Encontró su origen en el desafortunado naufragio de la Santa María y fue erigido con su madera; un fuerte improvisado que no llegó a durar un año y aún así desveló a arqueólogos y científicos
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Todos se fueron a dormir y dejaron el barco a cargo de un grumete. ¿Qué podía salir mal?
Era la Nochebuena de 1492. Cristóbal Colón y sus tres naves habían llegado ya al Caribe, y habían recorrido algunas de sus islas. A bordo de la Santa María, frente a la costa norte de La Española, el almirante se fue pronto a descansar, ya que al amanecer del día siguiente tenía previsto entrevistarse con un cacique local, Guacanagarí.
Posiblemente sonaron los cuatro dobles de campana que anunciaban la medianoche, acompañados del tradicional “¡Buena es la que va, mejor es la que viene!” El mar estaba en calma.
Nadie escuchó los signos de que la embarcación se acercaba a un banco de arena hasta que fue demasiado tarde.
La Santa María encalló sin remedio y este desafortunado naufragio dio origen al primer asentamiento europeo en América.
Arqueólogos y científicos de todo el mundo han buscado durante décadas los restos de ese fuerte que se construyó con la madera de la Santa María, y que no llegó a durar un año. Su cruento final, en el que ninguno de sus hombres sobrevivió y algunos incluso fueron crucificados, sigue siendo hoy un misterio.
El naufragio
Pero volvamos al momento en el que la nao -la Santa María era una nao, mientras que la Pinta y la Niña eran carabelas- tocó fondo frente a las costas de lo que hoy es Haití.
Aquella era una noche de luna llena. Los gritos del grumete despertaron a la tripulación, muchos de los cuales intentaron huir en una barca hacia la Niña.
Colón ordenó que se serraran los mástiles y que se sacara de la nao todo lo que se pudiera para aligerarla de peso e intentar desencallarla.
Pero aquella era la mayor marea del año, por lo que el almirante supo rápidamente que la nave no se salvaría, ya que el agua no volvería a subir tanto. Colón mandó entonces a su hombre confianza, el alguacil de la Armada Diego de Arana, en busca de ayuda al poblado de Guacanagarí, que se encontraba a unos siete kilómetros.
Guacanagarí era uno de los cinco caciques taínos de La Española que envió, según los diarios de Colón, “muchas y muy grandes canoas con mucha gente para descargar todo lo de la nao”.
Pese a que lo lógico, después de la tremenda negligencia, habría sido que Cristóbal Colón hubiera ordenado colgar de una verga al maestre y al marinero que abandonó la guardia, según argumenta la historiadora María Luisa Cazorla Poza en su tesis doctoral “La nao Santa María, el naufragio que cambió la Historia”, Colón tornó la desgracia en una oportunidad: la de establecer un primer asentamiento en lo que él aún no sabía que era el Nuevo Mundo.
El naufragio también dio pie a la primera alianza entre españoles e indígenas.
Dos días antes de encallar, Colón había enviado a un grupo de hombres a hablar con Guacanagarí, que dominaba el cacicazgo de Merién, y estos le habían traído noticias alentadoras.
En sus encuentros con los nativos, los europeos habían visto adornos y abalorios de oro, y el almirante pensó que, aunque la creación de un asentamiento no figuraba en las capitulaciones (los documentos que los Reyes Católicos acordaron con Cristóbal Colón para el reparto de los beneficios que aportara la expedición), establecer un fuerte podría ser útil para los viajes de la corona.
Los que se quedaron
Además, los hombres que llegaron en tres embarcaciones no podían volver en dos: algunos iban a tener que quedarse.
Colón decidió entonces construir una fortificación que los alojara hasta que pudieran volver al año siguiente en un segundo viaje. A este asentamiento le pondría de nombre La Navidad, en memoria de la fecha del accidente.
Para su construcción se utilizó la madera de roble, los clavos y todo lo que se pudiera aprovechar de la Santa María, inservible ya en su tumba del arrecife, además de materiales de la zona.
Este fuerte tenía, según los propios diarios de Colón, “una torre y fortaleza, todo, muy bien, y una gran cava”.
En pocos días, los marineros desbrozaron la zona y cavaron un foso que delimitaría el asentamiento, donde levantaron una torre fortificada y unas cabañas para acoger a los hombres.
Los españoles serían vecinos del pueblo de Guacanagarí, que Colón menciona en sus diarios que podía tener unos 2.000 habitantes.
Los taínos protegerían a los españoles y estos, a su vez, defenderían a los indígenas de sus grandes rivales en la isla, los habitantes del Cibao, una zona del interior de La Española. Estos era caníbales y tenían como líder al temible Caonabo, esposo de la famosa princesa Anacaona.
Colón dejó entonces a 39 hombres bajo el mando de Diego de Arana, quien ejercería de gobernador del fuerte. Como suplentes quedarían Pedro Gutiérrez y Rodrigo Escobedo. Su misión sería buscar oro y, según el pacto alcanzado con Guacanagarí, proteger a sus anfitriones de los caníbales.
Muchos se quedaron por voluntad propia, motivados por la promesa de obtener riquezas y por las recompensas que podrían llegar a obtener de los Reyes Católicos. Entre ellos estaban los especialistas del barco, como el carpintero, el herrero, el calafate o el físico, como se llamaba entonces a los médicos clínicos y barberos cirujanos que iban en los navíos.
El almirante partió de regreso a España en la Niña el 4 de enero de 1493.
Tras ser recibido con honores por los Reyes de Castilla y Aragón, el almirante recibió el encargo de realizar un segundo viaje, este ya de colonización de esos nuevos territorios de Las Indias que había descubierto.
El segundo viaje de Colón
Cristóbal Colón se puso entonces al frente de una flota de 17 barcos, 5 naos y 12 carabelas, con unas 1.500 personas a bordo que cruzaron el Atlántico y arribaron a La Española después de realizar todo el arco de las Antillas Menores.
El panorama que encontraron allí fue desolador.
El 25 de noviembre Colón envió una barca a tierra para establecer el primer contacto. Los marineros encontraron los cadáveres de dos hombres, uno más joven que el otro, con una soga atada al cuello y los brazos extendidos en unos maderos en forma de cruz, aunque no lograron saber si formaban parte de los marinos de la Santa María que se habían quedado en La Navidad.
Al día siguiente encontraron otros dos muertos más crucificados, y esta vez ya no tuvieron dudas: los cadáveres tenían barba, y los taínos era barbilampiños.
Los cañonazos que se disparaban desde las embarcaciones a modo de saludo no obtenían respuesta desde el fuerte. Algo olía mal.
Por fin, el 28 de noviembre, los primeros hombres llegaron al asentamiento y se encontraron con una estampa de terror. Todos los hombres estaban muertos, en su mayoría desfigurados, y el fuerte había sido incendiado, según relata Virginia Martín Jiménez en “El primer asentamiento castellano en América: el fuerte de Navidad”.
No había rastro de oro y, lo que es peor, era posible que se hubieran ganado un nuevo enemigo porque los taínos con los que se encontraron les contaron que los españoles habían desobedecido las órdenes que les había dejado el almirante, y se habían mostrados irrespetuosos tanto con sus mujeres como con sus propiedades.
Las hipótesis
¿Quién había matado a los españoles? ¿Habían sido los de Guacanagarí? ¿Se mataron entre ellos? ¿O fueron los caníbales de Caonabo?
Colón se entrevistó entonces con Guacanagarí, que estaba convaleciente, según dijo, de un ataque de los caníbales en el que estos habían matado también a los españoles. El almirante no pareció muy convencido, y pidió al doctor que lo acompañaba, Diego Álvarez Chanca, que le examinase las heridas.
Al médico le pareció que el cacique estaba fingiendo, y algunos de los marinos aconsejaron al almirante que vengara las muertes de los españoles.
Cristóbal Colón, sin embargo, sopesó la situación. Fingió creer a Guacanagarí, que le pedía que atacara a su archienemigo Caonabo, pero creyó en el fondo que los habitantes de La Navidad murieron por su mal comportamiento y, posiblemente, asesinados por los taínos para forzar un ataque contra los caníbales.
Años más tarde, fray Bartolomé de las Casas relató con el testimonio de algunos testigos presenciales que, después de partir la Niña, “comenzaron (los españoles) entre sí a reñir e tener pendencias, y acuchillarse, y tomar cada uno las mujeres que quería y el oro que podía haber, y apartarse unos de otros”, según contó en “Historia general de las Indias”.
Algunos huyeron con las mujeres, según este relato, hacia el territorio de Caonabo, donde encontraron la muerte. El líder caníbal se dirigió entonces a la fortaleza con muchos hombres, le prendió fuego y mató a los que quedaban.
Fuera Caonabo, Guacanagarí o los propios españoles, Colón decidió actuar con pragmatismo y no vengar sus muertes. La Española estaba llena de oportunidades, y su objetivo era fundar un asentamiento más estable.
El 6 de enero fundó “La Isabela”, en honor a la reina castellana, que se convirtió en la primera ciudad española en América.
Por Paula Rosas
BBC MundoTemas
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