El ángel rubio de la muerte: la historia de Irma Grese, la sádica agente del nazismo
Atacaba a los prisioneros con perros rabiosos y látigos trenzados; fue condenada a la horca tras el juicio de Nuremberg
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La primera víctima de la acalorada pasión de Irma Grese por el movimiento nazi fue su propio padre. Se dice que esta mujer, rubia y de ojos azules, comenzó a sentir desde muy joven una fuerte identificación por la ideología fascista que promovía el infame Adolf Hitler.
A los 18 años, cuando se enlistó como funcionaria voluntaria en el campo de concentración de Ravensbrück, su papá decidió expulsarla de la casa por ir en contra de los principios familiares. Ella, como si nada, lo denunció y, como era de esperarse en los tiempos del Tercer Reich, el hombre fue encarcelado.
Desde entonces, Grese desarrolló una carrera llena de las peores barbaries que, por su supuesta belleza física, la hicieron merecer el calificativo del Ángel rubio de la muerte. Una de las peores verdugas del Holocausto.
La enfermera destinada a matar
Aunque su camino en las fuerzas nazis comenzó con actividades de protocolo, como la distribución de provisiones y el control del correo, su “sueño” era integrar el ala dura de las SS (Schutzstaffel). Tras prestar servicios sanitarios, y protagonizar algunos intentos infructuosos de graduarse como enfermera, Grese pasó a integrar, en 1943, el equipo de encargados del extenso centro de tortura de Auschwitz.
Allí trabajó de la mano de Josef Mengele, el médico que apeló a sus aberrantes supuestos genetistas dentro del centro de exterminio. Según cuentan los registros históricos, su trabajo era decidir quién debía perecer en las temibles cámaras de gas. Pero, como han contado varios supervivientes, esa no fue su única labor.
Contra todo y todos
Jamás la imagen de una mujer alta, de cabello delicadamente peinado y botas puntiagudas, había producido tanto pavor. Según Luba Triszinska, una de las sobrevivientes al exterminio nazi, la principal técnica de Grese era atacar a los prisioneros con perros rabiosos, que ni siquiera alimentaba, para que devastaran sin piedad a los desnutridos detenidos.
Otro de sus despiadados modus operandi consistía en atacar con un látigo trenzado, probablemente de cuero, a las mujeres presas. Solía violentarlas de múltiples formas con aquella arma. En muchos casos llegó a causarles la muerte.
Según contó Olga Lengyel, víctima del Holocausto y autora del libro Los hornos de Hitler, Grese quedó embarazada durante su estancia en los campos nazis. Sin embargo, para evitar cualquier pausa en su ascenso en las SS, obligó a una médica a que le practicara un aborto. No podía haber nada que la detuviera. Nada ni nadie.
Nazi hasta sus últimos días
En los albores de 1945, cuando tan solo tenía 21 años, Grese ya se había convertido en una pieza clave de la operación de los nazis. A escasos meses de que Hitler estuviera contra las cuerdas, ella pasó al campo de Bergen-Belsen, donde fueron asesinadas más de 50.000 personas.
Allí alcanzó a ejercer sus torturas durante un par de semanas en compañía de Josef Kramer, uno de los comandantes más bárbaros del ejército alemán. Su reinado del mal terminó con la detención de ambos, el 15 de abril de 1945, a manos de soldados británicos. Finalizada la Segunda Guerra Mundial pasaron a sentarse en el banco de los acusados de los Tribunales de Nuremberg, en los cuales se juzgaron a los responsables del Holocausto.
Ellos llegaron a la palestra judicial el 2 de septiembre de 1945. Según consta en las actas oficiales, Irma Grese fue condenada a muerte en el juicio particular de Bergen-Belsen. Aunque fue acusada de serios crímenes de guerra, la mujer negó todos los cargos.
El 13 de diciembre de 1945 pasó por la horca. Un alarmado grito de “¡Rápido!” (Schnell!) antecedió su muerte. Lo que hizo no se olvidará jamás.
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