El día que comprendimos la vulnerabilidad universal
MADRID.- En sus reflexiones a partir de la Primera Guerra Mundial, Paul Valéry estableció solemnemente que las civilizaciones habían aprendido por fin que eran mortales.
No estoy seguro de que nadie hubiera sacado entonces tal conclusión, a la que probablemente no se llegó realmente hasta después de la Segunda Guerra, sobre todo tras la explosión de la bomba en Hiroshima.
Pero quizá para muchos de nosotros fue el derrumbe asesino de las Torres Gemelas el 11-S el instante de la auténtica revelación: a partir de ese suceso (de un impacto visual y hasta estético no menor que moral) comprendimos la vulnerabilidad universal, la fragilidad incluso de aquello que creíamos más arrogantemente seguro.
Tuvimos la evidencia irrefutable de que no hay refugio ni santuario: todos vivimos a la intemperie.
Recuerdo que después del atentado mismo, lo siguiente que me impresionó fue la atroz alegría de algunos de mis compatriotas: no eran islamistas radicales ni mucho menos, sino izquierdistas de un antiamericanismo patológico (donde yo estaba ese día, en el País Vasco, fueron partidarios del terrorismo de ETA que celebraban la masacre como la cumbre modélica de lo que ellos pretendían conseguir con menos medios criminales).
Incluso personas educadas, que practicaban aparentemente la moderación política, no ocultaron cierta satisfacción por lo que consideraban un escarmiento.
Estas actitudes me escandalizaron doblemente. Primero, desde luego, por su menosprecio de las vidas sacrificadas traidoramente para impartir esa lección bárbara, brutal y nihilista.
Pero, en segundo lugar, por su estupidez: porque eran incapaces de comprender que a partir de ese momento ya no habría seguridad para nadie en nuestro mundo, ni para los buenos ni para los peores, que desde ese punto sin retorno reinaba la guerra total, sin primera línea ni retaguardia, sin leyes ni miramientos humanitarios.
En estos diez últimos años, nos hemos ido acostumbrando a vivir a la intemperie, sin refugios, aceptando la intransigencia violenta como única norma de la inestable convivencia.
Tras el 11 de Septiembre vinieron las guerras de Irak y de Afganistán, los megatentados de Madrid y Londres, las sublevaciones contra las dictaduras del norte de Africa y Medio Oriente con sanguinarias represiones en la mayoría de ellas, etcétera?
Los gobiernos de casi todos los países se sienten no sólo legitimados para emplear medidas excepcionales de control sino hasta urgidos a ellas por sus poblaciones. Impera un realismo perverso que excusa la tortura y justifica las ejecuciones sumarias.
Por otro lado, las redes sociales de Internet -que a veces ayudan a convocar movimientos antiautoritarios- difunden también mensajes de alarma violentos y xenófobos, como los que motivaron al autor de la matanza de Noruega. La intransigencia brutal toma carta de ciudadanía en todos los estratos sociales.
Hace diez años, el 11 de Septiembre, el mundo empeoró. Pero incluso de los más abominables sucesos puede obtenerse alguna lección útil.
Aquellos atentados demostraron que ni los más poderosos están a salvo del zarpazo del crimen: ojalá nos convencieran también de que la fuerza y la vigilancia son necesarias, pero que cuando se convierten en excusa de abusos acaban colaborando con el enemigo.
Cuando todas las murallas y fortificaciones se revelan vulnerables, cuando debemos vivir sin techo ni resguardo, sólo nos queda una protección: las leyes internacionales que codifican el ideal de convivencia civilizada.
Lo que apreciamos de la humanidad no puede defenderse con métodos inhumanos, aunque sólo se apliquen en circunstancias excepcionales: ya se ha intentado y no funciona. Si el 11-S no hubieran perecido, con tantas otras víctimas, no sólo nuestros escrúpulos sino nuestras cegueras aterrorizadas? no todo estaría perdido.
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