El país impensado, la potencia agotada
En las horas y días siguientes a esa soleada mañana de septiembre, todas las profecías preveían más atentados en Estados Unidos. Serían ataques tan letales como lo había sido la ofensiva terrorista que, ese mismo martes, había pulverizado la sensación de invulnerabilidad construida, poco a poco, década tras década, después del bombardeo de Pearl Harbor.
Ya en el mediodía del 11 de septiembre de 2001, el mañana se insinuaba oscuro, angustiante. Pero esos atentados de violencia inimaginable nunca llegaron. Y, sin embargo, diez años después, Estados Unidos es -sí- un país que entonces parecía impensable.
Pocos habrían dado crédito, ese día, a la posibilidad de que, finalmente y luego de siglos de racismo, un presidente negro encabezara, en Nueva York, los actos de conmemoración del décimo aniversario del peor atentado de la historia de la humanidad.
Muchos menos incluso habrían creído que ese mandatario conduciría hoy una potencia consumida por dos guerras que parecían fáciles de ganar, desgastada por los antagonismos políticos, acechada por una China rejuvenecida y jaqueada por un desempleo obstinado, una pobreza creciente y la amenaza de la quiebra inminente.
Los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono encontraron a la todopoderosa economía en recesión.
Pero lejos estaban los números de esa corta crisis de 2001 de llenar de pesimismo a los norteamericanos como sí lo hacen hoy las cifras y los coletazos de la gran recesión que se gestó silenciosamente mientras el país se ocupaba de sus guerras.
En 2001, el desempleo era de 4,7%; ahora es de 9,1%. La pobreza era de 11%; hoy es de 14,3%. Quince millones de norteamericanos comían gracias a los cupones de alimentos del gobierno; en la actualidad, lo hacen 41,8 millones. Y ningún plan -no importa su impronta ideológica- parece ser suficiente para reducir unos u otros números, menos aún para reanimar el moribundo "sueño americano".
Esa impotencia no es sólo económica; es, cada vez más, política.
Un sueño del siglo XVIII
Si esta debacle económica era casi inconcebible en 2001, el deterioro de la política norteamericana no lo era tanto, a pesar de que las muestras de paz bipartidista posteriores a ese martes sugirieran lo contrario.
En 2000, la disputa legal por los votos de Florida había sido ya un aviso de que el sistema no eran ni tan virtuoso ni tan efectivo como los padres fundadores habían soñado en el siglo XVIII.
Aunque ya golpeada, en 2008, la política -o, más bien, el cansancio con cómo se la había practicado hasta entonces- sí pudo darle a Estados Unidos una de sus mayores sorpresas: el triunfo de Barack Obama. Al despuntar la década pasada, semejante hito era tan insospechado como lo es hoy que el Partido Comunista convoque a los chinos a elegir su presidente en comicios abiertos.
Pero el entusiasmo por la elección del primer presidente negro fue pasajero; la mordacidad tardó sólo meses en apoderarse de nuevo de la política. Hace unos meses, la crispación puso a Estados Unidos al borde del default durante la discusión por el tope de la deuda. El debate, dominado por los populismos de ambos partidos, fue propio de esas repúblicas bananeras que los norteamericanos suelen despreciar.
La pérdida de eficacia
Tampoco la diplomacia y el poder global norteamericanos están exentos de esa pérdida de eficacia, de esa impotencia que hace una década parecían inimaginables.
Estados Unidos comenzó el milenio como la única nación que podía ejercer su influencia en cada rincón del planeta. Con la certeza de saberse el más fuerte, con dolor y ánimo de revancha, y con la espontánea solidaridad de un mundo horrorizado por los atentados, el país se lanzó, ese 11 de Septiembre, a cambiar parte de Medio Oriente y de Asia.
El gobierno de George W. Bush emprendió su primera guerra en Afganistán, contra los talibanes y Al-Qaeda. Un año y medio más tarde, el escenario fue Irak, y el objetivo, Saddam Hussein. La misión no era sólo deshacerse de los enemigos, sino además llevar la democracia a una región demasiado acostumbrada a las dictaduras y a los fundamentalismos.
Pocos se habrían entonces aventurado a predecir que, diez años después, la megapotencia apenas habría alcanzado su cometido. Menos aún habrían creído que cientos de miles de jóvenes árabes, impulsados por la muerte de un vendedor ambulante tunecino, sí lograron lo que Estados Unidos no pudo con sus ofensivas bélicas y diplomáticas: desplazar a dictadores árabes y rociar la región con ansias de libertad.
Tanta guerra sí dejó algo que, al terminar 2001, se antojaba imaginable y hasta deseable para los norteamericanos: la muerte de Osama ben Laden. Sólo que cumplir con ese objetivo le tomó a Estados Unidos casi diez años.
Al (hasta mayo pasado) escurridizo jefe de Al-Qaeda, tal vez, le haya gustado adjudicarse el "logro" de haber inaugurado el tramo final de la "era norteamericana".
Esa era buscaba prolongarse otro siglo más cuando cuatro aviones y 19 terroristas atacaron a Estados Unidos y paralizaron al resto del mundo esa mañana de septiembre de 2001.
Pero fueron, más bien, las decisiones y obsesiones internacionales, las desatenciones y enemistades internas que le siguieron las que transformaron a Estados Unidos en un país impensable hace diez años, en una potencia agotada hoy.