El ignorado espía que le hizo ganar la guerra a Stalin
MADRID.- Las guerras no se ganan solo en el campo de batalla, sino también en el resbaladizo y peligroso mundo del espionaje. En la Segunda Guerra Mundial, algunos agentes solitarios fueron tan importantes como divisiones enteras. Uno de ellos fue Richard Sorge, quien consiguió una información crucial para el desarrollo del conflicto –que la Alemania nazi iba a invadir la URSS en junio de 1941–, pero Stalin no le creyó. Sin embargo, poco después, logró otro descubrimiento excepcional: que Japón no iba a invadir la Unión Soviética por Siberia y que, por lo tanto, el Ejército rojo podía destinar todos los efectivos necesarios para salvar Moscú, en aquel momento a punto de caer en manos de los nazis. Aquel movimiento cambió el curso de la guerra y de la historia.
El periodista británico Owen Matthews, veterano corresponsal en Moscú y escritor especializado en temas rusos, acaba de publicar Un espía impecable, en el que recorre la vida de Sorge, agente soviético instalado en Tokio con inigualables fuentes. Sorge fue uno de los espías más famosos de la Segunda Guerra Mundial, pero Matthews ha manejado informes no utilizados hasta ahora, sacados de los archivos soviéticos. Un solo dato resume su importancia: fue seguramente la única persona de todo el conflicto que estuvo a un solo grado de separación de Adolf Hitler, del primer ministro japonés -el príncipe Konoe-, y del propio Stalin. Tenía relación directa con fuentes que, a su vez, hablaban con ellos.
“Es muy difícil pensar en un espía tan bien conectado”, explica Owen Matthews, de 49 años, en una conversación con El País por videollamada desde Oxford. “Tal vez Kim Philby [uno de los agentes dobles más importantes de la Guerra Fría] fue el único que logró algo parecido porque era el oficial de enlace entre el MI6, los servicios secretos británicos, y el Gobierno estadounidense. Pero no dejaba de ser una relación profesional. Sorge no es que estuviese a un grado de separación de todos los actores de la Segunda Guerra Mundial. Es que además tenía trato directo y constante con importantes funcionarios alemanes y fue muy competente a la hora de establecer una relación directa con el embajador y con mucha gente que confiaba en él”.
Nacido en Bakú el 4 de octubre de 1895 en una familia alemana, se trasladó a su país cuando era un niño. Luchó en la I Guerra Mundial y resultó herido en una pierna, lo que le causaría una cojera permanente, aunque también logró una Cruz de Hierro. Se convirtió en militante comunista en 1919 y dedicó toda su vida a esta ideología. Espió para la URSS en su propio país y luego en Shanghai, donde fue amante de otra famosa agente, Ursula Kuczynski, sobre la que Ben Macintyre, autor de un famoso libro sobre Kim Philby, acaba de publicar una biografía, Agente Sonya, que Crítica sacará en abril.
Tras construir una sólida tapadera como nazi y como periodista, se instaló en Tokio en 1933, donde se hizo amigo del agregado militar alemán, Eugen Ott, que acabaría siendo embajador en un momento crucial para el Tercer Reich, cuando los nazis querían hacer todo lo posible para que Japón entrase en la guerra. Pese a que Sorge se comportó como un completo insensato, por sus juergas y sus constantes romances, no fue descubierto hasta octubre 1941, por una casualidad que no tenía nada que ver con sus desfases etílicos. Fue ahorcado en 1944. Dice mucho de su forma de operar que, cuando los nazis enviaron para investigarlo al siniestro Josef Meisinger, conocido como El Carnicero de Varsovia por su crueldad, acabaron haciéndose amigos y compañeros de parrandas.
“El título está basado en una frase de Kim Philby, que dijo que el trabajo de Sorge fue impecable. Pero, cuando se lee el libro, se ve que el título es irónico porque, de hecho, fue un insensato en su trabajo. No hay una explicación realmente convincente de que no lo descubriesen antes: tuvo mucha suerte y, sobre todo, mucha gente pensó que era un espía, pero de los alemanes. Tenía relaciones muy estrechas con los servicios secretos nazis. Cuando, por ejemplo, el día de la invasión nazi de la URSS se emborrachó y, ante la comunidad nazi en Tokio, se subió a una mesa y se puso a gritar que eso será el final de Hitler, todo el mundo se rio como si fuese una gracia”. Sorge manejó una eficaz red de espías en Japón, que cayó con él cuando fue descubierto. Hasta el 9 de mayo se puede ver en Madrid, en la Fundación Mapfre, una exposición de la fotógrafa japonesa Tomoko Yoneda, especializada en retratar lugares de memoria, entre ellos de los escenarios donde Sorge se reunió con su red de espías.
Fue en Tokio donde Sorge consiguió una información crucial: que, pese a su pacto con Stalin, Hitler iba a invadir la URSS el 22 de junio de 1941, en la llamada Operación Barbarroja. Pero el dirigente soviético, instalado en su paranoia asesina, después de haber ordenado la ejecución de miles de oficiales y espías del Ejército Rojo, no le creyó. También contribuyó al escepticismo del líder soviético que sus principales asesores rebajasen la información por miedo a la cólera de su peligroso jefe. Sin embargo, una vez que vieron que Sorge tenía razón, sí que compraron su segunda información clave: que Japón no iba a invadir la URSS.
“Lo interesante de escribir este libro es que nadie había contado la parte soviética de la historia”, sostiene Matthews. “Hay una cosa que se repite en muchas historias de espionaje: puedes tener agentes excelentes sobre el terreno, que te dan información muy buena, pero, si no sabes utilizar esa información, no vale para nada. En 1941, la atmósfera de sospecha en el espionaje soviético era tan profunda que no se creía a nadie. Es lo que le pasaba a Sorge: por un lado, por sistema, desconfiaban de él, por otro alguna de sus informaciones eran utilizadas porque eran muy sólidas. La historia de Stalin, que no creyó ni a Sorge ni a otros 18 agentes que también, aunque con menos precisión, le advirtieron de la Operación Barbarrosa, es un ejemplo claro de la llamada visión de túnel: la incapacidad de creer algo que no confirma tus prejuicios. Es algo que le ocurre a todos los regímenes totalitarios, incluyendo el de Putin”.
Hay una parte de la historia de Sorge que se cruza con la del autor de su biografía. La abuela de la esposa de Matthews, que es rusa, tenía una dacha en las afueras de Moscú. En noviembre de 1941, las tropas alemanas estaban a apenas dos kilómetros de aquella casa de descanso y se preparaban para lanzar la ofensiva final sobre Moscú. Sin embargo, cuando todo parecía perdido, aparecieron miles de soldados siberianos, que frenaron la ofensiva nazi. Aquella mujer, que falleció en 2017, recordaba escuchar de repente un ruido extraño y atronador: eran los ronquidos de las tropas siberianas, que dormían sobre la nieve.
Aquellos siberianos estaban ahí gracias a lo que Sorge descubrió. Matthews: “Casi todo el espionaje del siglo XX se centra en detectar la actividad de otros espías, un agente traiciona a otros agentes, como George Blake o Kim Philby. El impacto de su inteligencia es táctico, no estratégico. Sorge fue una excepción. De Gaulle detestaba a los espías y hablaba de las ‘pequeñas historias de espionaje’. Pero Sorge no era una pequeña historia. Tenía una información esencial que cambió la historia”.
EL PAIS