El pigmento fue descubierto por una reacción química imprevista; por siglos llegó a costar lo mismo que una onza de oro
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Un día, a principios del siglo XVIII, Johann Conrad Dippel, el residente más notorio del castillo de Frankenstein que, posiblemente, inspiró a la escritora Mary Shelley, estaba en su laboratorio en Berlín preparando su “elixir de la vida”.
El controvertido teólogo, que hasta fue encarcelado por sus creencias, optó por la alquimia y, tras fracasar en sus intentos de convertir metales comunes en preciosos, se dedicó a crear esa “medicina universal” que, según afirmaba, curaba todos los males.
Su “aceite de Dippel”, un brebaje cuyo aspecto era semejante al alquitrán líquido con un sabor y olor tan desagradable que durante la Segunda Guerra Mundial fue usado para hacer el agua imbebible y deshidratar al enemigo, era una destilación de cuernos, cuero, marfil y sangre descompuestos a la que le agregaba potasa (carbonato de potasio).
Al mismo tiempo, en el mismo lugar, un creador de colores suizo llamado Johann Jacob Diesbach estaba preparando un lote de laca carmesí, un pigmento rojo hecho con cochinilla, un insecto traído de América Latina, para el cual también necesitaba potasa. Pero no tenía suficiente, así que tomó prestada parte de la de Dippel.
Al día siguiente, lo que encontraron en el laboratorio, sorpresivamente, era azul, en vez del rojo esperado.
Resulta que la potasa de Dippel que usó Diesbach estaba contaminada con sangre, que contenía hierro, y eso desencadenó una reacción química tan complicada que, de no ser por ese accidente, posiblemente no habría sido descubierta en años.
Como diría el químico francés Jean Hellot en 1762: “Nada es quizás más peculiar que el proceso mediante el cual se obtiene el azul de Prusia ... Y si el azar no hubiera intervenido, sería necesaria una teoría profunda para inventarlo”.
Precioso
El color creado fortuitamente era precioso, en todo el sentido de la palabra.
No sólo era hermoso sino valioso.
El azul siempre ha sido un color elusivo que, a pesar de estar a nuestro alrededor, a menudo se siente fuera de alcance: no podemos tocar el azul del mar ni palpar el del cielo.
Y tenerlo en las manos para colorear el mundo con él, hasta ese momento, tampoco había sido fácil.
En el Antiguo Egipto desarrollaron un pigmento conocido como “azul egipcio”, cuyo ingrediente principal era una rara gema llamada azurita. Aunque se usó durante miles de años, el método y la ciencia tras esa creación cayeron en el olvido.
Otros pigmentos azules tempranos se hacían moliendo turquesas y lapislázuli, y esta última piedra semipreciosa seguía siendo en ese principio del siglo XVIII la base del más estable, brillante, puro y fuerte de los pocos azules disponibles en Europa.
Había llegado en la Edad Media y cambió dramáticamente el arte, abriéndole las puertas del cielo a artistas como Giotto, el padre del Renacimiento italiano, quien en la capilla de los Scrovegni de Padua elevó ese azul a un estatus divino.
Lo llamaron ultramarino, pues de allá venía el lapislázuli, esa piedra casi mítica que, en ese entonces, sólo se podía encontrar en una pequeña mina en el extremo lejano de lo que ahora es Afganistán.
Para llegar a Venecia, en esa época el líder mundial en color, recorría unos 5600 kilómetros, atravesando cadenas montañosas, desiertos y, finalmente, el mar Mediterráneo.
No en vano el azul ultramarino valía su peso en oro, literalmente: por siglos una onza de ese color costaba una onza de oro.
Era todo un lujo.
Por eso, la posibilidad de crear un azul real, maravilloso, profundo, rentable y viable era inmensamente atractiva.
Serendipia y ciencia
Si bien la serendipia fue el punto de partida, sus creadores inmediatamente reconocieron el valor de su “error”.
Experimentos posteriores los llevaron a producir un pigmento que era considerablemente menos costoso que el ultramarino, más estable que el azul a base de cobre y más versátil que el índigo.
Fue un éxito inmediato.
Diesbach y su socio Johann Leonhard Frisch enviaron el nuevo invento a las cuatro esquinas del mundo y pronto se empezaron a enriquecer.
Papel tapiz, porcelanas, estampillas y banderas se tiñeron de azul, y en 1709 el pigmento se convirtió en el color oficial del uniforme del ejército prusiano, lo que le valió el nombre de “azul de Prusia”, aunque en Alemania se le conoce como Berliner Blau o azul de Berlín.
Su composición fue objeto de especulaciones pues el método de fabricación permaneció en secreto hasta 1724, cuando fue revelada.
¿La receta?
Toma una solución mixta de alumbre y vitriolo verde y añádele una solución de un álcali previamente calcinado con sangre de buey. Eso da un precipitado verdoso que se vuelve azul al hervirlo con alcohol de sal. (Pronto se demostró que la carne u otra materia animal era tan eficaz como la sangre de un buey).
Arte y mucho más
Como era de esperarse, el azul de Prusia irrumpió en el mundo del arte, con una enorme demanda tanto para pinturas en óleo como acuarelas.
Desde “Entierro de Cristo” (1709) del pintor holandés Pieter van der Werff, el uso verificado más temprano en una pintura...
...hasta “La gran ola de Kanagawa”, creada por el artista japonés Katsushika Hokusai al otro lado del planeta...
...sin olvidar la obra de Picasso, quien con el azul de Prusia expresó su tristeza por la trágica muerte de un amigo cercano en su Período Azul (1901-1904)...
...y tantos otros más.
Pero el pigmento además se empezó a usar —y se sigue usando— en ámbitos alejados del arte, aunque a veces parecen cercanos, como en el caso de la obra de la botánica inglesa Anna Atkins, quien publicó el primer libro de la historia ilustrado exclusivamente con fotografías.
Las tomó valiéndose de un procedimiento fotográfico llamado cianotipia, que produce una copia negativa del original en un color azul de Prusia, llamada cianotipo.
El proceso lo había aprendido de su inventor, el renombrado astrónomo y amigo de la familia John Herschel.
Este, apreciando las propiedades sensibles a la luz del azul de Prusia, lo utilizó para producir los primeros cianotipos o blueprints, lo que permitió la reproducción simple y eficaz de diagramas, dibujos técnicos, diseños de ingeniería y planos.
Por un siglo desde su invención en 1842, ese proceso de fotocopiado fue la única forma barata de copiar dibujos.
Desde entonces, los usos del pigmento en diversas tecnologías no han dejado de multiplicarse.
En este siglo, por ejemplo, su capacidad para transferir electrones de manera eficiente lo convirtió en una sustancia ideal para su uso en electrodos de baterías de iones de sodio, que se utilizan en aplicaciones de centros de datos y telecomunicaciones.
Pero quizás lo más curioso es que el azul de Prusia es un color que cura.
Medicina esencial
Efectivamente: el azul de Prusia figura en la Lista Modelo de Medicamentos Esenciales de la Organización Mundial de la Salud como un antídoto específico en intoxicaciones por metales pesados.
Se usa para tratar a personas que han sido contaminadas internamente con cesio radiactivo o talio altamente venenoso, como ocurrió en el accidente radiológico de Goiânia, Brasil, en 1987, cuando una fuente radiactiva médica en desuso fue robada de un hospital abandonado.
En esos casos, los pacientes ingieren cápsulas del pigmento y este atrapa los metales peligrosos en su estructura, evita que el cuerpo los absorba y reduce el tiempo que tarda el material radiactivo en salir del cuerpo, mitigando el daño.
En el caso del cesio lo reduce de unos 110 días a 30 y del talio, de unos ocho días a tres.
Por otro lado, además de varias aplicaciones en tecnología médica de punta, sigue siendo la principal herramienta del patólogo para detectar el envenenamiento por plomo.
Y como tinción se usa ampliamente tanto con fines de diagnóstico como de investigación para detectar la presencia de hierro en las muestras de biopsia, especialmente en tejidos como la médula ósea y el bazo.
Aunque el hierro es esencial para la vida, también es tóxico debido a su capacidad para formar radicales libres que pueden dañar las células.
El lado oscuro
Durante miles de años se sabía que muchas partes de plantas, como las hojas de laurel cerezo, las semillas de durazno, la mandioca e incluso pepitas de manzana eran letales si se administraban en forma concentrada, y que su veneno a menudo se detectaba por su olor distintivo de almendras amargas.
Pero a pesar de que se usaron hasta en ejecuciones judiciales —los antiguos egipcios tenían la “pena del melocotón” y los romanos “la muerte del cerezo”—, no fue hasta 1782 que un químico farmacéutico sueco, Carl Wilhelm Scheele, identificó el ingrediente tóxico activo.
Descubrió que si mezclaba azul de Prusia con ácido sulfúrico diluido, podía producir un gas que era incoloro, soluble en agua y ácido.
En alemán lo llamaron Blausäure (literalmente “ácido azul”) debido a su derivación del azul de Prusia; en inglés, ácido prúsico.
Hoy lo conocemos como cianuro de hidrógeno (HCN), pero lo llamamos por su nombre abreviado más común: cianuro, que viene de la palabra griega para azul oscuro.
Es extremadamente tóxico. Si un humano lo ingiere, se absorbe rápidamente, se une irreversiblemente al átomo de hierro en la hemoglobina y evita que la sangre transporte oxígeno a las células y tejidos del cuerpo.
Palpitaciones, dolor de cabeza y somnolencia, son seguidos de coma, convulsiones y muerte por asfixia.
Y a veces queda un ligero olor a almendras.
Un veneno tan efectivo pronto se convirtió en un arma, una que no sólo servía en su forma líquida para matar individuos, sino que, como gas, era ideal para asesinatos en masa, como los perpetrados por los nazis.
“Visité Treblinka [el campo de exterminio] para averiguar cómo llevaron a cabo su exterminio”, relató en su declaración jurada el comandante del campo de concentración y exterminio de Auschwitz Rudolf Hoss.
“El comandante del grupo me dijo que había liquidado 80.000 en el transcurso de medio año. Estaba principalmente interesado en liquidar a todos los judíos del gueto de Varsovia. Usó gas monóxido y no pensé que sus métodos fueran muy eficientes.
“Así que en Auschwitz usé Cyclon [Zyklon] B, que era un ácido prúsico cristalizado que se dejaba caer en la cámara de la muerte. Tardó de tres a 15 minutos en matar a las personas en la cámara, según las condiciones atmosféricas. Sabíamos que la gente estaba muerta cuando cesaban los gritos”.
Por Dalia Ventura
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