El "cisne negro" que nadie vio y cambió al mundo hasta límites impensados
PARÍS.- Nadie vio llegar al "cisne negro". Ningún líder mundial o economista fue capaz de detectar los signos que anunciaban la actual pandemia de coronavirus, que provocó miles de muertos, colocó a la mitad del planeta en cuarentena, originó una psicosis global y tiene un efecto multiplicador que pone de rodillas a la economía mundial.
Para comprender las consecuencias de esta pandemia, que está cambiando el mundo, es preciso realizar una lectura en diferentes niveles. El primer estamento es de naturaleza política.
El efecto devastador que tiene la fulminante propagación del coronavirus se debe, en parte, a la lenta reacción del régimen chino para actuar frente al foco infeccioso de Wuhan, epicentro de la crisis. Aunque Pekín afirmó que la epidemia estalló el 15 de diciembre, el confinamiento de la población de esa ciudad se decidió para evitar la expansión de un tsunami viral que había comenzado en realidad por lo menos dos meses antes.
El ocultamiento de esa información crucial durante 60 días, solo posible gracias al control que ejerce el régimen autoritario del presidente chino, Xi Jinping, permitió el movimiento de viajeros y la multiplicación de contactos en plena fiesta del Año Nuevo lunar, lo que facilitó la propagación descontrolada del virus.
La libertad de información sobre la epidemia también es un factor diferencial entre regímenes autoritarios y democráticos.
Además de China, donde numerosas personas que lanzaron alertas fueron encarceladas y reprimidas, el mismo fenómeno se registró en otros países gobernados por dictaduras, donde ahora la epidemia alcanza dimensiones de tragedia nacional, como en Irán, Egipto, Argelia o Marruecos.
En Irán la situación es tan grave que el régimen de los ayatollahs comenzó a construir fosas comunes en el cementerio de Qom para enterrar a las víctimas, según prueban fotos tomadas por un satélite norteamericano.
La epidemia revela también la fragilidad del sistema económico occidental, patológicamente dependiente del profit. En la época de mayor opulencia de la historia de la humanidad, ningún país está preparado para hacer frente a esta emergencia, que, en el fondo y hasta ahora, es casi insignificante comparada con otras grandes pandemias de la historia.
China, país totalmente militarizado, fue el único hasta ahora capaz de movilizar al Ejército para construir en diez días dos hospitales para 1000 personas cada uno. Los demás carecían inicialmente de planes de contingencia y el virus los tomó sin reservas de material, protecciones, camas y medicamentos necesarios para enfrentar el shock. En algunos casos, la desorganización -por motivos estructurales- sigue siendo alarmante.
Ese déficit es, parcialmente, el resultado de la deslocalización resuelta por los grandes laboratorios en la década de 1990 para reducir los costos de producción de medicamentos. Como resultado de esa medida mercantilista, Occidente externalizó gran parte de la producción de la industria farmacéutica, incluyendo algunos medicamentos estratégicos como los antibióticos, antirretrovirales, anticancerosos, anestésicos, anticoagulantes, inmunoglobulinas y hasta las materias primas activas indispensables para los tratamientos de emergencia: 90% de la penicilina y 60% del paracetamol se producen en China, la India y otros países asiáticos. En total, China produce 13% de los medicamentos que se consumen en Estados Unidos.
Frente a ese panorama escalofriante, es inevitable pensar qué pasará si el mundo tiene que enfrentar un día un ataque atómico, biológico o químico o cualquier otra catástrofe de gran magnitud. Un escenario de esa naturaleza provoca -como ocurre ahora- la parálisis de toda la cadena de valor de la economía mundial.
La ruptura de todos los eslabones de producción de materias primas, aprovisionamiento, comercialización y finanzas que conforman la economía mundial provocó una parálisis que el mundo no conocía desde la Segunda Guerra Mundial.
Para tener en cuenta la dimensión del impacto hay que pensar que, hasta ahora, la pandemia colocó en estado de virtual hibernación a países (China, Corea del Sur, Italia, Francia y España) que en conjunto totalizan un cuarto de la economía mundial.
Nadie es capaz de arriesgarse a predecir cuándo podrá ser controlada la propagación ni la cantidad de víctimas. Algunos biólogos del Instituto Pasteur prevén que podría durar tres meses más, y el epidemiólogo Marc Lipsitch, de la Universidad de Harvard, estima que la infección podría afectar al 60% de la población adulta del mundo en pocos meses.
En su libro The Black Swan, el "pensador de la incertidumbre" Nassim Nicholas Taleb explica que algunas "aberraciones de la imaginación humana" son tan improbables como encontrar un cisne negro en un lago del Central Park, en pleno centro de Nueva York, aunque esas aves son totalmente familiares para los australianos.
Taleb, que fue trader y es un matemático que se transformó en filósofo, utilizó esa metáfora para definir la singularidad de un episodio atípico -porque nada en el pasado permite imaginar esa posibilidad- capaz de provocar un impacto extremo. Para justificar su impericia, el hombre inventa a posteriori justificaciones que le permiten creer que el fenómeno era predecible y explicable.
El mejor ejemplo de su teoría es el ataque del 11 de septiembre de 2001. A esa lista reducida se agregó ahora la pandemia del coronavirus, que no figuraba en ninguna de las catástrofes ni stress-tests que modelizan periódicamente los gigantes bancarios, compañías de seguros, colosos financieros y consultores de riesgo para prevenir las catástrofes de magnitud mundial.
Lo que sí advirtió el año pasado la Organización Mundial de la Salud (OMS), en un informe realizado por expertos y funcionarios internacionales, era que el mundo "no estaba preparado" para afrontar una situación como la que estamos viviendo.
Como era lógico, el impacto global del coronavirus derrumbó las bolsas, que cayeron como un castillo de naipes. Incluso el oro, tradicional valor de refugio, cedió 3%, mientras que el petróleo -debilitado por la guerra de precios y producción que desencadenaron Arabia Saudita y Rusia- perdió casi 20% desde comienzos de año.
En poco más de diez días, esa hoguera devoró más de diez billones de dólares de capitalización bursátil, congeló la economía planetaria y condujo al mundo al borde de una nueva recesión de consecuencias imprevisibles, según el cálculo de Philippe Muller, responsable de inversiones en el sector UBS Wealth Management.
La prudencia de la presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde, que mantuvo intactas las tasas y solo consintió anunciar un programa de apoyo a las instituciones que acuerden líneas de crédito, contrastó con la actitud de los grandes líderes de la Unión Europea (UE), incluyendo la canciller alemana, Angela Merkel, que decidieron abandonar la ortodoxia presupuestaria para sostener sin limitaciones las economías fragilizadas.
Cuando hay un incendio no hay que mirar la factura del agua, fue el mensaje subliminal del presidente francés, Emmanuel Macron, cuando anunció el jueves una batería de medidas sin precedente.
Rebrote
La actitud europea contrastó con la frivolidad de Donald Trump, que hasta el miércoles bromeaba sobre la epidemia y el viernes tuvo que resignarse a declarar el estado de emergencia. Su única preocupación estuvo concentrada en tratar de sostener la bolsa y la industria norteamericanas.
La epidemia, en todo caso, provocó un rebrote del nacionalismo con cierres de frontera, cuarentenas innecesarias, negativas de ayuda, proteccionismo y mayores controles de inmigración. La otra consecuencia, que alcanzó dimensiones alarmantes, fue la ola de pánico que desencadenó la expansión de la infección.
"Es más inquietante la 'coronopsicosis' que la epidemia", comentó el profesor Patrick Zylberman, autor del libro de historia Tempestades microbianas. Pero, sobre todo, tuvo un efecto inesperado: multiplicó las dudas de los economistas de todo el espectro político en las economías avanzadas, incluyendo los expertos de la OCDE, quienes empiezan a sospechar que el neoliberalismo comienza a mostrar sus límites.
El sistema que dominó la economía mundial desde la década de 1980, basado en la globalización y la desregulación, terminó desbordado por excesos que pueden conducirlo a la perdición.
Numerosos actores políticos europeos comienzan a reclamar una acelerada relocalización industrial, por lo menos de los sectores estratégicos de la economía.
Después de tres meses de pandemia, parece evidente que el mundo no saldrá indemne de esta crisis. La diabólica explosión en cadena de factores imprevistos como el coronavirus, una parálisis industrial, el derrumbe de los mercados y un crash petrolero demostró la fragilidad de la sociedad moderna.
En un contexto marcado también por el calentamiento global, el mundo parece haber entrado en un círculo vicioso que algún día -más pronto que tarde- puede precipitar un derrumbe irreparable.
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