El mayor desafío de Carlos III será cerrar las fisuras que amenazan con desintegrar al Reino Unido
Las pulsiones separatistas se sienten tanto en el Commonwealth como en las naciones de las islas británicas
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LONDRES – “Ningún hombre es una isla”, escribió alguna vez el poeta inglés John Donne (1572-1631). Esa afirmación fue contradicha, sin embargo, por su propio país natal que, a comienzos de los años 1920, reinaba sobre un cuarto de las tierras del globo: una primicia en la historia de la humanidad. Un siglo más tarde, el imperio volvió a ser una isla cuando decidió separarse de la Unión Europea, mientras nuevas fracturas aparecen cada día. Brexit, independencia escocesa, reunificación irlandesa, emancipación de naciones del Commonwealth… La llegada al trono del rey Carlos III se produce en un contexto de crisis política, económica e internacional en la cual mantener la unidad del reino será uno de sus grandes desafíos.
Durante 70 años, su madre, Isabel II, actuó como pivote esencial entre los Estados que formaban antes de la guerra el inmenso imperio británico. Sus numerosos viajes a través del Commonwealth fueron una forma de alimentar un sentimiento de proximidad cultural e histórico entre territorios diversos.
“Es verdad que la reina supo encarnar en forma magistral la unidad de la corona. Era su gran fuerza, a la vez en el Reino Unido y en el Commonwealth. Ese es el gran desafío de Carlos III”, señala Pauline Schnapper, profesora de Civilización Británica en la universidad Sorbonne Nouvelle.
¿Se animará el nuevo monarca a asumir un rol diplomático más enérgico ante la real amenaza de ruptura que existe en el seno del Reino Unido?
“Podría hacerlo en forma discreta, sin duda. Pero será difícil utilizarlo como arma diplomática sin comprometerlo en una batalla política que, ni la diplomacia inglesa, ni la corte verían con agrado”, agrega Schnapper.
En todo caso, Carlos III de Inglaterra es consciente de hacer frente no solo a la sublevación de sus súbditos de ultramar, sino también a los temblores de tierra que agitan a las otras tres naciones que componen en Reino Unido: Escocia, Ulster (Irlanda del Norte) y Gales.
El año pasado, un puñado de diputados quebequenses se negó a prestar juramento de fidelidad al soberano, jefe de Estado de Canadá, como lo impone la Constitución de ese país a todos los representantes electos, tanto a nivel federal como provincial. Poco después, por 266 votos contra 44, los diputados canadienses rechazaron mayoritariamente una moción de sus homólogos de Quebec que pretendían cortar los lazos con la monarquía británica. Pero el debate reaparece también regularmente en Australia o en Nueva Zelanda. Y, en el Caribe, las veleidades de emancipación se extienden como una mancha de aceite.
Habitualmente autoproclamado como “una familia de naciones”, el Commonwealth agrupa hoy 56 Estados “independientes e iguales”, con una población total de unos 2500 millones de habitantes. Es decir, un tercio de la humanidad. También cuenta con varias economías de primer orden, así como países en vías de desarrollo y 32 miembros que son pequeños Estados, generalmente islas.
El Commonwealth tuvo su origen en las Conferencias Imperiales de fines de siglo XIX y comienzos del XX. En 1926, Gran Bretaña y otros seis países (Australia, Canadá, Irlanda, Terranova, Nueva Zelanda y Sudáfrica) se convirtieron en socios igualitarios de una comunidad en el seno del Imperio británico. Cuando Isabel II llegó al trono, en 1952, sus miembros eran nueve. El moderno Commonwealth nació después de la Segunda Guerra Mundial.
Hoy, Carlos III es el monarca de 15 “reinos” (entre ellos Australia, Nueva Zelanda, Canadá y una docena de países caribeños) entre los 56 países de la organización. Pero la tendencia a la independencia se extiende.
Hace un año, siendo aún príncipe heredero, asistió al arriado del estandarte real en Barbados. La pequeña isla, independiente del Reino Unido desde 1966, se convirtió en república. Pero no fue la primera, otras tierras caribeñas ya habían dado el mismo paso en los años 1970: Guyana en 1970, Trinidad y Tobago en 1976 y Dominica en 1978. En el océano Indico, la isla Mauricio se emancipó en 1992.
Pero la ruptura de Barbados podría provocar un efecto dominó. Pocos días antes de la muerte de Isabel II, el primer ministro de Antigua y Barbuda declaró que la cuestión sería objeto de un referendo “probablemente en los próximos tres años”. También Jamaica pretende acelerar el proyecto “inevitable” de convertirse en república, apoyado por 56% de la población. En la pasada primavera boreal, una gira del príncipe Guillermo y su esposa Kate por Jamaica y Bahamas se vio perturbada por grupos de manifestantes que les exigían pedir perdón por el pasado esclavista del Reino Unido.
Deseos de emancipación interna
Tras cuatro siglos de existencia, el Reino Unido que Carlos acaba de heredar vive una crisis tan profunda que ciertos observadores no dudan en predecir su fin. Después del referéndum sobre el Brexit, aprobado en junio de 2016 por una corta mayoría de ingleses y galeses, pero rechazado al 62% en Escocia y 55% en Irlanda del Norte, la aspiración de emanciparse de Londres progresa sensiblemente en esas dos naciones.
En Escocia, a pesar del fracaso del referéndum de independencia organizado en 2014, los nacionalistas del Scottish National Party (SNP) reclaman oficialmente la organización de una nueva compulsa, ignorando la necesaria autorización del gobierno británico. Y en Irlanda del Norte, donde una neta mayoría protestante cimentó durante mucho tiempo la unión con la corona, las certezas vacilan. Los católicos son ahora mayoritarios en ese territorio cercenado de su nación original desde hace un siglo, a fin de conjurar esa perspectiva. La interminable disputa sobre el posible restablecimiento de una frontera aduanera en el corazón de la isla después del Brexit, despertó el espectro de las tensiones. Tanto, que un creciente número de norirlandeses ya mira hacia Dublín con mucha más atención que en dirección de Londres.
Por su parte, los nacionalistas del Sinn Fein superan actualmente al Democratic Unionist Party (DUP) en el parlamento de Stormont y cada día están más convencidos de que pronto una mayoría apoyará la reunificación con la República de Irlanda.
“Es legítimo preguntarse si el Reino Unido, que fue llevado a la pila bautismal al fin del reino de Isabel I, sobrevivirá a la desaparición de Isabel II”, observa Gavin Esler, profesor en la universidad de Kent, autor de un libro sobre el proceso de fragmentación que aqueja al reino.
Consciente de esas fracturas, Isabel II se esforzó durante todo su reinado en “reparar” esas fracturas en el estrecho marco de sus prerrogativas. Supo así encarnar cierta forma de continuidad, una suerte de ilusión de permanencia, cuando en verdad el Imperio iniciaba su desintegración.
Pero el nuevo monarca, sean cuales fueren sus cualidades personales y su apego manifiesto por Escocia, tendrá serias dificultades para restaurar esas fisuras cada vez más profundas.
“El tema no será puesto sobre la mesa en los próximos días o semanas. Pero existe un riesgo real de que, en los próximos años, Carlos III sea testigo de la aceleración de la desintegración del Reino Unido”, predice Gavin Esler. Para Fintan O’Toole, editorialista del Irish Times, “el Reino Unido se ha vuelto una entidad inestable que, a menos de reformarse en profundidad, está amenazada de desaparición”.
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