ROMA.- Jueves 7 de mayo. Volví a subirme a un colectivo después de más de dos meses. "¿Estás loca?", fue la reacción de Luana, una amiga romana, mamá de una compañerita del colegio de Carolina, mi hija de 12, a quien vi después de dos meses. Pasé por debajo de su casa, la llamé y tuvimos una charla a distancia. Ella desde su ventana del primer piso. Yo, desde la calle. Es una modalidad frecuente de ver en estos días.
Luana me confesó que en casi dos meses de cuarentena casi no salió. Estuvo muerta de miedo porque su marido tuvo neumonía, estuvo internado, solo, en un hospital. No tuvo Covid-19, pero se asustó muchísimo. Su marido, Claudio, que fumaba muchísimo, dejó el vicio y el café. Mientras charlábamos pasó un patrullero. "Buonasera", saludó el agente, muy gentil.
En esta nueva etapa, la fase 2 de convivencia con el virus, en teoría sigue siendo necesario moverse con un formulario que indica que uno salió por motivos de necesidad, salud, urgencia, o para ver familiares –siempre y cuando vivan en la misma región-. Pero así como se relajaron las restricciones, también se relajaron quienes controlan, por suerte.
"¡Qué bueno! Volvieron a la normalidad, recuperaron la libertad!", me escribe por WhatsApp una amiga desde Buenos Aires. Lamento decepcionarla, pero le explico que en verdad aún no hay libertad. Sí, hay menos restricciones, menos estado policíaco porque el gobierno italiano apunta al sentido de responsabilidad, al sentido cívico. Pero la verdad, aunque la situación es muy fluida y va cambiando todos los días, dudo que vuelva la "normalidad".
¡Volvieron los cafés!
El 3 de mayo me fui a dormir pensando en la cobertura del día siguiente: finalmente, el principio del desconfinamiento. Lo primero que sentí al salir a la calle, por supuesto con barbijo, fue que los guantes descartables me molestaban mucho más. Claro, empieza a hacer calor. Se acerca el verano y los guantes de plástico son insoportables. Lo segundo fue darme cuenta de que, más allá de mi expectativa, las calles seguían estando semi-vacías. Poquísimo tránsito. Y los colectivos, pese a que muchos se imaginaban el caos, también circulan casi vacíos.
La gran novedad fue el regreso del café, del cappuccino. En vaso de cartón y para llevar, porque hasta el 1 de junio los bares no podrán abrir. Pero fue como volver a nacer, una fiesta. El rito del café, sagrado en Italia, estaba de vuelta. Ojo, en ese glorioso primer día, el 4 de mayo, tampoco había muchos bares abiertos. Había que caminar para encontrar uno. Entre ellos, había vuelto el de Sant’Eustachio, histórico templo del café, en la plaza homónima, que funciona desde 1938. Placer absoluto.
Ese día Juan Pablo, mi hijo de 14, que sigue teniendo clases a distancia y que no volverá al colegio hasta septiembre –cuando empezará el nuevo ciclo lectivo, nadie sabe en qué formato- salió después de dos meses enclaustrado. Juampi estaba nervioso. Le dimos barbijo, guantes, la recomendación de mantener la distancia de seguridad y se fue a comer un kebab en un lugar que también comenzó a vender comida para llevar cerca de casa, junto a su amigo Giacomo.
Caminaron después por el centro, los dos con pelo larguísimo –las peluquerías siguen cerradas hasta el 1 de junio- y más altos. Pasaron dos meses y crecieron. Esa primera tarde de "libertad", Juampi volvió a salir una segunda vez. De nuevo con Giacomo y con Leonardo, otro compañero.
"Ojo, no más de tres, que si no, son multitud", le advertí. Al volver Juampi confesó que se sumó también Giulio, otro amigo y que los paró un patrullero. "Fueron buenos, les dijimos que estábamos volviendo a casa y nos dejaron ir, aunque nos avisaron que la próxima nos hacen una multa", contó. No hace falta decir lo que no le dije a Juampi.
La belleza abrumadora de Roma
Nos habíamos olvidado de lo linda que es Roma. Y ahora que está totalmente vacía, sin las legiones de turistas, su belleza es abrumadora. Esas fotos que uno trata de sacar sin gente, en sus callecitas, en los lugares más maravillosos de la ciudad -la piazza Navona, la Fontana di Trevi, el Coliseo, el Vaticano-, ahora son cosa de todos los días. Pocos viven en el centro histórico de Roma, lleno de hoteles, oficinas y Airbnb.
Si antes del coronavirus era casi imposible caminar por la cantidad de turistas, ahora la gran pregunta es cuándo volverán. El daño económico es monstruoso. Los negocios al por menor siguen cerrados hasta el 18 de mayo. Los hoteles, también. Reabrieron cafés, heladerías y librerías, pero la desolación es absoluta. Ni siquiera en agosto, cuando en Roma no hay romanos, hay tan poca gente.
"¿Mamá, puedo salir con mis amigas?". La pregunta de Carolina, de 12 años pero que parece de 14 -ella también creció, está más alta- es insistente desde el 4 de mayo, el día del fin de la cuarentena total. "Sí, es verdad, antes de la cuarentena te dejaba salir sola con tus amigas, pero ahora las calles están demasiado desoladas, sin gente, así que no me parece prudente", le digo. "No es que no confíe en vos, no me gusta que salgan chicas, tan chicas y lindas, solas. Si querés te acompaño, desde lejos", le propongo a Caro, que también muere por recuperar algo de libertad y por volver a ver a sus amigas, ya no a través de una pantalla.
La estación de tren, desértica y ordenada
En la estación Termini, postal del caos que suele haber en Roma, punto de llegada de los cientos de miles de turistas que la visitan, también hay un panorama surrealista. Aunque recomenzó algo de movimiento, es un desierto y reina el orden. Nunca hay taxis en Termini, pero ahora está lleno.
Adentro de la estación también hay mucho orden. Pusieron stickers en el suelo con flechas que indican por dónde hay que moverse. También pusieron cintas que marcan el camino hacia los andenes. A diferencia del aeropuerto internacional de Fiumicino, al que fui hace unos días para cubrir la repatriación de un grupo de argentinos varados y donde llamaba la atención la pizarra de los vuelos negra, sin nada, en Términi la pizarra habla de un tímido movimiento de trenes.
Cerca de los andenes hay muchísimos policías y personal de la estación, con visera y barbijo, que controla si quienes se aprestan a abordar un tren tienen un motivo válido para hacerlo (necesidad, trabajo, salud, urgencia). Hay una fila bastante ordenada, todos llevan barbijos y hasta toman la temperatura.
El renacimiento luego de la guerra sin bombas
Como si hubiera habido en estos dos meses una guerra sin bombas, pero que dejó marcas indelebles, por la calles hay señales de renacimiento. Aunque siguen muchos negocios cerrados, algunos obtuvieron la autorización para levantar persianas. Artesanos, tapiceros, marqueros, restauradores de muebles, florerías. Nuevamente se ven obreros de la construcción trabajando, reparando calzadas. Así como cuadrillas de personas vestidas con mamelucos blancos que desinfectan los negocios que reabrirán el 18 de mayo, cuando comenzará una nueva etapa de la fase 2. La meta a la que ahora todos aspiran llegar. Aunque la mejor imagen del renacimiento, de la vida que vuelve, es la que un día noto sobre la puerta de una casa del centro histórico mientras vuelvo a pie desde el Vaticano: nació una beba, se llama Amélie.
Miedo
Aunque por supuesto hay excepciones, el miedo es lo que aún prevalece. El día que me subo, después de dos meses, a un autobús –considerado por muchos un acto de arrojo en estos tiempos-, cuento a las personas presentes. Somos trece, bastantes, pero porque es una línea tipo 60, muy concurrida. La mayoría tiene pinta de inmigrante. Los italianos que pueden siguen utilizando su auto para trasladarse, considerado más seguro. El autobús cambió: el chofer está aislado en el frente, protegido como siempre por un vidrio, al que se le sumó una cinta. En varios asientos hay stickers que advierten que está prohibido sentarse, debido a medidas de prevención de coronavirus y para garantizar la distancia social. Los trece pasajeros llevan barbijo, obligatorio en el autobús. No veo sus caras, sólo puedo notar su color de piel y sus ojos. Ojos que reflejan inquietud, miedo.
Los invisibles
Cerca de la parada del autobús, sobre Corso Vittorio Emenuele II -avenida normalmente muy transitada, pero ahora mucho menos, casi silenciosa-, hay una mujer sentada en el piso, sobre la vereda, evidentemente extranjera, con barbijo negro. Pide limosna. Me cuenta que es rumana, que solía trabajar de "badante", cuidadora de ancianos, pero que "su" viejito se murió y que ahora no sabe qué hacer. "No tengo para comer, no tengo trabajo, no hay trabajo", me dice.
Ella no es la única. En estos días raros, en esta Roma vacía de turistas donde todo se nota más, saltan a la vista decenas de invisibles, sin techo, inmigrantes que acampan a la buena de Dios. Uno de ellos duerme plácidamente a pocos centenares de metros de la Fontana de Trevi. Otro, de color, en el piso, mimetizado detrás de unas plantas de la vía dei Cappelari. También se multiplicaron los nuevos pobres, gente que perdió el trabajo y no llega a fin de mes, que se acercan a comedores de Cáritas y otras organizaciones caritativas.
La plaza de la esperanza
Ya casi es un lugar común decir que nada será como antes. En los parques, que finalmente reabrieron, debido a las normas de distanciamiento social los chicos no pueden ir a los juegos –prohibidos e inaccesibles con cintas-, pero no importa. Hay niños corriendo, jugando, andando en bicicleta o monopatín, felices, personas de todas las edades en bici, ancianos caminando, con barbijo, distrutando finalmente del sol y del aire.
Todos sacan fotos y videos como si fuera la primera vez. El pasto está crecido. Es el primer sábado de la fase 2 y voy a Villa Borgheses junto a Caro y Chiara, una compañerita del cole. Las chicas no se veían desde hace dos meses. No se abrazan ni se tocan, mantienen la distancia, las dos con barbijo.
Caminan delante mío, van charlando, felices, haciendo videítos, recuperando el tiempo perdido. A la distancia las sigo y voy contemplando lo que me rodea. La ardillita –insólito verlas en Villa Borghese- que se trepa rápidamente a un árbol, los peces del laguito famélicos que se pelean con las gaviotas por una miga de pan, los patos, los pinos milenarios del parque. Caminamos al final 8 kilómetros. Lo necesitábamos.
Roma está distinta, más linda que nunca. Y la sensación es que también están distintos los romanos. Más gentiles, más comunitarios, más solidarios. Como yo, ellos también salen a redescubrir su ciudad, golpeada como el resto de Italia por un enemigo invisible, pero lista para volver a empezar.
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