Captó lo que los políticos no entienden
NUEVA YORK.– Como en la mayoría de otras grandes ciudades norteamericanas, sería difícil recorrer 100 pasos en Washington sin toparse con alguien que esté usando una creación de Apple: un iPhone, una iPad o una Macbook Pro. Por eso es sorprendente contemplar lo poco que el genio de Steve Jobs impregnó la política de la nación, y cuánto entendía sobre el moderno Estados Unidos que los que gobiernan aún no entienden.
Si uno quiere tener un cuadro de cómo evolucionó la cultura nacional en las últimas décadas, podría hacer cosas mucho más ineficaces que estudiar la cadena de innovaciones de Apple.
Jobs entendió que los estadounidenses se estaban apartando de la última era con sus grandes instituciones y sus decisiones centralizadas, y que la tecnología los libraría de los sitios de trabajo comunes. Ese fue el punto subyacente de " pensar diferente ": que nuestras decisiones ya no estaban dictadas por los caprichos de las enormes empresas.
Ese fue el sentido de una computadora que permitía al individuo construir virtualmente cada entorno a su medida, sin importar su grado de inconsecuencia, de tal manera que dos usuarios nunca tenían exactamente la misma experiencia.
Al mismo tiempo, mientras Jobs vio una sociedad que se desplazaba hacia la elección individual, también pareció entender que esa individualidad genera distancia y confusión.
Así, Apple procuró llenar ese vacío convirtiéndose en más que un fabricante: se transformó en una suerte de comunidad, con vidrieras y stickers y una membresía que permitía que uno tuviera su correo electrónico, o videoconferencias con sus amigos, o que pudiera colgar en la Web una página con las fotos de sus vacaciones.
Jobs trataba de entender los problemas que la tecnología podría resolverle a su comprador, pero no confiaba en que el comprador pudiera exigir soluciones específicas, para poder así evitar correr cualquier riesgo.
Esto es lo que se conoce con el nombre de liderar .
Sin embargo, mientras que Jobs y Apple consiguieron lidiar exitosamente con las complejidades de la vida moderna, los políticos estadounidenses, en general, deseaban descartar esas complejidades.
En nuestro debate político no hay compatibilidad entre las ideas de personalización y comunidad, los pilares gemelos de la era digital. Siempre es una u otra.
O bien nos dicen que los sistemas centralizados del siglo XX nunca podrán cambiarse para dar lugar a mayor flexibilidad individual (por ejemplo, desvincular la asistencia de salud del empleo), o bien nos dicen que todos los planes federales son un despilfarro y que cada estadounidense debería "arreglárselas solo".
En realidad, ningún político quiere innovar sin paneles de discusión comunitarios, para ofrecer así un argumento sustentable para cualquier solución que pueda implicar algún riesgo o algo de imaginación.
Nuestros partidos se parecen menos a Apple que a General Motors, que produce en cadena el modelo de los mismos autos que nos pedía comprar hace veinte años.
Hasta el circuito de la democracia permanece esencialmente idéntico: una nación de votantes que pueden encontrar sus autos y pagar sus hipotecas online, pero aún son incapaces de imaginar el día en que puedan emitir su voto desde una iPad.
Este abismo cultural entre el país de Jobs y aquel en el que habitan nuestros líderes políticos es mayoritariamente generacional, y sirve para explicar el entusiasmo que la campaña de Obama de 2008 generó entre los votantes jóvenes.
La campaña del ahora presidente, concebida fuera del sistema del partido y construida sobre una plataforma de membresía online, pareció una suerte de reimaginación de la política de alta tecnología.
Esa estrategia parecía presagiar una etapa de gobierno que podía defender tanto la individualidad como la comunidad, un gobierno capaz de hacer programas más receptivos y flexibles sin socavar nuestro sentido de la responsabilidad compartida.
Es evidente que Obama ya no inspira demasiado ese sentimiento, al menos en parte porque la visión más futurista de un gobierno que pueda haber concebido se estrelló contra las realidades económicas de los envejecidos sistemas partidarios.
Tres años más tarde, Obama suena más como un demócrata convencional que hace campaña por la reelección y mucho menos como un innovador. Pero las generaciones se sustituirán y los estadounidenses que crecieron con los aparatos y las aplicaciones de Steve Jobs heredarán finalmente una cultura de gobierno que resulta anticuada y asfixiante.
Tal vez entonces las contribuciones de Jobs a la cultura estadounidense llegarán por fin a la ciudad donde su logo de Apple se ha vuelto tan visible e inspirarán al gobierno a tratar de pensar también de manera un poco diferente.
Enviado desde mi iPad.
Traducción de Mirta Rosenberg
SU LEGADO EN LA INDUSTRIA DE HOLLYWOOD
NUEVA YORK (DPA).– ¿Qué tienen en común Toy Story o Buscando a Nemo con Steve Jobs? Sin él, probablemente estas entrañables películas de Pixar no hubieran existido. Pixar estaba destinada a ser una firma informática hasta que Jobs cerró un contrato con Disney para producir films animados. En 1995, Toy Story llegó a los cines, y le siguió una estela de éxitos sin precedente. Pixar y Jobs mostraron al mundo que era posible hacer películas técnicamente perfectas y a la vez apasionantes utilizando sólo animación digital. Jobs vendió Pixar a Disney en 2006 y, en los últimos años, se dedicó a cambiar el negocio de Hollywood a través de nuevas plataformas de Apple para la distribución audiovisual.
Matt Bai