El régimen deportó allí a los prisioneros que consideraba ideológicamente más peligrosos. “La primera fase del campo acogió principalmente a presos políticos opuestos al régimen: anarcosindicalistas, comunistas y socialistas”, explican los historiadores
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Edmundo Pedro (1918-2018), ingresó al campo de concentración de Tarrafal, en la isla de Santiago, en Cabo Verde, a los 17 años. Formó parte del primer grupo de prisioneros que fue a construir el campo, que en ese momento contaba con poco más que tiendas de campaña. Era octubre de 1936. El hombre había sido detenido ocho meses antes por dirigir las Juventudes del Partido Comunista y embarcado hacia ese lugar sin saber muy bien adónde se dirigía.
Su padre, Gabriel Pedro, también era opositor al gobierno y viajaba junto a él. Ninguno de los dos sabía en ese momento cuánto tiempo pasarían en el exilio. Regresaron 10 años después. La Colonia Penal de Cabo Verde, nombre oficial del campo de Tarrafal, fue creada en abril de 1936, en el contexto de varias protestas sociales que habían comenzado con la huelga general del 18 de enero de 1934 en Portugal en la que hubo numerosas detenciones.
El régimen creó un campo de concentración en una de sus colonias y deportó allí a los prisioneros que consideraba ideológicamente más peligrosos. “La primera fase del campo acogió principalmente a presos políticos opuestos al régimen: anarcosindicalistas, comunistas y socialistas”, explica la historiadora Isabel Flunser Pimentel.
“Se parecía a los campos, no de exterminio, pero sí a los de concentración que existían en la Alemania nazi o en la España franquista. El objetivo no era matar a los prisioneros, sino neutralizarlos, encerrarlos lo más lejos posible y dejarlos morir”, agrega.
Al principio era solo un campo con tiendas de lona. “Fueron los propios presos, sometidos a trabajos forzosos, quienes construyeron las distintas instalaciones”, afirma Nélida Brito, profesora de Historia Contemporánea de la Universidad de Cabo Verde. Por allí pasaron 340 prisioneros, todos portugueses, en lo que se conoció como la “primera fase” del campo.
Las condiciones eran terribles: además de los malos tratos y las palizas, había escasez de alimentos, falta de condiciones higiénicas (los “baños” eran cinco agujeros en el suelo con latas en su interior), combinado con el clima hostil de Cabo Verde y los peligros de contraer malaria por las picaduras de mosquitos debido a la falta de atención médica. Tanto era así que Tarrafal empezó a ser conocido como “el campo de la muerte lenta”.
Quien hoy visita ese espacio, transformado en Museo de la Resistencia, puede leer, inscrita en las paredes, la declaración de intenciones del médico Esmeraldo Pais da Prata, que debía velar por la salud de los prisioneros: “No vengo aquí para curar, sino para expedir certificados de defunción”.
“33 presos murieron entre 1936 y 1954. La mayoría por enfermedades como malaria o diarrea, a consecuencia del agua que bebían, que no era potable. Pero otros por los malos tratos que sufrían”, dice Brito.
El peor de los castigos fue la llamada “sartén”. Creada por el primer director del campo de Tarrafal, Manual dos Reis, en 1937, era una “caja” de hormigón de seis metros de largo, tres de ancho y con una pequeña grieta en el techo. “Expuesta al intenso sol de Cabo Verde, el calor en el interior podría alcanzar los 60 °C “, afirma la profesora de historia.
La “sartén”
“Cuando estaba en la sartén - con doce hombres más - la humedad del aliento se condensaba en las paredes por donde se escurría. No hace falta mucha imaginación para hacerse una idea de lo que podría pasar cuando tantos hombres intentaban respirar dentro de una caja así, con el sol tropical calentando el exterior, y la evaporación del aire respirado corriendo por las paredes”, escribió Gilberto Oliveira, prisionero del campo, en el libro Memória Viva do Tarrafal.
“Los cuerpos estaban empapados, el aire sin oxígeno era asfixiante, la sangre palpitaba en la cabeza y el pecho quedaba oprimido en una semiasfixia enloquecedora. Y a esto hay que sumar toda esa humedad viscosa en la que se mezclaban los ácidos putrefactos de la lata en la que todos hacían sus necesidades. En definitiva, un agujero donde los hombres eran tratados peor que los animales”, escribe.
Pedro, padre de Edmundo, fue el preso que pasó más tiempo allí: 135 días. Su desesperación era tal que un día intentó quitarse la vida cortándose las muñecas con una lata. Lo encontraron a tiempo para salvarle la vida.
El joven Edmundo estuvo encerrado en la sartén durante 70 días, tras un intento de fuga. “No se imaginan lo que fue eso. La temperatura adentro llegaba a casi 50 grados. Por la noche había condensación así que la humedad corría por las paredes y la lamíamos. Nos quitaron el agua. No puedo explicar el grado de sufrimiento”, dijo en una entrevista con un periódico local en 2017.
La mayoría de los prisioneros terminaron en el campo de Tarrafal sin ningún juicio. “Este es el caso de Edmundo Pedro”, dice la historiadora Irene Flunser Pimentel y detalla: “Estuvo allí durante 10 años y solo cuando regresó a la metrópoli fue juzgado y condenado a una pena de medio año, que, por supuesto, ya no cumplió”.
En 1954, años después de la victoria de los aliados en la Segunda Guerra Mundial y de cierta presión internacional, el campo fue cerrado. Sin embargo, en 1961, con el fin de la guerra de ultramar y con los movimientos independentistas en las colonias portuguesas, el régimen decidió abrir de nuevo el campo. Se cambió el nombre, se convirtió en Campo de Trabajo de Chão Bom y se destruyó la “sartén”.
La segunda época del campo
En su lugar aparece la “holandinha”, una construcción de cemento, también precaria, pero que se encontraba dentro de otro edificio, imposible de ver desde el exterior. En esta segunda fase, los prisioneros no eran antifascistas portugueses, sino miembros de los movimientos de liberación de las colonias africanas. “Por allí pasaron 107 angoleños, 100 guineanos y 20 caboverdianos. En esta segunda fase, no hubo tanto trabajo forzoso, sobre todo porque el campo ya estaba construido y pasaban allí la mayor parte del tiempo encerrados”, afirma Brito.
“Se creó una biblioteca que tenía tres funciones: la de biblioteca, gracias al envío de libros, la de escuela y la de iglesia. Además, gracias a la complicidad de algunos guardias, [los presos] obtuvieron tres radios. Las condiciones continuaron siendo duras (siguieron existiendo castigos corporales y condiciones insalubres), pero no hubo nada de la brutalidad de la primera fase”, se explaya la especialista.
Los prisioneros estaban separados por nacionalidades y los guardias no permitían que se mezclaran, para que los diferentes movimientos políticos no “alimentaran” a los demás. Durante los muchos años que todos estuvieron allí los detenidos desarrollaron formas de resistencia.
“Muchos hicieron lo que llamaron superación académica. Los que tenían más estudios enseñaban a otros, algunos solo sabían escribir su nombre. Y este aprender unos de otros era una manera de sobrevivir y resistir esa opresión”, dice Diana Andringa, periodista y autora del documental “Memorias del Campo de la Muerte Lenta”. Grabado en 2009, en el 35º aniversario del cierre del campo, el documental muestra el reencuentro de los prisioneros que sobrevivieron.
La maldad inútil
“Fue muy conmovedor vivir eso. Muchos ni siquiera se conocían, la mayoría nunca había regresado allí y compartir recuerdos comunes fue curativo. Entraron allí de una manera diferente, como vencedores, porque lo que estos africanos, encarcelados en los años 60, tenían en común con los portugueses, encarcelados en los años 30, era el antifascismo y el anticolonialismo”, suma Andringa.
En las imágenes hay relatos de extrema crueldad. De violencia, palizas, historias de aislamiento en la “holandinha” que terminaron en locura. Pero lo que más impresionó a la periodista fue lo que ella llama “la maldad inútil”. “Algunos fueron arrestados con sus padres y, cuando llegaron aquí, los obligaron a desnudarse. Muchos angoleños y guineanos prefirieron ser golpeados antes que quedarse sin prendas delante de sus padres. Eso, en sus culturas, es algo que no se hace. Y es aquí donde el colonialismo muestra una falta de respeto total hacia la cultura ajena, y es allí donde los ataca brutalmente”, dice la periodista.
“A las familias de los guineanos se les dijo que habían muerto. Y muchos tuvieron un funeral. El peso que esto deja en una familia, el trauma de saber más tarde que un niño fue enterrado en vida… Recuerdo también a la esposa de un anarquista portugués, Mário Castelhano, a la que le devolvieron una carta con la palabra ‘murió’ escrita en rojo. Así se enteró de que su marido había muerto. Estas son las brutalidades que más me impactaron, porque es una maldad inútil. No tiene ningún propósito, solo hacer más daño”, dice.
Cuando se produjo la revolución en Portugal el 25 de abril de 1974, algunos presos escucharon la noticia por la radio. Y también recibieron información de algunos guardias que tenían relación con ciertos detenidos. “Tengo una buena noticia para ustedes, algo pasó allí”, les dijo a escondidas un guardia caboverdiano. Pero ahí no pasa nada. Al menos hasta el 1 de mayo.
Esa mañana, una multitud se reunió en la puerta del campo y exigió la liberación de los prisioneros. El director del campo, Dadinho Fontes, y algunos militares entraron en el campo, anunciaron un cambio de régimen y los liberaron. Cuando salieron, los presos fueron aclamados por la multitud que los llevó en hombros hasta el centro de la ciudad, en una fiesta que se prolongó durante todo el día.
“El punto no es que intentaran matarnos lentamente”, dice en un momento del documental Jaime Schofield, un caboverdiano apresado en 1967. “Lo más importante es que rechazamos esa muerte lenta. ¡En Tarrafal reinventamos la vida, siempre!”, agrega.
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