El Brexit, el reflejo más extremo de las nuevas democracias del "rompan todo"
LONDRES.- Cuando se les pregunta a los británicos qué tipo de plan para el Brexit apoyan, suelen contestar con vaguedades.
Pero basta con preguntarles a qué se oponen y las respuestas son enérgicamente claras: ni el acuerdo de la primera ministra Theresa May , ni abandonar la Unión Europea sin acuerdo, ni permanecer en el bloque regional.
No aprueban a la propia May, cuyos índices de popularidad son sumamente bajos, ni tampoco al líder de los laboristas, Jeremy Corbyn, cuyo nivel de aprobación es todavía peor. Según un reciente sondeo de YouGov en el que se les preguntó a los británicos quién sería mejor primer ministro, si May o Corbyn, la abrumadora mayoría respondió "no estoy seguro".
Y los políticos británicos parecen sufrir del mismo problema a la hora de tomar cualquier decisión. Los legisladores del Parlamento dijeron esta semana que tomarían el control de Brexit votando sobre ocho maneras de avanzar, y a continuación… las rechazaron todas.
Al igual que el electorado, resulta que el Parlamento también se opone a todo. El resultado: un caos a la deriva.
Pero lo que está pasando va más allá de un problema de indecisión o de empantanamiento. La disfuncionalidad británica, aunque es particularmente aguda, es expresión de un fenómeno mucho más amplio.
En las democracias occidentales en general, la política se define cada vez más por oposición, ya sea al statu quo, al establishment, a los rivales partidarios de cada uno. La gente siempre se organizó más fácilmente en torno a lo que se opone que en torno a lo que apoya, pero lo que ocurre ahora es diferente. La política se ha vuelto visceralmente tribal y los votantes, impulsivamente destructivos.
Y esa tendencia, fogoneada por los cambios sociales, la inestabilidad económica y la disrupción tecnológica, está profundizando algunos de los problemas más graves de la democracia.
A medida que los votantes se organizan en función de su oposición a otro bando, el fenómeno alimenta el resentimiento y la intransigencia partidaria. También profundiza la inestabilidad, con elecciones que fracturan a los partidos y eyectan a quien sea que esté momentáneamente en el poder. O fogonea alzamientos populistas de una ciudadanía que quiere tumbar al establishment y romper el statu quo.
Los principales partidos políticos de toda Europa se han dividido, debilitando a los líderes centristas y empoderando a los populistas extremos. En Estados Unidos, la guerra declarada entre demócratas y republicanos hace impensable un acuerdo de gobernabilidad.
Nada refleja mejor esta tendencia que el movimiento de los "chalecos amarillos" en Francia, manifestantes cuyo único punto de acuerdo es su descontento con el statu quo y su desconfianza en las instituciones. Pero a pesar de su impresionante capacidad de movilización popular, esa ética del rompan todo los ha dejado políticamente inermes.
"Está pasando en todas partes", dice Steven Levitsky, politólogo de la Universidad de Harvard, en referencia a lo que los académicos llaman la "democracia schumpeteriana", que lleva ese nombre por el pensador austro-estadounidense Joseph Schumpeter. Las que durante mucho tiempo fueron las bases de la democracia moderna, en las que el establishment administraba la voluntad popular en busca del bien común, están dejando lugar a un nuevo sistema que es al mismo tiempo primitivo y distintivo del siglo XXI.
"Para bien y para mal", dice Levitsky, "la moderación, la estabilidad política y los controles informales impuestos por el monopolio de los establishments sobre el acceso a los cargos electivos están desapareciendo". Y el aumento de la desconfianza de la sociedad y la profundización del caos político "son un desafío mayor de cara al futuro", agrega Levitsky.
Otra clase de división
En 2015, los analistas políticos Alan Abramowitz y Steven Webster identificaron un misterio: los estadounidenses expresaban niveles récord de lealtad política y de votos alineados con su partido, pero nunca les había resultado tan difícil identificarse como republicanos o demócratas. ¿Cómo es posible que la gente sea más partidista que nunca y al mismo tiempo apoye menos que nunca a su propio partido?
Los analistas llegaron a la conclusión de que estaba naciendo una fuerza a la que llamaron partidismo negativo. Los norteamericanos votaban cada vez más en función de su temor y recelo por el bando contrario, y no por apoyo a su propio partido.
Eso produjo un efecto más destructivo que la mera profundización de las diferencias partidarias: debilitó a los partidos, que ahora son cada vez menos capaces de convocar en torno a una base de unidad o de entusiasmo por una agenda afirmativa, y envalentonó a quienes prometen destrozar al otro bando.
"Eso generó un electorado más enojado y prejuicioso con sus oponentes, y más dispuesto a actuar siguiendo ese enojo y ese prejuicio", escribió la politóloga Lilliana Mason en un libro donde analiza el cambio, que atribuyó a la creciente homogeneidad social y demográfica de los partidos.
Los partidos organizados como oposición al otro bando resultaron ser menos capaces de gobernar. Los republicanos disputaron tres elecciones presidenciales consecutivas blandiendo su oposición al Obamacare. Pero cuando ocuparon la Casa Blanca y ambas cámaras del Congreso, no lograron unirse en torno a un plan para remplazarlo.
En Gran Bretaña, el Brexit fue impulsado por los opositores a la Unión Europea, y no por una alternativa de membresía expresada con claridad.
La revuelta contra todo
Los votantes no solo rechazan a sus opositores: los cambios económicos, sociales y demográficos también generaron levantamientos contra cualquier forma de statu quo.
La crisis financiera de 2008, sumada a la astronómica desigualdad de ingresos, asfixió los salarios y congeló la movilidad social en Occidente. Según investigaciones de la firma Gallup, cuando la gente tiene "poca confianza en el gobierno y pocas esperanzas para el futuro", el apoyo a la política populista contra el establishment aumenta.
Las investigaciones de Roberto Stegan Foa y Yascha Mounk demostraron que con el aumento de la desigualdad, los ciudadanos se vuelven menos dispuestos a creer en que su gobierno es verdaderamente democrático, lo que socava la legitimidad del sistema mismo.
El estudio sugiere que esa bronca puede ser por dólares y centavos, así como por el temor a la pérdida de estatus en relación con los vecinos o de pérdida de control sobre su propio futuro, un efecto rebote que abreva en el temor de los blancos al cambio demográfico.
Los partidos populistas, que crecen ininterrumpidamente desde los movimientos de derechos civiles de la década de 1960, se potenciaron con las oleadas inmigratorias recientes, atizando el temor de los nativistas a perder la identidad nacional y clamando que el establishment había vendido a su pueblo. El Brexit canalizó todos esos sentimientos, donde la Unión Europea es considerada el establishment absoluto y la inmigración es una amenaza peligrosa. Lo mismo hicieron los populistas de Estados Unidos y el resto de Europa, enarbolando la bandera del cierre de fronteras y de recuperar el poder en manos de élites corruptas.
El colapso de las viejas normas
"Desde los albores de la democracia liberal y todo a lo largo del siglo XX, el establishment político tenía más o menos controlado el acceso a los cargos electivos", dice Levitsky.
Los cambios, en gran medida tecnológicos, pusieron fin a esa era. Los "outsiders" de la política ahora pueden recaudar fondos de campaña por internet y presentarse a elecciones sin el consentimiento de los caciques partidarios o de las organizaciones sindicales. Pueden llegar a los votantes a través de las redes sociales, esquivando a los medios de comunicación tradicionales.
El aumento de las elecciones primarias en Estados Unidos desde la década de 1970 y los partidos de "outsiders" en Europa terminaron de debilitar el control de los partidos tradicionales sobre las urnas. Ahora son los votantes, y no las élites partidarias, quienes controlan el acceso a los cargos electivos.
"Por supuesto que eso es democratizante, pero también desestabilizante", dice Levitsky. Por propio interés, el establishment solía bloquear las ideas populares y a los grupos minoritarios. Pero también armaban eso que los franceses llaman "cordón sanitario" contra los nacionalistas o la ultraderecha.
Ese cordón sanitario ha empezado a resquebrajarse, y los populistas de ultraderecha se atribuyen la representación de la verdadera voluntad popular, contra los partidos tradicionales que quieren frustrarla. Su batalla por el poder ha profundizado entre los votantes la sensación de que la democracia misma está en riesgo.
En Gran Bretaña, los partidarios del Brexit ven todas las dilaciones y contratiempos como una demostración de que las élites nunca tuvieron intención de respetar la voluntad popular. Los líderes tradicionales, incluida Theresa May, ya han advertido que una marcha atrás con el Brexit terminaría de aniquilar la ya tenue fe de los británicos en la democracia.
Así que las conversaciones sobre una eventual revocación del Brexit se han convertido en un tema políticamente tóxico, por más que las encuestas sugieran que actualmente la mayoría de los británicos preferirían no abandonar la Unión Europea. Y los parlamentarios se devanan los sesos para encontrar algún plan de Brexit que se ajuste al mandato popular, cuando en realidad no parece existir ninguno.
(Traducción de Jaime Arrambide)
The New York Times
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