El ataque a Rushdie: una batalla entre oscurantismo y libertad que no tiene respaldo unánime en Occidente
El ataque a Rushdie es un episodio más de la ofensiva jihadista
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PARÍS.- Un hombre solo, acusado de blasfemia, blanco de una calumnia que al principio parece grotesca, pero cuya circulación es orquestada con tanta vehemencia, que consigue superar las fronteras hasta librarlo sin defensa a brutales asesinos. Ese escenario, que se abatió este viernes sobre Salman Rushdie, no tiene nada de excepcional. Es el relato casi invariable de las campañas jihadistas. Un episodio más de una ofensiva difícil de comprender si no se razona como quienes las conducen, es decir a escala internacional.
La escena original podría situarse en el subsuelo de una comisaría londinense, en 1990, en vísperas de Navidad. Ese día, Salman Rushdie comparecía ante un curioso tribunal. Frente a él, varios notables musulmanes pretendían intervenir ante el régimen iraní para hacer levantar la fatwa que lo condenaba a muerte.
Invitado a firmar una declaración para excusarse de haber ofendido a los musulmanes con su novela, el autor de Los versos satánicos se sometió. ¿Cómo explicar ese gesto de rendición, tras el cual Rushdie irá a vomitar su vergüenza al baño? Por el profundo aislamiento de un hombre que luchaba solo, desde hacía tiempo, en medio de un avispero planetario.
En ese mismo momento, en efecto, hacía ya dos años que el ayatollah Khomeini había puesto precio a su cabeza mientras que, en Medio Oriente, decenas de personas habían hallado la muerte en manifestaciones cuidadosamente organizadas. Inmensas muchedumbres llamaban a abatir al “satán Rushdie”, autor de un libro que ningún manifestante tuvo jamás en las manos, pero en torno al cual proliferaban los rumores más extravagantes (su autor sería un perverso sexual, un agente de los norteamericanos o del Mossad…). El libro fue objeto de mil condenas, incluso en el corazón de Londres.
Su autor, que nació en la India y se comprometió en la defensa de los migrantes, se encontró de pronto acusado de racismo. Profundamente anclado en la tradición musulmana, se vio tratado de “islamófobo” por intelectuales que le reprocharon insultar a los “desheredados”. Esos espíritus progresistas sabían sin duda que en Irán el régimen había aplastado a los marxistas, los sindicalistas y las feministas. Como también parecían ignorar que, de Bombay a Teherán, pasando por Riyad, la campaña contra Rushdie era organizada por Estados poderosos y ricas instituciones religiosas.
Esa espantosa aventura fue el resumen de una estrategia plena de futuro que se reprodujo en numerosas ocasiones. Así sucedió poco después con la “crisis de las caricaturas”, donde también hubo un hombre solo: el danés Kare Bluitgen, un militante de izquierda, acusado de blasfemia y racismo, por haber querido publicar la vida de Mahoma destinada a los niños, para facilitar el diálogo intercultural. Como ningún dibujante se atrevió a ilustrar su libro, Bluitgen contactó a un periodista del Jyllnds-Posten, que publicó esas caricaturas el 30 de septiembre de 2005. También esta vez, el incendio que se produjo había sido cuidadosamente alimentado. Todos recuerdan que, después, fue por solidaridad con aquellos periodistas que Charlie Hebdo publicó a su vez los dibujos condenados. Y para el diario satírico, ese sería también el comienzo de una marginalización que debía concluir con el baño de sangre del 7 de enero de 2015.
Sin embargo, tanto en el caso de Rushdie como en el de Kare Bluitgen o de Charlie Hebdo muchos fueron en Occidente aquellos que, en voz alta o en susurros, afirmaron que, finalmente, “un poco se lo habían buscado”. Ninguno de ellos comprendió cuál era el verdadero desafío: no aceptar la imposición de un frente planetario cuyos términos decisivos habían sido fijados desde lejos. Sea cual fuere su origen social o cultural, todos esos “emires” que mueven los hilos se reclaman de una misma religión y un mismo combate, que no conoce fronteras. Esa es su fuerza y su vocación.
“La función de la jihad es abatir las barreras que impiden a nuestra religión cubrir toda la superficie de la Tierra”, había precisado Abdallah Azzam, una de las grandes figuras tutelares del jihadismo, diplomado de la prestigiosa universidad Al-Azhar, en El Cairo.
Incapaz de comprender que, en verdad, se trata de una lucha encarnizada del oscurantismo contra la libertad, muchos en Occidente terminan por decir que, “si somos atacados es porque debe haber algún problema con nuestra tradición laica y democrática”.
“No todo se puede decir. Tal vez deberíamos cambiar de modelo”, dicen a su vez los defensores de la cultura de la cancelación.
Esas dudas, características de nuestras sociedades democráticas, facilitan la repetición inexorable del escenario que hace de los extremistas los dueños del relato y, sobre todo, de la calumnia asesina que consigue convencer a miles de extraviados de pasar al acto.
“Para hacerles frente, los occidentales deberían confiar un poco más en los virtuosos de la ficción. Comenzando por Salman Rushdie, que sabe de lo que habla”, afirma Malik Bezouh, especialista del Islam y el islamismo.
En 2012, a propósito de la letanía de acusaciones de “blasfemia”, el autor de Los versos satánicos –que ninguno de sus acusadores nunca leyó, porque los fanáticos no leen libros, sino que los queman–, afirmaba: “Todo esto forma parte de la misma historia, del mismo relato fundamental. Pero en 1989 era demasiado temprano para comprender de qué se trataba. Nadie vio la fatwa como el comienzo de un conflicto más amplio. Para todos era solo una ridícula anomalía”.
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