Hay en el mundo muchas historias dramáticas. La mayor parte de ellas son anónimas o íntimas y no llegan a los medios de comunicación. Entre las que toman estado púbico, solo algunas concitan verdadero interés. Y de vez en cuando, nadie sabe exactamente por qué, una de ellas es vivida como si fuera de todos.
Eso fue lo que pasó con la historia de los doce chicos tailandeses, integrantes de un equipo de fútbol, que quedaron atrapados durante casi dos semanas en el interior de una cueva junto a su entrenador en la zona montañosa de su país. Rescatar con vida a esos chicos de entre 11 y 16 años fue una causa que, de una forma u otra, abrazó el mundo entero.
Se sabía que estaban allí, en las profundidades de esa boca oscura, pues las bicicletas con las que se trasladaban hasta la cancha donde debían jugar un partido fueron halladas en la entrada de la cueva. Se sabía que entre ellos y el exterior, entre la vida y la muerte, se interponía el agua con que las lluvias incesantes habían anegado la caverna. Se sabía que una vez dentro, impedidos de volver sobre sus pasos, el agua, que se filtraba por las rocas, los había obligado a escapar hacia el corazón de la montaña, hasta una pequeña elevación rodeada por la crecida. Lo que no se sabía era cómo sacarlos con vida antes de que se acabaran las pocas provisiones que tenían.
Adentro, el silencio y las tinieblas. Afuera, la carrera contra el reloj. El operativo de rescate debía superar desafíos inéditos. Participaron en él casi cien buzos tailandeses e internacionales (uno de ellos perdió la vida en la faena), un experto holandés en sistemas de drenaje, cientos de bombas de extracción de agua y millones de personas que desde distintas partes del globo seguían las alternativas del plan con la respiración entrecortada, aferrados a una esperanza improbable.
Primero, se tendió una cuerda guía de cuatro kilómetros que unía la boca de la cueva con el montículo en el que se habían refugiado los chicos. En buena parte del trayecto era posible hacer pie, pero había galerías completamente anegadas, algunas muy estrechas. Cada chico, munido de máscara respiratoria y tanque de oxígeno, fue sacado por dos buzos. La última de las tres jornadas de rescate se cumplió con éxito, y el 10 de julio el mundo celebró: los 12 jugadores de los Jabalíes Salvajes habían dejado la cueva sanos y salvos. Lo mismo su entrenador, el último en salir, que tras la imprudencia de exponer a sus pequeños jugadores a semejante riesgo resultó fundamental para sostener el espíritu del grupo durante los días de aislamiento: además de darle a los chicos su ración de comida y agua, les enseñó a meditar y a conservar la mayor cantidad de energía posible.
Cuatro meses después del operativo rescate los jóvenes futbolistas visitaron la Argentina como invitados especiales de los Juegos Olímpicos. "No queremos ser famosos, queremos jugar al fútbol", decían.
A falta de una palabra mejor, la historia fue calificada de milagro. Acaso lo mismo faltó en el desenlace de otra de las historias que más nos conmovieron este año: la de los 44 marineros que quedaron atrapados en las profundidades del mar.
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