Debía ser la última guerra, la que iba a resolver todos los pleitos. Y sería breve. Los soldados rasos se despedían de sus novias, con besos apasionados, en los muelles del puerto y los andenes del tren. Los oficiales contaban con una victoria rápida, segura y aplastante. Y los políticos de las grandes capitales europeas, de París a Berlín y de Londres a Viena, soñaban con la rendición incondicional del enemigo, para dejar en claro quién era el más fuerte.
Pero se equivocaban. Miles, millones de jóvenes combatientes y civiles de todas las edades no volverían a ver la luz del día. Fueron arrastrados por el vértigo de un conflicto interminable, que arrasó en unos meses con las ingenuas previsiones trazadas en las salas de guerra.
Pasada la sorpresa, cuando ya estaban claros los tantos, el argentino Harold Duggan, de familia irlandesa, decidió dejarlo todo y entrar al conflicto enrolándose en el ejército británico. Las fuerzas alemanas avanzaban en Europa y no planeaban detenerse. Pero Harold, a sus 18 años, estaba entre quienes estaban dispuestos en demostrarles su error.
"Nunca habló con su familia sobre la guerra, no hubo bajada de línea a sus hijos de cómo fueron las cosas. Sólo estaban las cartas y algunas anécdotas", dijo a La Nación uno de sus nietos, Paul Duggan, que estudió a fondo esos años oscuros de trincheras, bombas y gases.
Paul quería saber quién era ese ancestro aventurero que de pronto, a los 18 años, dejó la seguridad de una carrera universitaria, en Londres, para saltar a los pozos infectos de las trincheras en el norte de Francia, convertidas en el hábitat natural de los soldados de los dos bandos.
Y así fue descubriendo cómo fue que Harold llegó a obtener esas tres grandes condecoraciones de las que se hablaba en la familia, de generación en generación, y que lo hicieron casi con seguridad el argentino más condecorado por el gobierno británico en esa guerra lejana: obtuvo dos veces la Military Cross y una la Distinguished Service Order.
No hay consenso sobre cuántos combatientes partieron de la Argentina a pelear en el teatro de guerra europeo. Pero fueron decenas de miles, la mayoría descendientes de inmigrantes de las naciones en conflicto, o ciudadanos de esos países que trabajaban como expatriados.
Harold, nacido en Rojas, en la provincia de Buenos Aires, estaba en Londres cuando estalló la guerra en 1914. Tiempo después se presentó a la oficina de reclutamiento y le dio un giro dramático a una vida comenzada en el campo de Rojas y que pasaba al campo de batalla. Debía enfrentar no sólo las armas de los alemanes, sino la corte de enfermedades que atacaban como enemigos invisibles a soldados y oficiales.
Harold pudo estar entre esos miles de jóvenes que se ven en las fotos de la época, chicos retratados en sepia que esperan en colas serpenteantes frente a la puerta de la Army Recruiting Office. Chicos de gorra o sombrero, abrigos largos, sonrisas anchas y miradas decididas.
"Me alisté como voluntario para una misión bastante dura pero para el momento en que recibas esto va a haber terminado todo y te voy a escribir en la primera oportunidad. Sé que voy a estar bien y si da resultado va a ser una gran cosa", decía en una carta enviada a su padre en julio de 1916.
¿Misión bastante dura? Harold no quería preocupar a su familia y se quedó deliberadamente corto. Comenzaba la batalla del Somme, en el norte de Francia, donde ganó su primera condecoración y donde los británicos sufrieron 60.000 bajas sólo el primer día. Un saldo que se recuerda como la peor masacre sufrida por las tropas británicas en su larga historia. Entre alemanes, franceses y británicos, los cinco meses de combate del Somme dejaron un millón de bajas.
Harold ejerció desde el vamos funciones de mando, aunque siempre estaba un paso delante del nombramiento oficial. La primera condecoración la recibió durante un episodio brutalmente sangriento con los alemanes, donde las bajas eran tan numerosas que, según averiguó Paul, "cuando llegó al lugar donde había frenado su grupo, no había nadie a quien obedecer, así que se hizo cargo".
"Estoy en un descanso pero he estado en el mismo centro de este show desde la última vez que te escribí. Estoy al frente de una compañía (…) espero que un mayor o un capitán no tarde en tomar el mando porque soy demasiado joven para una posición de esta responsabilidad", escribió Harold en otra carta a su padre. Tenía 20 años.
Harold voló tres veces por los aires en esos meses del Somme, y dos veces quedó completamente enterrado, según relató en sus cartas. Pero no se quejaba. Todo lo contrario: decía que era un hombre de suerte. ¿Acaso no seguía vivo? Y eso que a las heridas le sumó el llamado "pie de trinchera", una enfermedad provocada por la humedad en esos túneles donde las tropas desgajaban las hojas del calendario.
Una medalla se la colgó el rey George V, en el Palacio de Buckingham, donde asistió tras recibir un telegrama de invitación. Estaba orgulloso por el llamado. Pero no se dejó impresionar por los fastos del palacio, por el eco de sus pasos en los salones, ni por los largos corredores cubiertos de retratos de la realeza en los que avanzaba caminando con un abigarrado grupo de escoltas.
"Traté de no tropezarme con la espada", dijo Harold en tono de broma, como resumen de esa expedición a Buckingham a la que fue con traje de gala. Para él lo más importante, sin duda, estaba en el campo de batalla, en la zona de guerra donde regresaba (medianamente) recuperado de sus aflicciones. Las trincheras eran su elemento. Un elemento incómodo e insalubre, pero el lugar que le exigía la hora.
¿Y cómo era Harold cuando no estaba embarrado en las trincheras, peleando cuerpo a cuerpo, esquivando la munición enemiga o volando por los aires? Paul recuerda que no perdía el buen ánimo ni en los peores momentos, que era un líder natural entre la tropa y que sabía poner paños fríos donde otros se dejaban ganar por el pánico.
Irónico y sutil, tenía el rasgo de quitarle dramatismo a la situación. Como esa mañana en que un soldado entró a las corridas al búnker donde conversaba con un comandante. Era temprano, no se oían estruendos de morteros ni silbidos de balas. Pero habían descubierto bombas no detonadas en las instalaciones y debían salir cuanto antes. No cabían dilaciones... O tal vez sí. "Primero vamos a desayunar -respondió Harold- y después nos vamos".
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