Desde hace cinco años García trabaja con Médicos Sin Fronteras (MSF) y se encuentra actualmente en la ciudad de Járkiv, en el este de Ucrania
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¿Qué le dirías a una mujer de 95 años que, en medio de una guerra, te confiesa que ya no quiere vivir?
Es una de las muchas situaciones que enfrenta a diario el psicólogo mexicano Camilo García.
Desde hace cinco años García trabaja con Médicos Sin Fronteras (MSF) y se encuentra actualmente en la ciudad de Járkiv, en el este de Ucrania.
Fuerzas ucranianas retomaron el control de esta región, que fue ocupada por tropas rusas a fines de febrero.
Muchos residentes de Járkiv y sus alrededores huyeron al inicio de la guerra. Quienes permanecieron fueron en gran parte personas mayores de 60 años, en su mayoría mujeres.
Estas “babushkas”, como se llama en Ucrania y Rusia a las mujeres mayores, son quienes llegan principalmente a las clínicas móviles de MSF en Járkiv y pueblos cercanos en busca de asistencia médica y psicológica.
Ayudarlas es un verdadero arte, señaló García. Cada caso es especial, y para conectar con las babushkas, el psicólogo usa no solo sus herramientas profesionales, sino habilidades que aprendió de sus abuelas siendo niño en México.
Desde Járkiv, Camilo García habló con BBC Mundo.
—¿Cuál es tu papel en la clínica?
—Mi rol es detectar las necesidades de salud mental de la población. Y con mi equipo de psicólogos ucranianos, implementar sesiones individuales, porque, como en muchos países, todavía es estigma asistir al psicólogo o al psiquiatra.
Tenemos también grupos de apoyo al personal de salud. Porque muchos trabajadores se fueron a sitios más seguros y hay menos personal. La gente llega angustiada, llorando, estresada, y ellos tampoco están preparados para eso. Experimentan su propio estrés y el de sus pacientes.
—Cuéntame de las mujeres mayores que llegan a las clínicas de MSF…
—En muchos de los pueblos encontramos gente mayor que trabajó durante toda su vida para construir su casa, que crio allí a sus hijos, y llega la guerra y se tienen que tomar decisiones.
Para generaciones más jóvenes, por ejemplo, sus hijos o sus nietos, es más fácil decir “yo me quiero poner a salvo, tengo bajo mi responsabilidad un niño”'. Pero las generaciones mayores dicen “esta es mi casa, esta es mi tierra y continuaré el resto de mi vida aquí”. Y se quedan, sin sus hijos o nietos.
—¿Y qué te dicen esas babushkas? ¿Qué las lleva a buscar tu ayuda?
—Antes de contarte algunas anécdotas, te diré que a nivel de diagnóstico tienen problemas de ansiedad, problemas relacionados con síntomas depresivos que fueron disparados por la guerra.
Muchas de ellas pasaron dos, tres meses en los sótanos por el peligro. Pasar tanto tiempo aislado con poca posibilidad de acceder a alimentos, medicamentos, genera un nivel de tensión y de ansiedad que se puede volver inaguantable, porque empuja pensamientos como “creo que ya es el fin del mundo, no pude despedirme de nadie”. Esta ansiedad y está desesperanza las mantiene al límite emocional y cognitivo.
—MSF señaló que algunas personas, tras meses sin medicamentos para enfermedades crónicas como diabetes o hipertensión, presentan cuadros tan serios que deberían ser hospitalizadas, pero esto no es posible. ¿Qué impacto tiene esto en su salud mental?
—Ha sido bien estudiado que hay una relación muy cercana entre enfermedades crónicas y depresión, entre enfermedades crónicas y estrés. Cuando llegan con nosotros sus niveles de signos vitales están en la estratósfera. Es una combinación de falta de atención médica y también estrés acumulado.
Vienen con nosotros y nos dicen “no puedo dormir, es que esto es demasiado, no entiendo por qué nos pasó esto, extraño a mi familia, extraño mi casa, ya perdí todo por lo que valía la pena vivir”.
—Decías antes de iniciar la entrevista que muchas de ellas sienten que “les han robado los últimos años de su vida”…
—No es una frase que viene de mí sino que viene de ellas mismas y ha sido constante.
Y es esta idea del orden que culturalmente se tenía de la vida, durante este tiempo trabajo, durante este tiempo invierto en mi familia, etc.
Entonces la guerra genera este cambio de sentir, “no era el fin que yo esperaba, porque yo lo que esperaba era plantar flores y vegetales en mi jardín y transmitir mi conocimiento de la vida a mis nietos”. Y de repente se encuentran con que ya no están ni sus nietos, ni sus hijos, ni su casa.
Trabajamos también con gente desplazada del campo a la ciudad. Esta gente que decidió moverse a la ciudad por seguridad terminó en dormitorios y ahora viven en un cuartito pequeño. No pueden regresar todavía a su pueblo y viven allí sin poder tener actividades y no conocen a nadie.
Algunas han perdido a sus hijos. Y también se preguntan, ¿cuál es mi objetivo? Por eso llega este sentimiento de “me robaron los últimos años de mi vida”.
Había por ejemplo una babushka de 95 años desplazada en la ciudad de Járkiv que nos preguntaba a los psicólogos. “Oiga, ¿y cuándo me voy a morir? ¿usted me puede decir? Es una sensación de cansancio, como que ya, que alguien haga algo, o Dios o alguien, pero necesito tener algo seguro porque ya no veo nada enfrente de mí”.
—¿Y qué le dices por ejemplo a esa babushka de 95 años?
—La primera respuesta es la verdad. Decirle que no sabemos, pero mientras estamos aquí, mientras estamos juntos, mientras esté viva podemos pensar en hacer cosas nuevas que le sean significativas. Podemos recordar las cosas que hizo que tienen valor. Podemos validar sus experiencias, validar su conocimiento, validar la importancia de que usted está aquí a sus 95 años.
Se ha puesto a las babushkas siempre como las principales víctimas, con imágenes de ellas llorando junto a su casa. Pero tomar la decisión de quedarse en medio de los bombazos, en medio del caos, requiere valor.
Yo les decía: “entendemos que ustedes tienen necesidades y por eso estamos aquí. Pero también queremos saber qué tienen ustedes que decir a otras generaciones. ¿Qué le diría usted, señora, a una joven de 15 años que también está angustiada por la guerra?”
Entonces es un proceso también de reconocimiento y de empoderamiento, de decir tú no eres la victima, eres sobreviviente y además tienes sabiduría para compartir.
—¿Qué responden cuando les preguntas qué dirían a una adolescente que sufre por la guerra?
—Depende de las personalidades. Una me respondió: “les diría que canten”. Al final de esa sesión cantamos y se generó una atmósfera positiva. Y además la voz por la edad genera este canto polifónico muy característico de la zona, es algo por lo que vale la pena continuar, genera buena energía.
Otra persona dijo: “les diría que fueran fuertes, sabias, activas”. Nos han dicho también “que se conecten con sus ideales que es lo que al final de cuentas importa”.
—¿Qué herramientas le das, por ejemplo, a personas con ataques de pánico por los bombardeos?
—Tenemos a veces solo una hora si logramos tener atención individual.
Podemos dar más, obviamente, pero tienes una sesión para lograr el máximo potencial posible. Ese máximo potencial posible no solo viene con brindar técnicas de control de estrés, sino que viene con una manera, yo diría, artística, de llevar los primeros 30 minutos de la sesión.
Aproximadamente toma unos 15 minutos en lo que la persona llega y descarga todos y cada uno de los problemas con los que está viviendo. En otros 15 minutos hay llanto, hay desesperanza.
A veces la gente dice: “me estoy volviendo loca, no aguanto, soy débil”, y con simplemente decirle: “no eres débil, solo estás expresando, de la manera que estás pudiendo, las experiencias que estás viviendo. Es una reacción normal a una situación fuera de lo normal”. Esto ya, viniendo de alguien externo, empieza a normalizar las cosas.
Les decimos: “no te vamos a garantizar que vas a vivir sin estrés, pero te vamos a recomendar hacer un par de ejercicios que te van a ayudar a reducirlo”.
Sé que los ejercicios de respiración te suenan como una solución muy débil, porque no se compara con estar escuchando una bomba al lado de tu casa. Pero tú puedes elegir si quieres escuchar esa bomba con altos niveles de estrés o con el pensamiento más abierto. Lo ponemos también en palabras simples.
—Me quedé pensando cuando hablaste de tu trabajo como un arte, porque imagino que no hay fórmulas…
—En psicología tenemos protocolos para depresión, para estrés postraumático, etc. Pero en una sola sesión podemos recibir con una babushka problemas de depresión, ansiedad, soledad, problemas de sueño, de violencia no solo doméstica, sino además la que están experimentando como país. Y tú dices ¿cómo empiezo?
Por eso digo que es algo artístico y es hecho a mano, porque tratas de invertir lo más que puedas para que la babushka se sienta lo más tranquila posible y pueda continuar enfrentando los retos que tiene día a día.
Mi trabajo también es apoyar a mi equipo y hacer prevención, para que en el futuro, cuando ya Médicos Sin Fronteras no estemos aquí, ellos puedan tener la experiencia suficiente para prevenir que las cosas no se pongan peor en términos de salud mental.
—O sea que con cada persona debes decidir rápidamente cómo conectar…
—Había una babushka con una hija que logró llegar a España, tenía la posibilidad de irse con su hija, pero dijo: “me quiero quedar aquí”. Veíamos que cuando esperaba la sesión empezaba a tejer y mi abuela en México me enseñó a tejer.
Entonces le dije: “présteme el gancho”, y empecé a tejer con ella. Este tipo de acciones también te conectan.
A partir de ahí pedimos que si nos podía hacer muñecas que son tradicionales aquí. Se las compramos y esas muñecas se las regalamos a niños en otras clínicas móviles. Entonces esto, por ejemplo, fue una intervención. ¿Fue algo científico, protocolario? Tal vez no, pero funcionó.
Creo que eso es crucial en nuestro proyecto, que no venimos simplemente a decirles “ok, si estás estresado, respira; si estas ansioso, medita”. Eso es lo que tenemos que hacer, pero cómo lo hacemos es lo que hace este trabajo artístico o hecho a mano.
—Sé que quieres resaltar especialmente a los lectores la gran fortaleza de estas mujeres…
—Las babushkas de Ucrania tienen un poder oculto: la resiliencia.
La gente mayor de 60 años que vive en el campo es la que vimos durante el mes de julio, agosto y septiembre cultivando, cosechando, a pesar de todo lo que estaba pasando alrededor.
Son gente que se sigue levantando a las cinco de la mañana, haya distribución de alimentos o no, y continúan trabajando en el campo. Entonces, si eso no se puede llamar resiliencia, no sé de qué otra manera se pudiera llamar.
—¿Qué es lo que te da esperanza de que estas personas van a salir adelante?
—En mi caso es un poco de personalidad. Yo tengo esta tendencia a siempre tratar de ver lo positivo, pero también vengo de una cultura mexicana, latinoamericana.
Ahora es tal vez un poquito distinto, pero seguimos muy arraigados a nuestros abuelos, a su conocimiento, a lo que representan en nuestras culturas.
En las babushkas yo veo conocimiento, veo sabiduría.
—Hablabas de tu abuela. ¿De qué parte de México eres?
—Yo crecí en Mérida, Yucatán, en el sureste de México. Mi familia es de mayoría de mujeres, que tenían esta educación siempre de protegerse, de relacionarse.
Entonces recibí mucho sobre cómo comunicarme con las personas de manera no verbal. No solo de mis abuelas, sino de las mujeres de mi familia, es algo que me permite de alguna manera impulsar este arte.
—¿Y dónde estudiaste?
—Me fui a la ciudad de México para entrar a la universidad, a la UNAM. Lo que me interesaba de la psicología era este ideal de poder ayudar a la gente y quería trabajar con gente que de una u otra manera cruza fronteras, no sólo físicas, sino emocionales, sociales, morales. Mi primer trabajo fue en un psiquiátrico, porque quería trabajar con gente que, lo quiera o no, cruzaba las fronteras de la realidad.
Cuando entré a MSF me encontré con gente que cruza fronteras no sólo físicas, sino también existenciales, fronteras que no esperaban cruzar. Entonces mi formación me permite poder ayudar a estas personas y considerar que son gente que puede salir adelante, que va a salir adelante y que tiene los recursos internos para poder hacerlo. Es la convicción que tenemos en el trabajo humanitario.
Además veo el resultado y eso me hace sentir, “esto a lo que me dedico tiene un impacto”.
No decimos que estamos solucionando todo, pero en este primer paso funciona, y tal vez después de mí venga alguien más que pueda desarrollar proyectos a más largo plazo.
Una señora de 72 años que llegó queriendo ir al psicólogo, pero no se atrevía a decirlo, al final de la sesión nos hizo una confesión que fue muy personal y me dijo: “nunca en mi vida le he dicho esto a nadie”.
El que haya podido sacar todo eso y que el sacarlo le haya hecho bien para mí es bello, es esperanzador. De alguna manera, es encontrar la belleza dentro del caos.
BBC MundoTemas
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