Songmi Park cruzó una de las fronteras más custodiadas del mundo para luego de diez años volver a ver a su mamá; se convirtió en una de las pocas 200 personas que huyó del norte de la península hacia el sur libre en 2019
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Songmi Park se aferró con los dedos de los pies a la orilla del río mientras se preparaba para cruzar. Se suponía que debía tener miedo. El río era profundo y la corriente parecía fuerte. Si la atrapaban, sin duda sería castigada, tal vez incluso fusilada. Pero sintió algo mucho más fuerte que su miedo. Se iba de Corea del Norte para encontrar a su madre, que la había abandonado cuando era niña.
Mientras Songmi vadeaba el agua helada al anochecer, sintió como si estuviera volando. Era el 31 de mayo de 2019. “¿Cómo puedo olvidar el mejor y el peor día de mi vida?”, cuenta. Escapar de Corea del Norte es una hazaña peligrosa y difícil. En los últimos años, Kim Jong Un ha tomado medidas cada vez más drásticas contra quienes intentan huir.
Luego, al comienzo de la pandemia, selló las fronteras del país, lo que convirtió a Songmi, entonces de 17 años, en una de las últimas personas conocidas que salieron del país. Era la segunda vez que Songmi cruzaba el río Yalu, que separa a Corea del Norte de China, y que ofrece a los fugitivos la ruta de salida más fácil.
La primera vez que salió estaba atada a la espalda de su madre cuando era niña. Esos recuerdos siguen siendo tan desgarradores como si hubieran sido ayer. Recuerda haberse escondido en la granja de cerdos de un pariente en China cuando la policía estatal vino a buscarlos. No olvida a su madre y a su padre suplicando que no los devolvieran. “Envíame a mí en su lugar”, había gritado el pariente. Pero la policía lo golpeó hasta que le sangró la cara.
De vuelta en Corea del Norte, recuerda a su padre con las manos esposadas a la espalda. Y tiene la imagen de estar parada en la plataforma de la estación de tren, viendo cómo transportaban a sus padres a uno de los infames campos de prisioneros de Corea del Norte. Ella tenía cuatro años.
Songmi fue enviada a vivir con sus abuelos paternos en su granja en Musan, una ciudad de Corea del Norte a media hora de la frontera con China. Ir a la escuela no era una opción, le dijeron. La educación es gratuita en Corea del Norte comunista, pero a menudo se espera que las familias sobornen a los maestros, y los abuelos de Songmi no podían permitírselo.
En cambio, pasó su infancia vagando por el campo, buscando tréboles para alimentar a los conejos en la granja. A menudo se enfermaba, incluso durante el verano. “No comí mucho y por eso mi inmunidad estaba baja”, afirma. “Pero cuando salía de mi enfermedad, mi abuela siempre me dejaba un bocadillo en el alféizar de la ventana”.
Una noche, cinco años después de que el tren saliera de la estación con destino al campo de prisioneros, su padre se deslizó suavemente en la cama y la abrazó. Ella estaba muy emocionada. La vida podría comenzar de nuevo. Pero tres días después, su padre murió. Su tiempo en prisión había socavado su salud.
Cuando la madre de Songmi, Myung-hui, llegó a casa la semana siguiente y encontró muerto a su esposo, estaba desconsolada y tomó una decisión impensable. Intentaría escapar de Corea del Norte nuevamente. Sola. La mañana en que su madre se fue, Songmi dice que sentía que algo era diferente. Su madre se había vestido de manera extraña, con la ropa de su abuela.
“No sabía lo que estaba planeando, pero sabía que si se iba, no la vería por mucho tiempo”, señala. Cuando su madre salió de la casa, Songmi se acurrucó debajo de la sábana y lloró. Los siguientes 10 años iban a ser los más difíciles.
Su abuelo murió dos años más tarde. Ahora estaba sola a los 10 años, cuidando a su abuela postrada en cama, sin fuente de ingresos: “Mi familia fue desapareciendo uno por uno. Daba mucho miedo”. En tiempos de desesperación, si sabes qué buscar, las densas montañas de Corea del Norte pueden proporcionar un escaso sustento. Todas las mañanas, Songmi empezaba la caminata de dos horas hacia las montañas, buscando plantas para comer y vender.
Ciertas hierbas se podían vender como medicina en su mercado local, pero primero debían lavarse, recortarse y secarse a mano, lo que significaba que trabajaba hasta altas horas de la noche. “No podía trabajar ni hacer planes para el día siguiente. Todos los días intentaba no pasar hambre, sobrevivir al día”.
Después de viajar durante un año a través de China y luego al vecino Laos y de allí a Tailandia, Myung-hui llegó a una embajada surcoreana. El Gobierno de Corea del Sur, que tiene un acuerdo para reasentar a los norcoreanos fugitivos, la llevó a Seúl.
Se instaló en la ciudad industrial de Ulsan en la costa sur. Desesperada por ganar dinero para poder pagar la fuga de su hija, la mujer limpiaba todos los días sin descanso el interior de los barcos en una fábrica de construcción naval. Escapar de Corea del Norte es caro. Requiere un intermediario que pueda ayudar a superar los obstáculos y dinero para sobornar a cualquiera que se interponga en el camino.
Por la noche, Myung-hui se sentaba sola en la oscuridad y pensaba en su hija, en lo que estaba haciendo y en cómo se vería. Los cumpleaños de Songmi fueron los más difíciles. Tomaba una muñeca del armario y le hablaba, fingiendo que era su hija, buscando alguna manera de mantener viva su conexión.
Mientras la madre de Songmi habla del tiempo que estuvieron separadas, en la seguridad de la mesa de su cocina, comienza a llorar. Su hija le acaricia el brazo. “Deja de llorar, todo tu lindo maquillaje se está arruinando”, dice.
Después de pagarle a un operador US$20.400 (unos 4.488.000 millones de pesos argentinos), Myung-hui finalmente pudo organizar el escape de su hija. De repente, la década de espera de Songmi, con cada vez menos esperanza, había terminado. Después de cruzar el río Yalu hacia China, se mantuvo escondida, moviéndose sigilosamente entre lugares por la noche, temerosa de ser atrapada una vez más. Viajó en autobús por las montañas hasta Laos, donde se refugió en una iglesia, antes de llegar a la embajada de Corea del Sur. Durmió en la embajada durante otros tres meses, antes de volar a ese país.
Cuando llegó, pasó meses en un centro de reasentamiento, lo cual es típico para los norcoreanos fugitivos. Todo el viaje tomó un año pero lo sintió como si fueran 10. Finalmente reunidas, ella y su madre se sientan a comer tazones de fideos en un caldo picante y frío cocinados por Myung-hui. El plato clásico de Corea del Norte es el favorito de Songmi. En contraste con la culpa de su madre, Songmi irradia una energía contagiosa. Se ríe y bromea mientras consuela a su madre, ocultando cualquier señal de su trauma infantil.
“El día antes de que me liberaran del centro de reasentamiento, estaba muy nerviosa. No estaba segura de lo que le diría a mi madre”, dice. “Quería lucir bonita frente a ella, pero gané mucho peso durante mi deserción y mi cabello era un desastre”. “Yo también estaba muy nerviosa”, admite Myung-hui.
De hecho, Myung-hui no reconoció a su hija, a quien había visto por última vez cuando tenía ocho años. Ahora estaba conociendo a una joven de 18 años. “Aquí estaba ella frente a mí, así que acepté que debía ser ella”, dice Myung-hui. “Había tanto que quería decir, pero las palabras no salían. Simplemente la abracé y le dije: ‘Bien hecho, has pasado por mucho para llegar aquí’ “.
Songmi dice que su mente se quedó en blanco. “Simplemente lloramos y nos abrazamos durante 15 minutos. Todo el proceso se sintió como un sueño”. Mientras Songmi y su madre trabajan para construir su relación desde cero, hay una pregunta que la joven nunca se ha atrevido a hacer. Es una pregunta que se hace todos los días desde que tenía ocho años.
Ahora, mientras sorben los restos de su almuerzo, deja escapar las palabras con cautela. “¿Por qué me dejaste?”. Nerviosa, Myung-hui comienza a explicar. Su primer escape había sido idea de ella. ¿Cómo podría, entonces, regresar a casa después de la prisión para vivir con sus suegros, recordándoles todos los días que había sobrevivido, cuando su hijo había muerto?
No tenía dinero y no podía ver de qué manera podrían ella y Songmi sobrevivir solas. “Quería traerte, pero el operador dijo que nada de niños”, cuenta. “Y, si nos atrapaban de nuevo, ambas sufriríamos. Así que le pedí a tu abuela que te cuidara durante un año”. “Ya veo”, dice Songmi, con los ojos bajos. “Solo que un año se convirtió en 10″. “Sí”, asiente su madre.
“La mañana en que me fui, mis pies no se movían, pero tu abuelo me apresuró. Me dijo que saliera. Quiero que sepas que no te abandoné. Quería brindarte una vida mejor. Esa parecía la elección correcta”. Esta elección puede parecer impensable para cualquiera que viva fuera de Corea del Norte.
Pero estas son las decisiones y los riesgos desgarradores que las personas deben tomar para escapar, y cada vez es más difícil. El Gobierno, bajo el liderazgo de Kim Jong Un, aumentó la vigilancia a lo largo de la frontera e impuso castigos más severos a quienes son atrapados tratando de escapar.
Antes de 2020, más de 1.000 norcoreanos llegaban a Corea del Sur cada año. En 2020, el año en que llegó Songmi, el número se había reducido a 229. Cuando estalló la pandemia a principios de ese año, Corea del Norte selló sus fronteras y prohibió a las personas viajar por el país. A los soldados a lo largo de la frontera se les ordenó disparar y matar a cualquiera que vieran tratando de escapar. El año pasado, solo 67 norcoreanos llegaron al sur, la mayoría de los cuales se habían ido del Corea del Norte antes de la pandemia.
Songmi fue una de las últimas personas en salir antes de que cerraran las fronteras. Por lo tanto, sus recuerdos son valiosos, ya que ofrecen una visión reciente y cada vez más rara de la vida dentro del estado más secreto del mundo. La joven recuerda cómo los veranos se volvían más calurosos. Para 2017, los cultivos comenzaron a secarse y morir, sin dejar nada para comer entre el otoño y la primavera.
Pero aún así se esperaba que los agricultores entregaran la misma cosecha al Gobierno cada año, lo que significaba quedarse con menos, a veces nada, para comer. Comenzaron a buscar comida en las montañas. Algunos finalmente optaron por abandonar la agricultura.
Según dice Songmi, les fue peor a los que trabajaban en la mina, la otra fuente principal de empleo en su ciudad natal de Musan. Las sanciones internacionales impuestas a Corea del Norte en 2017, luego de que probara armas nucleares, significaron que nadie podía comprar el mineral de hierro de la mina.
La mina casi dejó de operar y los trabajadores dejaron de recibir sus salarios. Se colaban en la mina por la noche, cuenta la joven, para robar piezas que luego podían vender. No sabían cómo encontrar comida en la naturaleza, como lo hacían los que trabajaban la tierra.
Pero para 2019, el mayor temor, además de encontrar suficiente comida para sobrevivir, era que los sorprendieran viendo películas y programas de televisión extranjeros. Estos han sido introducidos de contrabando en el norte durante mucho tiempo y ofrecen a los ciudadanos un vistazo del atractivo mundo que existe más allá de sus fronteras.
Las imágenes de la glamorosa y moderna Corea del Sur, retratadas en sus programas y películas, representan la mayor amenaza para el Gobierno. “Ver una película de Corea del Sur te habría hecho pagar una multa o tal vez enviarte a una prisión durante dos o tres años, pero para 2019 ver la misma película te habría enviado a un campo de prisioneros políticos”, dice Songmi.
A ella le encontraron una película india en un USB, pero logró convencer al oficial de seguridad de que no sabía que la película estaba allí y pudo escapar con una multa. Su amiga no tuvo tanta suerte. Un día, en junio de 2022, después de llegar a Corea del Sur, Songmi recibió una llamada de la madre de su amiga. “Me dijo que mi amiga había sido atrapada con una copia de El Juego del Calamar, y como ella era quien la había estado distribuyendo, la habían ejecutado”, dice.
El relato de Songmi coincide con informes recientes de Corea del Norte sobre personas ejecutadas por distribuir programas extranjeros. “Parece que la situación es aún más aterradora que cuando yo estaba allí. Le disparan a la gente o la envían a campamentos por tener acceso a medios de comunicación surcoreanos, independientemente de su edad”, afirma.
Adaptarse a la vida en la Corea del Sur capitalista y libre es a menudo una lucha para los norcoreanos. Es totalmente diferente a cualquier cosa que hayan experimentado. Pero Songmi se lo está tomando con mucha calma. Extraña a sus amigos, a quienes no pudo decirles que se iba. Extraña bailar con ellos y los juegos que solían jugar con piedras en la tierra. “Cuando te encuentras con amigos en Corea del Sur, solo vas de compras o tomas un café”, dice, un poco despectivamente. Lo que ha ayudado a Songmi a integrarse es su firme creencia de que no es diferente a sus pares de Corea del Sur.
“Después de viajar durante meses por China y Laos, me sentí como si fuera huérfana y me enviaran a vivir a un país extranjero”, afirma. Pero cuando aterrizó en el aeropuerto de Seúl, el personal de tierra la saludó con un familiar “an-nyeong-ha-say-yo”. La palabra hola, utilizada tanto en Corea del Norte como en Corea del Sur, la dejó boquiabierta: “Me di cuenta de que somos las mismas personas en la misma tierra. No había venido a un país diferente. Solo había viajado al sur”.
Se sentó en el aeropuerto y lloró durante 10 minutos. Songmi dice que ahora ha encontrado su propósito: abogar por la reunificación de las dos Coreas. A los surcoreanos se les dice que sueñen con ese futuro, pero muchos no creen en el sueño.
Cuanto más tiempo pasa desde que se dividió el país, menos personas, especialmente los jóvenes, ven la necesidad de volver a unirlo. Songmi visita escuelas para enseñar a los estudiantes sobre el Norte. Les pregunta quién de ellos ha pensado en la reunificación y, por lo general, solo unas pocas personas levantan la mano. Pero cuando les pide que dibujen un mapa de Corea, la mayoría dibuja el contorno de toda la península, incluidos el norte y el sur. Esto le da esperanza.
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