El estallido en el sur de Perú ahonda las fracturas de un país en crisis perpetua
Los días de furia que se registran en las regiones del sur aumentan la crítica situación social, política y económica del país; los bloqueos y las marchas le suman presión a Dina Boluarte
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Perú empezó 2023 exactamente donde lo dejó 2022, que le pasó la posta del conflicto social y la precariedad institucional. Hubo, sí, algunos cambios de libreto luego de una breve tregua navideña, donde, más que tirar fuegos artificiales, los bandos reagruparon fuerzas.
Dina Boluarte, la presidenta que asumió en reemplazo de Pedro Castillo, detenido tras su fracasado autogolpe del 7 de diciembre, encara este año con la necesidad de no quedar encerrada en el tramposo laberinto de la política peruana, por el que, entre destituciones y renuncias forzadas, se extraviaron cinco presidentes en seis años.
Pero en este momento la atención está puesta en las regiones andinas del sur, ricas en cobre, en gas y en turismo, con la ciudadela de Machu Picchu como máxima expresión de su grandeza, pasada y presente, pero pobres al fin para una mayoría de la población. La misma población que se siente abandonada y está en pie de guerra.
Si bien Castillo labró su propio final con el caricaturesco autogolpe de diciembre, y aunque su nivel de popularidad, nunca excesivo, estaba más bien cuesta abajo, su caída dio lugar a marchas, bloqueos, disturbios, y a la estruendosa represión que está en boca de todos. Ahora la pregunta es cómo y cuándo se dará el desenlace de esta crisis.
“La situación es muy compleja y no vemos una mejoría a corto plazo. Sí vemos que va a seguir empeorando, especialmente por las fatalidades que se están presentando, lo que tiende a darle más aire a los manifestantes y en cierta forma más legitimidad”, dijo a LA NACION el analista político Sebastián Fernández, que sigue a Perú para la consultora internacional Control Risks.
Las denuncias de uso excesivo de la fuerza, con más de cuarenta muertos desde diciembre, alimentan la furia de los manifestantes contra Boluarte. La ven como una vil “traidora” por prestarse a suceder al socialista Castillo, de quien era vicepresidenta, y acercarse a la derecha.
Los manifestantes exigen a coro elecciones inmediatas para reemplazar al Congreso, visto como una entidad elitista, insensible, ignorante y corrupta. También quieren a toda costa un nuevo presidente, atento y cercano a sus dolorosas necesidades. Los grupos más extremistas buscan además la convocatoria a una Asamblea Constituyente y la liberación de Castillo. Como viene la mano, las partes parecen enfrentadas con demandas, intereses y proyectos difícilmente conciliables.
“El gobierno quiere mandar una delegación de alto nivel para negociar unas concesiones muy específicas de la gente, que son la renuncia de la presidenta y del Congreso, elecciones en los próximos cuatro meses, y unas investigaciones concretas hacia las muertes que han sucedido en este mes largo de protestas”, dijo Fernández. Y precisó que ni Boluarte pensaba renunciar, como ella confirmó en un discurso por televisión, ni el Congreso podía ni quería disolverse.
Consensos
Si existe un consenso medianamente compartido de sur a norte y entre las elites y las masas, salvo extremistas y afines, es la urgencia de calmar ese polvorín en que se ha convertido el sur del país, con su tremendo saldo en materia de derechos humanos, trauma social y ruptura institucional.
La Fiscalía general abrió una investigación contra Boluarte y tres ministros por “genocidio, homicidio calificado y lesiones graves” en el contexto de las protestas. También hubo llamados de atención de Amnistía Internacional, Human Rights Watch, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), y la preocupación expresa de gobiernos extranjeros por la escalada de violencia.
Para el volátil Congreso, dominado por facciones que por vicio, costumbre o deporte tienden a expulsar a los presidentes que no le caen bien, de liberales a socialistas, el plan es sostener a Boluarte hasta las próximas elecciones. En diciembre, ante la presión de las protestas, votó adelantar en dos años la fecha electoral, para abril de 2024. Falta una segunda votación que ratifique esa fecha. Pero amplios sectores, y no solo los manifestantes, creen que se quedaron cortos.
“Adelantar elecciones en el más breve plazo posible no es una opción más, sino quizá la única vía para por lo menos reducir la tensión social, y ni siquiera esa premura es garantía de que será perdurable. No nos engañemos: hemos entrado en un espiral de desgobierno inevitable y no hay reforma institucional capaz de detenerlo, quizá solo de desacelerarlo”, dijo el politólogo Gonzalo Banda.
El Congreso dio una señal en respaldo de Boluarte esta semana votando una moción de confianza a favor de su gabinete. Según la Constitución peruana, el Parlamento debe dar su visto bueno al gabinete dentro de los treinta días de su designación, jura y entrada en funciones.
Pero la fluida inestabilidad de la política peruana, donde un presidente puede durar cinco años, cinco meses o cinco días, hace que cada pronóstico sea, como mucho, precario. Dependerá, en lo inmediato, de cómo evoluciona la conflictiva situación en el sur.
Según el politólogo Carlos Meléndez, investigador de la Universidad Diego Portales, el drama del sur es de carácter estructural, va en aumento, y son muchos los cambios necesarios para revertir la crisis, sin los cuales avizora una fragmentación del país al estilo Bolivia.
“Vamos camino a la ‘bolivianización’ de la política peruana, a una división territorial entre dos regiones (Lima y el sur) sobre la cual se superponen otras capas de polarización política e ideológica (establishment vs. anti establishment, centralismo vs. descentralización, economía formal vs economía informal), tal como sucede entre el occidente y el oriente boliviano”, dijo a LA NACION.
“Así las cosas, las próximas semanas continuarán en dinámica de protestas, con la posibilidad que se desborden más allá del sur peruano –agregó Meléndez-. Por ahora los poderes fácticos que hoy apoyan a Boluarte siguen alineados, pero los costos de este apoyo van aumentando, no solo en número de víctimas sino en una incapacidad de establecer el orden público en el país”.
Es cierto que en las protestas actúan grupos extremistas, y bien organizados, que protagonizan los mayores episodios de vandalismo, entremezclados o en paralelo a las marchas pacíficas. Pero nadie duda que la respuesta de las fuerzas policiales y militares movilizadas ha sido poco o nada profesional, lo cual finalmente provocó la renuncia y el reemplazo del ministro del Interior.
“Incumpliendo sus propias normas de conducta, algunos miembros de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas habrían empleado armas letales en forma excesiva y desproporcionada, lo que debe ser investigado con celeridad y sancionado conforme a ley”, denunció el expresidente Francisco Sagasti en sus redes sociales. También condenó los desmanes y el vandalismo, que, según dijo, con actos de violencia perjudican a las personas que tienen reclamos válidos. Al igual que otros dirigentes y analistas, hizo asimismo responsables a las autoridades.
Si la incendiaria situación es grave en derechos humanos y temblores políticos, no lo es menos sobre los efectos en la economía del país. Los bloqueos de rutas trastornan el transporte de combustible, alimentos y otros productos y causan miles de dólares en pérdidas. Y ha habido incidentes en los riquísimos yacimientos de cobre, la savia de la economía peruana, del cual el país es uno de los grandes exportadores, lo que hace temer al Banco Mundial que pueda pesar sobre la inversión.
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