El caso de Sanna Marin renueva el debate sobre qué conductas se pueden aceptar en un líder político
Las últimas semanas la primera ministra de Finlandia estuvo en el ojo de la tormenta por la filtración de videos y fotografías personales
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PARIS – Si en vez de ser primera ministra de Finlandia, Sanna Marin hubiera sido aspirante al trono zulú, las dos semanas que acaba de vivir habrían sido, con toda seguridad, irreparables. Baste como prueba la terrible experiencia de Misuzulu Zulu, heredero legítimo del trono de esa nación sudafricana, que tuvo que luchar durante más de un año para ser aceptado como soberano por sus 11 millones de súbditos, que lo consideran “un fiestero y un alcohólico empedernido”.
Es verdad, en ese pueblo bantú de África austral, al que pertenece uno de cada cinco sudafricanos, las costumbres son sagradas: exigencia de ser serio, prolífico y respetuoso de la más rigurosa moral, cualquiera sea la que hayan decidido los ancestros, para poder administrar personalmente los casi 30.000 km2 de tierras, recibir los 75.000 euros anuales de salario, más un presupuesto oficial de 7,5 millones suplementarios.
Pero eso sucede en país zulú. En Finlandia, es otra cosa. Porque desde hace dos años y medio, el país más igualitario y más feliz del mundo -según el UN Sustainable Development Soluions Network- está gobernado por la primera ministra en ejercicio más joven del mundo: Sanna Marin (36 años) dirige ese país de 5,5 millones de habitantes al frente de una coalición, en la cual los otros cuatro partidos también están dirigidos por mujeres, tres de ellas igualmente en la treintena.
Apenas llegada al poder, esa joven meteoro de la política anunció su objetivo: su pretensión era “sacudir” la función de jefe de gobierno.
“Como madre de 34 años, represento a una generación más joven. Trato de vivir acorde con mi edad”, explicó entonces la dirigente social-demócrata. Ya entonces, Sanna reivindicaba su derecho a la vida privada: “A veces tengo la sensación de que mi sola existencia es una provocación para muchos”, decía.
Pocos días después, apenas, los medios de ese pequeño país nórdico le reprochaban sus actividades en las redes sociales, las fiestas organizadas en Kesaranta, la residencia oficial del primer ministro, y sus amistades con ciertas celebridades. Pero, esta vez, la polémica es de otra envergadura. El primer episodio ocurrió el 17 de agosto, cuando un video la mostró “bailando desenfrenadamente” -dijeron- con amigos en una fiesta privada. La violenta reacción de los medios conservadores la obligó a someterse a un test de drogas, cuyo resultado fue negativo.
Todo hubiese quedado ahí, sin la filtración de una foto, tomada en su residencia oficial, donde se ve a dos mujeres, con los senos desnudos, besándose detrás de un cartel con la inscripción “Finlandia”. Si bien la primera vez argumentó que no había hecho “absolutamente nada de malo”, esta vez Sanna tuvo que pedir disculpas, eclipsando completamente el discurso de política exterior particularmente ofensivo que acababa de pronunciar ante embajadores extranjeros en Helsinki.
“Soy un ser humano. A veces aspiro también a la felicidad, a la luz y a la risa, en estos momentos tan oscuros”, se justificó, precisando que jamás había “perdido un día de trabajo”.
Y nadie osaría decir lo contrario.
“En Finlandia, Sanna es considerada como una excelente primera ministra. Que no solo dirigió con seguridad y eficacia el país durante la pandemia, y después el proceso de adhesión a la OTAN, sino que consiguió hacer adoptar reformas mayores en el terreno social y de la salud pública”, señala Magnus Swanljung, periodista político de Yle, la televisión pública.
Esto no impide que se trate de una personalidad controvertida. Hay quienes la aman, muchos la detestan. Según Johanna Vuorelma, investigadora en Ciencias Políticas de la Universidad de Helsinki, “nadie está habituado a ver personas como ella en el poder”.
Mujer, joven, nacida en un hogar modesto y criada por dos mujeres, en un contexto donde la cuestión del género está muy politizada. Sanna también dio un nuevo rostro a una generación de líderes jóvenes, que defienden valores tales como el cambio climático, las desigualdades o la defensa del Estado-bienestar.
Es por eso que la generación de los millennials la adora, mientras que ciertas franjas de la población, sobre todo los mayores, se exasperan.
“Los finlandeses son más bien conservadores. Pretenden que sus representantes sean ejemplares y vivan normalmente”, dice Vuorelma. “Aunque todos sabemos que, en una misma sociedad, ‘vivir normalmente’ tiene diferentes significados según la edad”, agrega.
Entonces, ¿adónde poner la línea demarcatoria? ¿Cuál es la conducta que deberían seguir los líderes políticos, aun sabiendo que nunca, jamás, lograrán satisfacer a todo el mundo? La respuesta se podría buscar en la experiencia del flamante rey Misuzulu Zulu: cada nación tiene sus códigos morales y violarlos suele provocar el desapego inmediato de los administrados.
Una amarga experiencia similar vivió el expresidente conservador francés Nicolas Sarkozy quien, apenas asumió, demostró su apego a lo que los franceses calificaron de “bling-bling”: travesías en yates privados, paseos por Egipto con la bella Carla Bruni apenas separado de su segunda mujer, fiestas de celebración en conocidas boîtes parisinas… Una actitud que los franceses, cuyo lema desde la Revolución Francesa es “pour vivre hereux, vivons cachés” (para vivir felices, vivamos escondidos), jamás le perdonaron.
Hay sin embargo otra opción, que más bien parece un pleonasmo: jamás creer que el poder da derecho a violar la ley.
El primer ministro británico Boris Johnson no perdió su puesto porque asistió a unas cuantas fiestas y bebió algunos tragos de más. Lo perdió porque participó en reuniones cuando todos sus administrados respetaban un riguroso confinamiento. Lo mismo sucedió con el presidente de la Argentina, a quien nadie le hubiera reprochado festejar el cumpleaños de su mujer en otro momento.
En Italia, el exprimer ministro Silvio Berlusconi no fue a juicio por su desparpajo y sus fiestas bunga-bunga. La justicia le pidió cuentas por estupro y por incitación a la prostitución, entre otras cosas.
Pero volvamos a Finlandia, país que acepta por ley el matrimonio homosexual, el consumo de alcohol y el nudismo. ¿Qué hizo entonces de malo Sanna Marin? Teóricamente, nada. El 24 de agosto, el congreso del partido social-demócrata le renovó su confianza.
“Aunque los servicios de inteligencia afirmen que el reciente escándalo no es bueno desde el punto de vista de la seguridad, Marin sigue siendo una pieza maestra para el partido. Desde hace años no hubo en el país un líder tan popular como ella”, afirma Johanna Vuorelma.
En Europa, la mayoría de los dirigentes políticos guardan silencio, pero miran con respeto y asombro a esa joven mujer que fue capaz de “patear el tablero y seguir siendo una verdadera líder”, dice una fuente diplomática francesa.
Y concluye: “Sanna Marin quería ‘sacudir’ la función… Y vaya si lo logró. Aunque en Francia sería inimaginable, en aquel país, ciertas cosas que antes de ella eran inaceptables, han dejado de serlo. Y eso está muy bien”.
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