Dos soldados y una misma historia en el infierno de la guerra
Encuentro de dos veteranos en Okinawa
NAGO, Japón (The International Herald Tribune).- Yoshinaka Yamamoto se agazapó entre la maleza de la isla y apuntó sus binoculares hacia los buques que se acercaban. A los 23 años ya era un teniente curtido en el combate, dos veces herido en China, y sabía cuánto sufrimiento traería la formidable flota aliada que se disponía a atacar Okinawa aquel amanecer de abril de 1945.
La artillería y los bombarderos ya habían arrasado gran parte de la isla. No obstante, Yamamoto confiaba en que los suyos podrían vencer en el combate cuerpo a cuerpo a la bayoneta. Miró por sus binoculares y se estremeció: "Por primera vez en mi vida vi salir buques de otros buques. Al llegar a los bajíos, echaban a andar por sí solos. Nunca habría imaginado algo semejante. Me pregunté, pasmado, a qué clase de enemigo enfrentábamos", recuerda.
Clinton es el primer presidente de los Estados Unidos que visita un monumento recordatorio de la guerra en Japón: el Monumento a la Paz, en Okinawa, que conmemora una batalla que ayudó a poner fin a la Segunda Guerra Mundial. Lleva inscriptos los nombres de 14.000 soldados norteamericanos, 82 de otros países aliados y 75.219 japoneses que murieron en esa acción.
Las leyendas de los suicidios en masa y los kamikazes sugieren el horror de esa batalla, en la que, además, murieron 148.289 isleños, en su mayoría civiles. Una ceremonia en el Parque Recordatorio de la Paz retrotrajo a los sobrevivientes a un tiempo cuyo espanto desafía la memoria.
Mientras observaba el desembarco, Yamamoto notó que los norteamericanos movían sus mandíbulas y supuso que estarían comiendo algo. "No sabíamos que existía el chicle", dice. Desembarcaron con sorprendente serenidad. Era su último momento de calma. Superado en artillería, el ejército japonés había preparado una trampa para atraerlos isla adentro y emboscarlos por los flancos.
Ejecutaron el plan, pero a un costo terrible. El fuego de artillería norteamericano era tan denso, que destrozó el paisaje y llenó el aire de esquirlas imposibilitando los movimientos diurnos. "Llovían bombas", comenta Yamamoto.
El joven teniente integró una expedición nocturna para reforzar una unidad de artillería. Los sorprendió el alba con su escolta de explosivos. "Venían los proyectiles, y la tierra, los árboles, los hombres, simplemente desaparecían como si se hubiesen extinguido." De los 800 hombres que constituían el refuerzo, sobrevivieron 350; en la unidad de Yamamoto murieron 43 sobre un total de 51. Recuerda que un soldado intentó salvar a un camarada herido en el vientre. Este, siguiendo las órdenes para tal emergencia, se voló con una granada y mató también al amigo.
A fines de abril, Yamamoto se contaba entre las tropas que se retiraban ante el avance de la 6» División de Infantería de Marina, cuando un proyectil lo alcanzó. Herido por 15 esquirlas, la mano izquierda convertida en una pulpa sangrienta, se ató el brazo con un torniquete, consciente de que en 24 horas podía empezar a gangrenarse.
"Sabía que iba a morir _relata_. Entonces, a las 6 de la tarde, salí del agujero, desenvainé la espada, apoyé el brazo herido contra un pino viejo y lo amputé. Había apretado tanto el vendaje que no sentí nada. Recuerdo la fecha: 29 de abril, cumpleaños del emperador".
Al empeorar la situación, les dieron cianuro o les dijeron que se volaran con sus granadas, pero una enfermera cargó a Yamamoto sobre su espalda y huyó con él. De 3000 soldados heridos, sólo sobrevivieron dos. Se refugiaron en una caverna, en los acantilados del sur de Okinawa, de la que salieron con banderas blancas el 29 de agosto de 1945, dos semanas después de la rendición japonesa.
Yamamoto estaba casado y tenía un hijo. Hoy tiene tres nietos. Hace cinco años decidió asistir a la inauguración del Monumento Recordatorio a la Paz. Allí se encontró con varios soldados norteamericanos.
"Había un tipo grandote, bien macho. Me pidió que saliera. Pensé que iba a golpearme, pero su mano derecha era artificial. "Toca mi pierna izquierda", me dijo. También era artificial. "Quizá me lo hiciste tú", murmuró. Rompimos en llanto."
El otro veterano
Neal McCallum no debería haber ido a la guerra: en 1944 tenía apenas 17 años y sus cuatro hermanos mayores combatían. Pero, diez días después de su cumpleaños, se alistó y recibió adiestramiento como artillero especializado en morteros. El domingo de Pascua de 1945, con 18 años y 20 días, desembarcó en la Playa Verde de Okinawa, asustado pero listo para combatir. "Cada uno esperaba que muriese el otro", confiesa.
El desembarco fue fácil; la pesadilla empezó al internarse en la isla. Una noche tuvo que acurrucarse contra un cadáver hinchado, inmovilizado por la artillería. "Recuerdo haber pensado que debía de haber una manera mejor de zanjar las disputas."
En las afueras de Naha, las tropas pugnaron por adueñarse definitivamente de una colina ensangrentada, llamada Sugarloaf (Pan de Azúcar), que había cambiado de manos casi una docena de veces. "Por la noche subíamos con una caja de granadas sujeta a la espalda", relata. Eran para los hombres atrincherados en el frente. "Recuerdo haber visto a infantes de marina apilados de a tres, envueltos en ponchos, con la sangre seca y las piernas contorsionadas. Era un espectáculo desalentador. Al final, luchábamos por los Estados Unidos, desde luego, pero en realidad luchábamos por nosotros mismos, simplemente por sobrevivir."
El 19 de junio, cuando ya llevaban 49 días en Okinawa, los infantes de marina tomaron por última vez la colina Sugarloaf. McCallum iba entre ellos. Esperaron, victoriosos, a otro regimiento. Cuando llegó, McCallum se dispuso a retirarse y un proyectil japonés estalló cerca y sus esquirlas le atravesaron el muslo derecho. Lo trasladaron a Guam, y de allí, a Hawai, San Francisco y Portsmouth (Virginia). "La pierna nunca ha dejado de dolerme, pero la saqué barata. Sobreviví. Pero todavía hoy, cincuenta y cinco años después, sigo diciéndome que tenemos que hallar un modo mejor de zanjar las diferencias", concluye.
Traducción de Zoraida J. Valcárcel
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