El fin del excepcionalismo cubano
El régimen no escapa a la ola de malestar con las élites que alcanzó a otros países de América Latina
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Desde hace más de seis décadas, la revolución cubana ha sido un referente para los movimientos de izquierda de todo el mundo y en especial para las izquierdas latinoamericanas. La imagen del David revolucionario enfrentando al Goliat del imperio nutrió las narrativas antiimperialistas, revolucionarias y bolivarianas de la región y los discursos de muchos dirigentes políticos. Con frecuencia, esta imagen del faro de la revolución y de la confrontación con los Estados Unidos prevaleció sobre otras miradas y otros análisis del proceso revolucionario en Cuba, contribuyendo a generar una percepción acerca de la excepcionalidad de la isla en relación a otras naciones del continente.
La Isla –así con mayúscula, como es percibida por los propios cubanos– exportó su revolución a otras latitudes y desarrolló una amplia proyección internacional que excedía su tamaño demográfico y territorial y su escala geopolítica. Hasta la implosión de la URSS, la alineación con el bloque socialista contribuyó al desarrollo de una cooperación y una asistencia externa que encubría las dificultades de un régimen político que se sustentaba en un modelo económico estatista y centralizado. Al desaparecer el apoyo soviético, sin embargo, se pusieron en evidencia las dificultades de supervivencia de este modelo, generalmente desdibujadas por una retórica antiimperialista que acusaba al embargo económico estadounidense de las fallas que pudiera acarrear. El eje de cualquier situación problemática por la que atravesara Cuba – el desabastecimiento, el fracaso de una mega-zafra, la emigración por cualquier medio-, parecía personificarse en su dificultosa y hostil relación con los Estados Unidos como causa y razón principal.
Por su parte, la carismática figura de Fidel y de los veteranos de la revolución, incluyendo a su hermano Raúl, encarnados en una élite político-militar que gobernaba el país, garantizaron que el modelo sobreviviera. Chávez y la asistencia petrolera venezolana contribuyeron a esta supervivencia al proveer de un nuevo apoyo económico a la revolución y a la élite gobernante desde la Venezuela bolivariana. Al punto de que Cuba pudo sustituir su rol de faro de la revolución armada por el amable rostro del “honest bróker” entre las guerrillas de Colombia y el gobierno colombiano.
Proceso de cambios
Sin embargo, empujados por la necesidad de introducir una serie de reformas en el modelo económico, al reemplazar Raúl a Fidel Castro en el poder, desde 2008 se comenzó a vislumbrar la posibilidad de que asomara un proceso de cambios. Sin asumir el carácter de “transición” –reminiscente de los cambios en Europa Oriental– ni de “reformas” –propios de los procesos de modernización en China y en Vietnam- ,el proceso avanzó con timidez mediante el desarrollo de la llamada estrategia de “actualización económica y social” anunciada desde 2011, reforzada por la distensión de la “normalización” de las relaciones con los Estados Unidos durante la administración del presidente Obama y refrendada por dos sucesivos congresos del Partido Comunista Cubano (PCC), la aprobación de una nueva constitución en abril de 2019 referéndum mediante, y un conjunto de documentos que culminan en el lanzamiento de la “Estrategia económico-social para el impulso de la economía y el enfrentamiento a la crisis mundial provocada por la COVID-19” en julio de 2020 al inicio de la pandemia.
Sin embargo, como señalan algunos analistas, la última década se caracterizó por ser “una década de reformas incompletas” que no abordaron a fondo las reformas estructurales necesarias para adaptar el modelo a las nuevas condiciones nacionales e internacionales y a mantener los equilibrios sociales internos. La crisis venezolana alejó las posibilidades de apoyarse en un socio similar a la URSS en una fase previa; pese a que China y Rusia invirtieron y cooperaron, a diferentes escalas, con la isla, nunca alcanzaron el carácter de socio estratégico vital que reemplazara a la ayuda soviética, y la relación con los Estados Unidos naufragó -pese a la apertura de 2014- bajo las crecientes restricciones y presiones económicas de Trump que, hasta ahora, no han sido revertidas por Biden.
Las complejas circunstancias que impuso el entorno económico se reflejaron en la escasez de alimentos y de suministros médicos, el aumento del combustible y los cortes de electricidad, los bajos ingresos de la mayoría de la población y una dolarización de la economía que impusieron privaciones múltiples a los ciudadanos cubanos y se sumaron a una creciente represión a los opositores y disidentes políticos para finalmente dar lugar a los estallidos sociales del domingo pasado. Y al inmediato anuncio del presidente Diaz-Canel de llamar a “combatir” a los manifestantes y de convocar a los miembros del partido comunista para enfrentarlos, en un retorno a la retórica de la guerrilla revolucionaria.
Cualquier similitud –pese a la excepcionalidad del llamado modelo cubano– con las reacciones populares frente a elites deslegitimadas, incapaces de gestionar adecuadamente sus economías y de proveer bienes básicos a su población en el resto de la región, no es mera coincidencia. Más allá del brutal impacto de la pandemia, la “mala hora” de América Latina alcanza a todas las elites por igual, independientemente de su filiación política o ideológica, y los “modelos” de cualquier orientación hacen agua frente a la combinación de factores externos e internos que desatan la pandemia, la contracción económica y la fragilidad institucional. Y la excepcionalidad que la revolución otorgó a Cuba –por su modelo socialista y por su enfrentamiento con los Estados Unidos en su momento- parece no escapar a esta tendencia general.
El autor es analista internacional y presidente de CRIES.
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