El conmovedor relato de una sobreviviente, 60 años después
Irene Hirsch Seiman dejó Berlín unos días después de la Kristallnacht.
Hace frío en la estación ferroviaria de Berlín. Irene y Max, cada uno con una valija pequeña de cuero marrón y un baúl donde guardaron algunos regalos de casamiento, se disponen a viajar a Amsterdam. Abelgunde y Simón, los padres de Irene, y Margot, su hermana menor, los despiden en el andén. La locomotora bufa y el vapor que se arremolina en esa noche le da un aspecto fantasmagórico a la escena. Podría ser el guión de una película, el relato inicial de un cuento, la descripción de una vieja foto virada al sepia. Pero es mucho más que eso: es el recuerdo más recurrente que Irene Hirsch Seiman tiene de su pasado, es la última visión de su gente más querida.
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En esta mañana brumosa y destemplada de Buenos Aires, de persistente llovizna, en un amplio departamento de Belgrano, Irene tiene 87 años, 60 más que aquella de Berlín. Es una mujer delgada, de apariencia frágil, que admite sentir un poco de melancolía ante el relato que deshilvana. Causa un pudor irremediable irrumpir en sus recuerdos, hurgar en su memoria como quien mira subrepticiamente cartas ajenas. Con esa tristeza que no le altera en lo más mínimo el registro de su voz, Irene Hirsch Seiman está evocando el 12 de noviembre de 1938, un día en el que sí la abrumaban los sentimientos: incredulidad por lo que había ocurrido tres días antes; entusiasmo por la perspectiva de una vida nueva, junto a su marido, en América; dolor por dejar a sus padres, y a Margot y a su marido; esperanza en un soñado, pero ilusorio, reencuentro.
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"La verdad -dice Irene- es que esa noche terrible nosotros no nos enteramos de nada. Estábamos dormidos y no sabíamos qué estaba pasando en las calles de muchas ciudades de Alemania. A la mañana, temprano, mi mamá llamó a casa y me preguntó si ya me había enterado."
Lo que Irene sabría muy pronto, tan pronto como se asomara a las calles de su querida Berlín, es que bandas de activistas nazis, estimulados por el discurso incendiario de Hitler contra los judíos, que se venía repitiendo, gota a gota, durante los cinco años que llevaba en el poder, organizarían una noche de terror, que luego se repetiría al día siguiente, y que dejó como balance 91 muertos (algunos de ellos suicidados para evitar mayores sufrimientos), 250 sinagogas incendiadas, 7500 negocios destruidos, miles de hogares saqueados, 30.000 personas detenidas. Todo ello con un denominador común: el blanco eran los judíos. No importaba cuáles. Llevaban en sí mismos el pecado imperdonable de existir.
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Para calificar aquella noche del 9 de noviembre de 1938, Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda de Hitler, apeló a un término casi inocente (Kristallnacht, que sin embargo luego adoptó la historia: La noche de los cristales rotos), como si esa tragedia, que sería el punto de partida del Holocausto, pudiera simplificarse en la destrucción, "espontánea y tal vez justificada", dijo, de las vidrieras de un puñado de negocios. La Kristallnacht fue un episodio que se repitió al día siguiente. En Berlín, y en todo el Reich, que entonces incluía a Austria y la recientemente anexada región de los Sudetes, desmembrada de Checoslovaquia. La Kristallnacht era la larga noche que Hitler, embarcado en la locura de "arianizar" la sociedad y la economía alemanas, les tenía reservada a 6 millones de judíos. El cinismo del régimen no tendría límites: cuando varias empresas de seguros presentaron su quiebra por las demandas por daños de los negocios devastados, el gobierno aplicó una multa colectiva de varios millones de marcos a la población judía, a la que hizo responsable del descalabro.
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Irene es una de las escasas personas que pueden dar testimonio de esos días. Muchos judíos sobrevivientes de aquellos años habían emigrado de Alemania antes del fatídico 9 de noviembre y la mayoría de los que lo vivieron no están para contarlo. Por algún misterioso designio, esa noche diseñada como el borrador de un proyecto de muerte, sirvió para que esta mujer y su esposo salvaran la vida.
"Mi marido y yo ya habíamos decidido emigrar -cuenta Irene-. Mi cuñado había comprado una pequeña estancia en Paraguay a un nazi que quería retornar a Alemania y pudo anotarnos como ayudantes. Eso nos permitió tramitar el permiso de salida. Teníamos previsto viajar a Amberes el 22 de noviembre, pero después de esa noche de terror nos comunicamos con unos amigos que estaban en Amsterdam y ellos nos enviaron de inmediato un telegrama en el que nos llamaban. Con el telegrama y el permiso para emigrar nos dejaron salir."
Además de las escasas pertenencias que llevaba la pareja, Max tenía sólo un billete de 10 marcos (el máximo permitido a los emigrantes judíos para que sacaran del país) y a Irene le habían quedado algunas monedas en la cartera, que les fueron confiscadas por un agente fronterizo. Ella conserva todavía, amarillento y ajado, el pasaporte en el que se le estampó una J (por "jude", es decir, judío). Después se enteraría de que a su familia y al resto de los judíos que permanecieron en Alemania les tatuarían, en amarillo, una cruz en el brazo.
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Mientras Irene y Max trabajaban en la estancia de Paraguay y luego se radicaban en Buenos Aires, la persecución de los judíos en Alemania seguiría creciendo. Hasta esos límites inusitados, pero conocidos.
"Es raro, ¿no? -dice Irene-. Mi papá, en 1933, pensaba que Hitler, que estaba tan loco, no duraría ni seis meses en el poder, y mi hermana y su esposo, que tenían sus cosas casi arregladas para viajar a los Estados Unidos, no quisieron dejar Alemania con nosotros. Mi padre, por suerte, murió en el 39, sin saber lo que luego ocurriría. El resto de mi familia desapareció en el campo de concentración de Auschwitz. Yo les había escrito una carta, que poco tiempo después retornó a Buenos Aires porque no se encontraba el destinatario."
Contra el olvido
BONN (AP).- El canciller alemán, Gerhard Schroeder, instó a sus compatriotas a no olvidar La noche de los cristales rotos y a mirar al mismo tiempo el futuro.
"Fue una jornada verdaderamente aciaga para Alemania, que representa crímenes insólitos, una fecha que permanece conectada para siempre con el recuerdo de inmensos sufrimientos -afirmó Schroeder-.Sesenta años más tarde miramos hacia adelante, sin olvidar el pasado."
"Nuestra tarea es dar forma al presente y al futuro, para que el pasado no se pueda repetir", dijo el líder socialdemócrata, que en las elecciones de septiembre último derrotó a Helmut Kohl.
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