenido tan reverberantes.
Podría decirse que Australia está pagando el precio de la brutalidad de su política en el transcurso de los últimos 15 años. La cultura golpista de Canberra acabó con dos de los primeros ministros recientes más sustantivos del país, Kevin Rudd, del Partido Laborista, y Malcolm Turnbull, del Partido Liberal. Julia Gillard, su primera primera ministra, tampoco duró mucho.
Una queja frecuente que escuchas de los votantes es que un país de 26 millones de habitantes debería producir una alternativa mejor que el primer ministro Scott Morrison o el líder laborista Anthony Albanese.
Existe la sensación de que la mejor opción es “ninguno de los anteriores” en estos comicios. Eso explica en parte el surgimiento de las llamadas “independientes verde azulado”, un grupo de candidatas que desafían a los parlamentarios liberales en lo que normalmente son escaños conservadores muy seguros.
El término proviene del color de los folletos y carteles que usan muchas de estas candidatas, y mi suburbio de Sydney está repleto de ellos. Tal vez seremos testigos de una marea verde azulada.
Dado que muchos votantes buscan activamente opciones alternativas, esta elección también podría producir el nivel más bajo de apoyo para los dos partidos principales desde la guerra. Fue una campaña rudimentaria de seis semanas, marcada más por sus sombras que por sus luces.
El segundo debate de líderes fue un feo festival de gritos. Los medios de comunicación se enfrentaron a críticas por seguir a menudo una línea de interrogatorio capcioso. El hecho de que Anthony Albanese no pudiera citar la tasa de desempleo el primer día de la campaña dominó toda la primera semana y marcó la pauta para las conferencias de prensa a lo largo de la campaña.
Para algunos votantes, es un escrutinio legítimo de los medios. Para otros, una persecución trivial que aturde la mente. Las grandes ideas y las narrativas amplias fueron escasas.
Sorprendentemente se habló poco de una agenda de reconstrucción posterior a la pandemia. Tras la fractura de Australia durante el covid, cuando algunos estados como Australia Occidental actuaron más como países independientes, no ha habido ningún llamado a la reunificación nacional.
En cambio, el partidismo negativo ha sido un tema recurrente: los líderes a menudo dedican más tiempo a atacar a sus oponentes que a promover sus propias ideas. En parte debido al salvajismo de la política de Canberra, el sistema australiano se volvió mejor en producir líderes de oposición efectivos que primeros ministros efectivos.
En resumen, los líderes políticos de una nación de narradores naturales aparentemente han perdido la capacidad de presentar una narrativa nacional estimulante, una visión del futuro de Australia. Esta campaña electoral estuvo marcada más por la ansiedad que por la ambición.
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