El FBI y la CIA, enemigos íntimos
Desde hace 70 años, las agencias mantienen una rivalidad con impacto en la seguridad de EE.UU.
La renuncia de David Petraeus al frente de la CIA por culpa de los descuidados mensajes de su amante resucitó en las últimas horas la histórica rivalidad entre esa agencia y el FBI, una disputa de celos e intrigas que, en su momento más tenso, puso al borde del abismo la seguridad de los Estados Unidos.
Dependiente del Departamento de Justicia norteamericano desde su creación, en 1908, el incorruptible y bien formado staff del FBI siempre receló del alto perfil, protección e inmunidad que supo tener la CIA cuando nació en plena Segunda Guerra Mundial como la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS, por sus siglas en inglés).
Mientras el FBI marcaba literalmente el territorio norteamericano y se garantizaba el monopolio del espionaje interno, la CIA comenzaba a labrar su reputación con el mundo como teatro de operaciones, donde recolectaba información y desarrollaba audaces misiones de contrainteligencia e infiltración que supuestamente mantenían a raya a los enemigos de Estados Unidos.
Los éxitos eran anónimos. Los fracasos públicos y escandalosos, como la invasión de Bahía de Cochinos en Cuba (1961) o los innumerables intentos de asesinatos fallidos de Castro.
La desconfianza entre ambas agencias, consideradas las estrellas de la comunidad de inteligencia norteamericana, se vio acentuada por sus liderazgos. J. Edgar Hoover, amo y señor del FBI durante 48 años (1924-1972), despreciaba a los mandos de la CIA, la mayoría de buena relación o proveniente de la inteligencia militar, e intentaba no compartir información con la agencia.
Al mismo tiempo, y en medio de la fiebre anticomunista que hizo delirar al país en la década del 60, el FBI fue parte de una cacería de brujas de la que no salió inmune la CIA y que con el tiempo la obligó a cambiar su filosofía de trabajo con graves repercusiones para la seguridad.
Pero las consecuencias de esta guerra secreta que exaspera a cada presidente que ocupa el Salón Oval desde Franklin Roosevelt, por norma, emergen junto con los traumas nacionales, entre ellos, los asesinatos de John F. Kennedy y Martin Luther King (una verdadera obsesión de Hoover); la renuncia de Richard Nixon, que usó ex empleados de la CIA para espiar a los demócratas (la información fue filtrada por un subdirector del FBI) y los dramáticos hechos del 11 de septiembre de 2001, cuando murieron más de 3000 personas en Washington, Nueva York y un campo de Pensilvania. En todos hubo acusaciones cruzadas de mal desempeño e impericia
Los ataques del 11 de Septiembre, de los que un agente del FBI había advertido a sus superiores, parecían que iban a marcar un punto de inflexión cuando la Casa Blanca creó la Dirección Nacional de Inteligencia, una oficina que debería fomentar la cooperación entre las 16 principales agencias de espionaje.
Pero hubo nuevas fallas. En la Navidad de 2009, el aprendiz de terrorista nigeriano Umar Farouk Abdulmutallab falló en su intento de hacer explotar un avión con destino a Detroit. Su padre le había dado información de primera mano a la CIA sobre los planes terroristas, pero el reporte nunca le llegó al entonces director de Inteligencia de la Casa Blanca, Dennis Blair, que debió renunciar a su cargo.
Meses después, el FBI registraba la casa en Connecticut de Faisal Shahzad –otro terrorista sin suerte que puso un coche bomba en Times Square en 2010– mientras el atacante hacía tiempo para embarcar en el aeropuerto JFK tras burlar los controles de seguridad que debían impedirle acercarse a un avión.
En las últimas horas, el FBI volvió a golpear a la CIA cuando una investigación obligó a renunciar por un affaire a su jefe, quizás el militar y estratega más prestigioso del país desde que Colin Powell condujo la guerra del Golfo en 1991.
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