Dos reyes en el laberinto español: de la agonía franquista a los indignados
"Juro por Dios guardar lealtad a los principios del Movimiento Nacional." Con estas palabras, Juan Carlos de Borbón y Borbón se proclamaba el 22 de noviembre de 1975 rey de España ante las Cortes preconstitucionales y "desde la emoción en el recuerdo a Franco", como dejó dicho el funcionario que tomó juramento al nuevo jefe de Estado.
Ese "Movimiento Nacional" al que juraba lealtad el nuevo rey había perdido a su caudillo, Francisco Franco, dos días antes. El dictador, que había gobernado el país con mano de hierro durante cuatro décadas, quiso dejar todo "atado y bien atado" seis años antes, en julio de 1969, cuando el entonces príncipe aceptó convertirse en su sucesor.
Aquella España de 1975 era todavía la España de la sotana y la espada del Cid, el país de la pandereta y la bota de vino, territorio exótico e inexplicable para todo aquel que viviera al otro lado de los Pirineos, como observó Marx en su día. "Todo lo que se encuentra en España es sui generis", escribió el hispanista Gerald Brenan en El laberinto español, uno de los libros fundamentales para tratar de desentrañar ese exotismo ibérico.
El año 1975, que concluyó con la muerte de Franco y la proclamación de un nuevo Borbón (su predecesor en el trono, Alfonso XIII, abandonó el país en 1931), había comenzado de manera festiva. A los españoles les felicitaba desde la televisión la reina de todas las folklóricas, Lola Flores, la Faraona: "Os deseo mucha felicidad, mucha alegría y mucho amor".
La publicidad de la época ofrecía una nítida imagen de que 40 años de nacional-catolicismo no se iban a borrar de la noche a la mañana: "Pórtese como una mujer, haga que su marido le compre una Kelvinator, la máquina de lavar", recomendaban los creativos de televisión a todas las esposas de buen corazón.
Pero en la calle los ánimos no estaban para muchas alegrías. Estudiantes y obreros desafiaban a la policía del régimen, que en aquel entonces tiraba a matar, y reclamaban democracia y amnistía. A cualquiera que visitara Madrid ese año, lo primero que le llamaba la atención era la gran cantidad de pintadas reivindicativas tachadas en negro por la policía. Esa España a la que Lola Flores deseaba mucha alegría era, en realidad, un país en llamas. ETA ya llevaba años en acción y en las cárceles todavía había cientos de presos políticos. Tan sólo dos meses antes de la proclamación de Juan Carlos, Franco firmaría cinco penas de muerte como legado macabro de su mandato.
Con la proclamación del rey, la posterior aprobación de la Constitución en 1978 y la firma de los Pactos de La Moncloa, el franquismo logró su objetivo: un aplazamiento sine die de todo juicio político a una de las épocas más negras de la historia de España. Sólo en los últimos años, y más concretamente desde la irrupción del movimiento social 15-M, en 2011, se empezó a cuestionar lo que el ensayista Guillem Martínez definió como la "cultura de la Transición", el paradigma político, social, económico y cultural dominante en España durante más de tres décadas.
La monarquía gozó por décadas de un amplio apoyo de la sociedad española. Los partidos mayoritarios y los medios de comunicación presentaron a la institución como la mejor garantía de una democracia nacida bajo la presión de un régimen que se negaba a desaparecer del todo. "La Transición la hicimos con una pistola en la nuca", recordaba hace unos días Juan José Millás, uno de los escritores españoles más influyentes.
Un país convulso
La España de 2014 con la que se encuentra Felipe VI es muy diferente no sólo, y por razones obvias, a aquel esperpento valleinclanesco de 1975, sino al país de hace seis años.
La Gran Recesión no sólo devastó la economía española. La crisis de 2008 sacudió a una sociedad aletargada durante varias décadas. De repente, todo se puso bajo la lupa. La corrupción pasó a ser, junto con el desempleo, la principal preocupación. Y los escándalos de la familia real no pasaron desapercibidos.
Aunque por diferentes motivos a los de hace 40 años, la España con la que lidiará Felipe VI es también un país convulso. Buena parte de la sociedad ya no perdona los desmanes de la monarquía y de algunos dirigentes políticos. Y así como la corrupción y las falsas promesas están dinamitando el bipartidismo, los escándalos de la familia real (con el caso Nóos como punta de lanza) han dado aire a un fervor republicano que no se conocía desde los años 30.
La indignación de hace tres años, encarnada en el 15-M, dio paso en los últimos tiempos a la acción política, con la espectacular irrupción en el tablero electoral de Podemos, un partido que no para de crecer y que apuesta sin ambages por derribar lo que el politólogo Juan Carlos Monedero denomina "el caduco régimen del 78".
En el laberinto español del siglo XXI, a Felipe VI le esperan seis millones de desempleados, un Estado del Bienestar en demolición y una generación de jóvenes con la mochila preparada para emigrar. Le aguardan también los independentistas catalanes, con las urnas ya desenvainadas para celebrar su referéndum. Pero ante todo, el nuevo rey tendrá enfrente a una sociedad que reclama el derecho a que le consulten, porque, como resume Millás, "es muy difícil entender racionalmente que alguien pueda ser jefe de Estado simplemente porque su padre lo fue".
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