El Brexit y la novela del príncipe Harry dejan en un lugar incómodo a la reina
PARÍS.- El día de la coronación de Isabel II, el 2 de junio de 1953, el célebre Cecile Beaton hizo su retrato en blanco y negro. Con apenas 26 años, la nueva soberana de Gran Bretaña sostiene en su mano el cetro y el orbe. Y aunque lleva la corona imperial, parece una mujer frágil, vulnerable y fácil de manipular.
Pero la impresión es engañosa. La nueva reina mostraría rápidamente que está dotada de una poderosa voluntad, sobre todo cuando se trata de cuestiones familiares. Como jefa de Estado, aunque sin asperezas ni aparentes fallas, el tiempo dejaría al descubierto los límites de su autoridad.
Por haber ignorado la firmeza de su carácter, Harry y Meghan acaban de ser condenados a un virtual destierro. Para la soberana, el deber debe trascender las pasiones en toda circunstancia. Durante sus 67 años de reinado, Isabel II consiguió casi siempre neutralizar las veleidades de rebelión de todos los miembros del clan de los Windsor, dejándoles una sola opción: la obediencia o el purgatorio.
Sin que le tiemble la mano, la soberana sanciona a quienes se niegan a aceptar el tradicional esquema real: su propia hermana, la princesa Margarita; su tío, el duque de Windsor; sus exnueras, la princesa Diana y Sarah, duquesa de York; su propio hijo, el príncipe Andrés y, desde el 8 de enero, la pareja formada por su nieto preferido, Harry, y su esposa, Meghan Markle.
Isabel II detesta la confrontación directa. Calma y ponderada, acepta las decisiones tomadas por sus consejeros. Es una jefa no directiva que tiene una confianza total en sus subordinados. Todos ellos señalan su sentido de la organización. Los documentos que recibe son rápidamente devueltos, debidamente anotados y rubricados.
Dotada de una excelente memoria, la monarca se contenta con dar su acuerdo o no sin entrar en detalles. Es necesario, sin embargo, ser capaz de interpretar sus códigos. "¿Está usted seguro?" significa un rechazo definitivo. "¿En qué puede esto ser útil?" quiere decir que la idea es absurda.
Fue por esa razón que, en plena crisis del Megxit, dio inmediatamente su aprobación cuando su secretario privado, Edward Young -de acuerdo con el príncipe Carlos-, propuso publicar en Instagram una foto que la muestra en compañía del príncipe de Gales, de su nieto Guillermo y de su bisnieto Jorge para celebrar la nueva década. El mensaje era claro: de aquí en más, la monarquía ha quedado limitada a su núcleo esencial, a fin de reducir los costos. Los duques de Sussex perdieron su sitio en el nuevo esquema.
Como otros miembros de la familia antes que ellos, Harry y Meghan cometieron el error de pasar por alto el leitmotiv de la soberana: ¿Por qué cambiar lo que funciona correctamente? Isabel II venera los usos y costumbres establecidos hace siglos y considera que toda innovación perturba la existencia.
El problema es que, en un planeta que cambia a la velocidad de la luz, el apego al statu quo de la soberana, de 93 años, no solo la debilita ante la opinión pública cuando se trata de cuestiones familiares, sino que la fragiliza cada vez más en el terreno político.
Una encuesta publicada esta semana por el diario populista-conservador Daily Express, demuestra que, mientras la monarquía sigue siendo apoyada por el 61% de los británicos mayores de 50 años, solo el 38% de los jóvenes adultos consideran que esa institución es "buena para el Reino Unido".
En el terreno político, el profundo periodo de crisis institucional desatado por el Brexit demostró que la situación es aún más complicada para la soberana. En esa vieja monarquía parlamentaria, los soberanos deben hacer lo que el poder político les indica.
Esa fusión del primer ministro con las prerrogativas formales del soberano en su calidad de jefe de Estado es el verdadero secreto de la Constitución no escrita de Gran Bretaña. Combinado con una sólida mayoría parlamentaria, una rigurosa disciplina partidaria y un liderazgo político responsable, ese sistema representa un formidable mecanismo de poder.
Esa fusión nació hace 300 años, como respuesta británica a la crisis europea del siglo XVIII. La Reforma, el avance del capitalismo y las luchas dinásticas crearon una convulsión que alcanzó su punto más sangriento con la Guerra de los Treinta Años.
En el continente, la respuesta fue el absolutismo. En las Islas Británicas, después de luchas intestinas que incluyeron el derrocamiento de dos monarcas, guerras civiles en Inglaterra, Irlanda y Escocia, y una decapitación real, el Reino Unido -creado en 1707- quedó gobernado por "la corona en el Parlamento" con un primer ministro convertido en nexo crucial.
"Vista desde ese punto de vista, la fusión particular que caracteriza el sistema de Westminster puede ser atractiva. Mirada desde la perspectiva del equilibrio del poder, es evidentemente un arreglo muy peligroso", señala Chris Bickerton, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Cambridge. "Y eso quedó a la vista cuando Boris Johnson obligó a la reina a disolver el Parlamento a fin de lograr sus objetivos políticos, una medida que la Justicia juzgó ilegal y dejó sin efecto", agrega.
Lo que todos estos agitados meses demostraron es que, en situaciones de extrema tensión, cuando las partes en conflicto explotan cada recurso a su alcance, es imposible conservar una posición apolítica como la que debe asumir la soberana, arriesgándose así a convertirse en un subterfugio constitucional manejado por el instinto de supervivencia del partido en el poder.
"La reciente y dramática experiencia del Brexit dejó en claro la peligrosa fantasía que representa creer que, en el mundo de la inmediatez en el que vivimos, un país puede sobrevivir asentado sobre un cimiento apolítico. En tiempos de crisis, la legitimidad depende inevitablemente de la posibilidad de ejercer concretamente el poder", señala Adam Tooze, profesor en el Instituto Europeo de la Universidad de Columbia.
Para Tooze, eso no ocurrió durante el traumático proceso del Brexit, pues la legitimidad de Isabel II como jefa de Estado depende de la posibilidad de conservar la apariencia de ser apolítica.
A su juicio, "en un momento de extrema politización del país, Isabel II no solo se quedó sin bases para actuar, sino que la imagen de la monarquía resultó severamente debilitada".
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