Por su lugar estratégico, cambiaba de mando constantemente; a los 25 años de edad, el ya rey de Macedonia, hegemón de Grecia y faraón de Egipto se convirtió en Gran rey de Media y Persia
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En 332 a.C, Alejandro III de Macedonia tenía su mirada de conquistador puesta en Egipto.
Pero en su camino se interponía “Gaza una ciudad de importancia considerable”, como la describió el grecorromano Flavio Arriano en su “Anábasis de Alejandro Magno”, en el siglo II d.C.
Y es que ciertamente fue muy importante durante gran parte de su larga historia, aunque por razones muy distintas a las que hoy mantienen la atención en esa franja de territorio que Israel invadió tras los ataques de Hamas del 7 de octubre de 2023.
No sólo estaba en un valle que era un oasis de vida rodeado de desiertos, sino que era “la última ciudad construida según se va de Fenicia a Egipto”, como apunta Arriano.
Eso quiere decir que era el primer o último lugar acogedor antes o después de internarse en el inhospitable desierto del Sinaí, dependiendo de la dirección de viaje entre Asia y África por los imperios del Levante Mediterráneo.
Por su valor estratégico, cambiaba de manos constantemente.
Cuando, por ejemplo, en el siglo XII a.C. los filisteos se la quitaron a los egipcios tras 300 años de ocupación, se convirtió en un importante centro de la Pentápolis filistea (liga de cinco ciudades).
Fue ahí donde estuvo preso el bíblico héroe Sansón después de que Dalila, sobornada por los líderes filisteos, le cortara el pelo, y donde murió al derribar el templo del dios Dagón.
Después de los filisteos, estuvo bajo el dominio del rey israelita David y de los asirios, egipcios y babilonios, hasta que, en el siglo VI a.C. fue capturada por Ciro el Grande, fundador del primer Imperio persa.
Y ese era el imperio que Alejandro Magno se había propuesto derrotar desde su ascensión al trono en 336 a.C.
“Imposible”
Cuando Alejandro Magno se encontró frente al elevado montículo en el que descansaba Gaza y se enfrentó al reto de burlar el seguro muro que protegía todo su perímetro, ya llevaba más de dos años en su conquista de Asia.
Había cruzado el Helesponto en 334 a.C. comandando un ejército de unos 30.000 soldados de infantería y más de 5000 jinetes, y desde entonces había acumulado una cadena de victorias.
La más reciente había sido espectacular: en julio de 332 a.C. bloqueó y asedió a Tiro, la ciudad-estado fenicia más importante y base naval persa, durante 7 meses, hasta que logró doblegarla, a pesar de que se encontraba en una isla y sus murallas llegaban hasta el mar.
Noticias de la dureza del castigo tras esa batalla le allanó el camino al rey macedonio hacia Egipto, en el que no encontró oposición... hasta que llegó a Gaza.
Estaba gobernada por un eunuco llamado Betis (o Batis), comandante del Imperio persa, quien, en vez de rendirse ante el invencible Alejandro, requirió “los servicios de unos mercenarios árabes, y se abasteció abundantemente de trigo para un largo asedio”, relata Arriano, “confiando en que (Gaza) no podía nunca ser tomada por la fuerza”.
Esa fue también la opinión de aquellos a los que Alejandro les encargó construir lo necesario para asaltar la ciudad, quienes le dijeron que “resultaba imposible tomar aquellos muros por la fuerza, debido a la gran altura del montículo”.
Sin embargo, para Alejandro, “un éxito contra todo pronóstico tendría un enorme impacto disuasorio sobre sus enemigos”.
Además, “el no conquistarla sería motivo de vergonzoso descrédito ante los griegos y el propio (rey persa) Darío”.
Presagio
Decidido, Alejandro mandó levantar un terraplén para poder poner las máquinas de asalto a la altura de las murallas, y mandó a traer los equipos que había usado en Tiro.
Pero cuando estaba por ofrecer un sacrificio a los dioses, “un pájaro carroñero que revoloteaba por encima del altar dejó caer sobre su cabeza una piedra que entre su par de garras llevaba”.
Consultó a su adivino predilecto sobre qué presagiaba tal acontecimiento, y la respuesta fue: “conseguirás tomar la ciudad, pero tú deberás tener una extrema precaución en el día de hoy”.
Obedeció... por un rato.
Apenas los enemigos atacaron a los macedonios desde su privilegiada posición en la altura, salió a defenderlos, con éxito, pero fue herido en un hombro.
A pesar de que la herida era seria, se alegró pensando que si esa parte del presagio se había cumplido, ocurriría lo mismo con la otra: la ciudad caería.
Así fue. Esa misión juzgada imposible resultó no serlo; Alejandro Magno jamás perdió una batalla.
Las murallas de la ciudad finalmente cedieron; partes fueron destrozadas a golpes, otras se hundieron luego de que la tierra que las sostenía fuera extraída.
Tras unos 100 días de lucha, batallón tras batallón de conquistadores entraron en la ciudad y fueron abriéndole el paso a todo el ejército.
“Los de Gaza, incluso cuando ya su ciudad estaba en manos del enemigo, continuaron resistiendo hasta morir todos, luchando cada uno en el puesto que les había sido asignado”, relata Arriano.
Las pérdidas humanas fueron grandes, de lado y lado.
“En aquel combate perecieron cerca de 10.000 persas y árabes, pero tampoco para los macedonios la victoria fue incruenta”, señaló, en su “Historiae Alexandri Magni” (Historia de Alejandro Magno) el autor romano Quintus Curtius Rufus.
Furia
Quien sí sobrevivió la batalla fue el comandante de Gaza, según Curtius, cuya obra es una fuente importante sobre la vida de Alejandro Magno, aunque varios estudiosos la consideran más como una novela histórica basada en algunas fuentes fidedignas.
Cuenta que “Betis combatió valientemente y, acribillado de heridas, fue abandonado por los suyos; no por ello, sin embargo, seguía la lucha con menos ardor a pesar de que las armas se le resbalaban de las manos, tintas como estaban en su propia sangre y en la sangre del enemigo”.
Pero su fin fue cruento.
“Cuando lo trajeron, Alejandro, joven como era, se dejó llevar de una alegría insolente, él que en otras ocasiones había admirado el valor incluso en el enemigo.
“’No morirás’, dijo, ‘como has querido, sino piensa que vas a tener que padecer todo lo que puede inventarse contra un enemigo’.
“Betis, mirando al rey con rostro no sólo impertérrito sino incluso altivo, no despegó los labios ante sus amenazas.
“A la vista de ello, Alejandro dijo: ‘¿No veis cómo persiste, terco, en no hablar? ¿Acaso se arrodilló? ¿Acaso pronunció una palabra de súplica?
“’Yo doblegaré, sin embargo, su silencio y, si no puedo hacer otra cosa, al menos quebrantaré su mutismo con sus gemidos’.
“Después su ira se trocó en rabia, pues ya por entonces su nueva fortuna se veía influida por las costumbres extranjeras.
“A Betis se le atravesó con unas correas los talones cuando todavía respiraba y, atado a un carro, fue arrastrado por unos caballos alrededor de la ciudad, vanagloriándose el rey de que, al infligir al enemigo un tal castigo, había imitado a Aquiles del que él descendía”.
¿Y después?
Pues el biógrafo y filósofo griego del siglo I, Plutarco, quien al principio de su “Vida de Alejandro” señaló que “muchas veces un hecho de un momento, un dicho agudo y una niñería sirven más para pintar un carácter que batallas en que mueren millares de hombres, numerosos ejércitos y sitios de ciudades”, contó una de esas niñerías.
Tras esa victoria en Gaza, además de enviarle grandes cantidades del botín “a Olimpíade, a Cleopatra y a sus amigos”, Alejandro despachó también un regalo a Leónidas, quien había sido su tutor cuando era adolescente.
En esa época, un día Leónidas lo vio arrojando olíbano (o franquincienso) al fuego del altar a manos llenas, y le dijo:
“Cuando conquistes las tierras que producen esos aromas, podrás quemarlos en tal abundancia; por ahora, usa con moderación lo que tienes”.
Alejandro no lo olvidó, así que ese regalo que le mandó desde Gaza iba con una nota:
“Te envío mirra e olíbano en abundancia, para que dejes de ser tacaño con los dioses”.
En Gaza, relata Arriano, “Alejandro tomó como esclavos a sus hijos y mujeres, repobló la ciudad con gente de los pueblos vecinos y se sirvió de ella como fortaleza para la guerra”.
Y siguió su camino a Egipto, donde fue recibido con los brazos abiertos.
A los 25 años de edad, el ya rey de Macedonia, hegemón de Grecia y faraón de Egipto se convirtió en Gran rey de Media y Persia.
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