Diez años de papado: Francisco, el mundo y el peligroso encanto de la ambivalencia
Como jefe de Estado, su diplomacia necesita prerrogativas del secreto, pero también es un jefe espiritual, por lo que sus silencios representan una amenaza a su credibilidad
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Lo dijo sin ambigüedad, con la claridad moral esperada del líder espiritual más visible que tiene el mundo de hoy. En un Sudán del Sur agobiado por la huella de una sangrienta guerra civil de siete años, Francisco fue preciso y enérgico ante obispos y sacerdotes. “Hermanos y hermanas, nosotros también estamos llamados a interceder por nuestra gente, a levantar nuestras voces contra la injusticia y los abusos de poder que oprimen y usan la violencia para sus propios fines. Los líderes religiosos no pueden permanecer neutrales ante el dolor causado por actos de injusticia”, advirtió el Papa en su viaje a África, en febrero pasado.
Poco menos de un mes después, Jorge Bergoglio bordeó él mismo esa neutralidad, pero sobre otra guerra, una que lo puso bajo la lupa del mundo por su silencio inicial. “Yo estoy dispuesto a ir a Kiev, pero con la condición de ir a Moscú; voy a los dos lugares o no voy a ninguno”, dijo el viernes en una entrevista con Elisabetta Piqué.
En Sudán del Sur, la guerra civil que estalló en 2013 y terminó en 2020 dejó por lo menos 40.000 muertos; hoy el joven país hace todo lo posible para mantener un acuerdo de paz débil, forjado en 2018, con la ayuda, entre otros, del Papa.
En Ucrania, un año de guerra ya dejó, por lo menos, 9000 muertos civiles. Hoy el conflicto se amplía a base de nuevos reclutas rusos y armas enviadas por Occidente, se proyecta sobre todo 2023 y anticipa miles de muertos más.
Con un puesto investido de autoridad moral y credibilidad internacional, todos los papas son y fueron actores globales, más en el siglo XX y lo que va del XXI. Todos le imprimieron su sello a la diplomacia vaticana y todos protagonizaron polémicas. Como en su gestión de la Iglesia y en su relación con los fieles, Francisco se inclina por las “periferias” en su vínculo con el mundo. Buena parte de sus 40 viajes fueron a naciones que están lejos de ser centro de atención global; por eso Sudán del Sur –donde además más de la mita de la población es católica- ocupa un lugar de privilegio en su diplomacia.
Ucrania, en cambio, es el conflicto que hoy domina la agenda y la vida de las potencias. El Papa cree, además, que detrás de esa guerra hay una puja “entre imperios, uno el ruso, y los otros, los occidentales”, según explicó en una de las entrevistas que dio la semana pasada. Eso, en su mirada, lo obligaría a tomar distancia de ambos partes, a viajar a Kiev solo si también lo hace a Moscú.
Pero en Sudán del Sur hay muertos; en Kiev hay muertos; en Moscú no hay muertos. ¿Son diferentes los muertos de Sudán del Sur de los de Ucrania? ¿Por qué visitar un país y no el otro? ¿Es suficiente una condena a la distancia de los ataques rusos para tapar el doble estandar?
En la entrevista con Elisabetta Piqué, el Papa deja entrever que el Vaticano apunta a una mediación de paz con naciones como Turquía, China o Brasil. Probablemente para proteger ese esfuerzo diplomático, Francisco opta por la equidistancia de Kiev y de Moscú, una equidistancia que se confunde mucho y en muchos países con ambivalencia.
¿Cuánto puede la credibilidad y autoridad de Francisco como líder global resistir a esa ambivalencia sin debilitarse para actuar en otros conflictos? Joseph Nye, padre del concepto de “poder suave”, describe el rol de los papas como el de “conciencia global”. ¿Puede un pontífice sostener ese papel si cae en contradicciones, silencios y dobles estándares?
Tal vez la primera pregunta sería ¿por qué Francisco cae en una ambivalencia que atenta, al menos, contra su credibilidad pública? Su visión del mundo y de cómo debe conducirse la diplomacia vaticana para alcanzar un mundo más justo y pacífico explican, en parte, esa ambigüedad.
1. El mundo, según Francisco
El Papa fue elegido en 2013 para acelerar reformas en el Vaticano y abrir la Iglesia de forma tal de frenar el éxodo de fieles. Él propuso entonces una Iglesia de fuerte acción pastoral, cercana a los “olvidados” y más en línea con el mundo de hoy. Con el paso de los años, la interna eclesial se potenció. Para la Iglesia norteamericana, Francisco es demasiado progresista en su apertura. Para la alemana –tan poderosa como la estadounidense-, no lo es lo suficiente. Para una fuente que conoce a Bergoglio desde hace décadas, ese centro ambiguo y confuso que habita el Papa es deliberado, una manera de no quemar puentes con nadie.
En la visión del mundo y la geopolítica de Francisco, parece suceder lo mismo. Para sus críticos, el Pontífice es un líder espiritual ideologizado, de matices anticapitalistas y antinorteamericanos. Para sus defensores, nada de eso es cierto y Bergoglio es un dirigente global ocupado en construir un mundo más justo y multilateral, en el que los márgenes vuelvan a ser prioridad de los centros de decisión.
Esos mismos defensores explican que la ambivalencia tampoco es tal sino más bien una estrategia diplomática destinada a crear consensos a largo plazo y basada en el trabajo detrás de escena y no en las condenas públicas.
Esa estrategia tiene nombre y apellido, la Ostpolitik impulsada desde los 60 por Agostino Casaroli, una especie de canciller de facto de Pablo VI, al que el entonces Papa le encargó restablecer la relación del Vaticano con el bloque comunista para recuperar el terreno perdido por la Iglesia en esos países.
Para Francisco, Casaroli es el personaje decisivo de la Iglesia de esos años y su legado. “Para mí, el mayor modelo del período moderno de la Iglesia es Casaroli”, dijo hace no mucho.
Casaroli fue determinante en la firma de los acuerdos de Helsinki, que, en 1975, formalizaron la distensión entre Occidente y los países comunistas con consensos de cooperación y respeto a los derechos humanos. Hoy Francisco también tiene a esos acuerdos para el mundo. “Éste es el momento para detener las rivalidades y los bloques. Necesitamos líderes que, en el nivel internacional, permitan que los pueblos crezcan en el entendimiento mutuo y en el diálogo, para dar luz a un nuevo espíritu de los acuerdos de Helsinki y a un mundo más estable y pacífico”.
Esa versión actual de la Ostpolitik de tender puentes, gestar diálogos para desarmar rivalidades geopolíticas y,además, recuperar y resguardar el lugar de la Iglesia es la que guía a Francisco.
Claro que la Ostpolitik tuvo sus defensores y detractores. Para los primeros, preparó el camino al fin del comunismo y restableció las jerarquías católicas en los países del bloque soviético. Para los segundos, no fue más que una forma de apaciguamiento que dio más poder al comunismo e incluso permitió a la inteligencia soviética infiltrarse en el Vaticano.
Las críticas a esa Ostpolitik no se alejan mucho de los cuestionamientos a la diplomacia de Francisco, en especial con Ucrania: el silencio, aun cuando haya esfuerzos de mediación en la trastienda, es una forma de apaciguamiento.
2. Éxitos y tropiezos en la diplomacia papal
En sus inicios, la diplomacia de Bergoglio tenía algunos de esos rasgos, aunque se distinguía, por su hiperactividad y visibilidad. Comenzó con algunos éxitos, algunos mayores que otros, pero éxitos al fin. En 2013, pocos meses después de convertirse en papa, logró disuadir a Barack Obama de atacar Siria en represalia al uso de armas químicas que Bashar al-Assad hizo con su población. En 2014, fue clave en el histórico acercamiento entre Cuba y Estados Unidos. Tal era su hiperactividad diplomática que el diario The Washington Post lo llamó “la gran fuerza de la política internacional” (2015) y Time se preguntaba “por qué es Francisco el mejor político del mundo” (2015). Con el paso de la década, los éxitos, sin embargo, empezaron a diluirse.
El avance de los años y de la guerra civil matizó lo que en 2013 fue un éxito de la diplomacia papal en Siria. Obama no bombardeó ese país, pero Bashar al-Assad se mantuvo en el poder y la guerra civil continuó con cientos de miles de muertos.
El Papa se aventuró también en Medio Oriente, con una visita a Cisjordania e Israel, en mayo de 2014. Confiado de su poder, invitó a Mahmoud Abbas y Shimon Peres a una jornada de rezo por la paz en un junio de ese año. Poco efecto tuvieron la visita, el rezo y la mediación papal; un mes después, en julio de estalló la guerra de Gaza, entre Hamas y las fuerzas armadas israelíes.
La Ostpolitik de Francisco se topó con sus límites y las críticas en dos ocasiones en las que el silencio papal fue más ruidoso que las negociaciones detrás de escena.
En noviembre de 2017, Bergoglio visitó una Myanmar cuestionada por la mano dura de su dictadura y por la persecución de los rohinyas, una minoría musulmana. Pese al clamor público global, el Papa evitó mencionar la palabra rohinyas; sus asesores le aconsejaron no hacerlo para evitar represalias contra los católicos de ese país asiático. Recién habló de ellos y de su sufrimiento cuando dejó Myanmar y llegó a la vecina Bangladesh.
Ese mismo llamativo silencio prevaleció durante años con los uigures, la minoría musulmana perseguida por el régimen comunista en China, desde hace décadas. Pese a los campos de adiestramiento, pese a los llamados internacionales, Bergoglio recién hizo referencia a los uigures en 2020. Detrás de su silencio, estaba la gestación del histórico acuerdo que firmó el Vaticano con China, en 2018, para la designación de obispos. El Papa volvió a incurrir en ese silencio incluso cuando fue arrestado y juzgado, en Hong Kong, el año pasado, el cardenal y activista prodemocracia Joseph Zen. El Vaticano adujo que sus esfuerzos para liberarlo no eran visibles.
Toda diplomacia tiene una parte pública y una parte oculta, ambas son igual de necesarias para alcanzar un acuerdo, cualquiera que sea. El Papa es un jefe de Estado y su diplomacia necesita esa prerrogativa del secreto. Pero también es un líder espiritual, una figura moral. El silencio, la ambivalencia de la equidistancia amenazan con desgastar más y más esa autoridad y credibilidad.
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