Desde Chile hasta el Líbano: la presión sobre el bolsillo enciende las protestas
LONDRES.- En Chile, la chispa que desató el incendio fue el aumento de la tarifa del subte. En el Líbano, fue un impuesto a las llamadas vía WhatsApp. El gobierno de Arabia Saudita impuso un impuesto a los narguiles. El de la India, a las cebollas.
En las últimas semanas, pequeños temas de bolsillo desataron la furia popular alrededor del planeta, con miles de ciudadanos indignados que tomaron las calles para manifestar su frustración con las élites políticas a las que consideran incorregiblemente corruptas, irremediablemente injustas, o ambas cosas. Las protestas llegan después de las masivas demostraciones en Bolivia, Ecuador, España, Irak y Rusia, y antes de eso en la República Checa, Argelia, Sudán y Kazajistán, un malestar constante que desde hace varios meses hace sonar los tambores alrededor del mundo.
A primera vista, muchas de esas manifestaciones están vinculadas por meros detalles tácticos. Las semanas de inclemente desobediencia civil en Hong Kong, por ejemplo, parecen haber marcado el modelo de abordaje confrontativo que se diseminó en demandas políticas y económicas sumamente diversas. Sin embargo, en muchos de esos convulsionados países, los expertos parecen distinguir un patrón común: un rechazo más contundente que lo habitual contra las élites, en países donde la democracia desilusiona, la corrupción es vista como algo desvergonzado, y la minúscula clase política vive holgadamente mientras las jóvenes generaciones apenas logran salir adelante.
Los expertos parecen distinguir un patrón común: un rechazo más contundente que lo habitual contra las élites, en países donde la democracia desilusiona, la corrupción es vista como algo desvergonzado, y la minúscula clase política vive holgadamente mientras las jóvenes generaciones apenas logran salir adelante.
"Son los jóvenes los que están hartos", dice Ali Soufan, CEO de The Soufan Group, una consultora en temas de seguridad e inteligencia. "Las nuevas generaciones ya no compran eso que consideran como un orden corrupto de las élites económicas y políticas de sus países. Ellos quieren un cambio".
Y los más sorprendidos fueron los líderes de esos países. El jueves pasado, el presidente chileno Sebastián Piñera se jactaba de que su país era un "oasis" de estabilidad en América Latina. "Estamos dispuestos a hacer todo por no caer en el populismo, en la demagogia", dijo en una entrevista publicada por The Financial Times.
Al día siguiente, los manifestantes chilenos atacaron fábricas, incendiaron estaciones de subte y saquearon supermercados, el peor levantamiento que vive Chile en décadas, obligando finalmente a Piñera a sacar a los militares a la calle. Hasta hoy, el número de muertos ya asciende a 18, y un Piñera visiblemente golpeado habló de "una guerra contra un enemigo poderoso e implacable".
En el Líbano, el primer ministo Saad Hariri sobrevivió a la bochornosa revelación del regalo de 16 millones de dólares que le hizo a una modela con la que se encontró en 2013 en un hotel de las islas Seychelles, un gesto que, según los críticos, es fiel reflejo de la clase gobernante libanesa. La semana pasada, anunció el impuesto a las llamadas por WhatsApp, y se desató la revuelta.
Décadas de descontento por la desigualdad, el estancamiento y la corrupción hicieron erupción y arrastraron a casi un cuarto de la población del país a las calles, con marchas contra el gobierno y al grito de "¡revolución!"
Con uno de los niveles de deuda pública más altos del mundo y tasas de desempleo incurablemente altas, el Líbano parece incapaz de suministrar servicios públicos tan básicos como electricidad, agua potable, o una señal de Internet confiable. Las medidas de austeridad horadaron a la clase media, mientras que el 0,1% más rico -que incluye a varios políticos-, se queda con el 10% de los ingresos nacionales, en gran medida, según los críticos, por la explotación a mansalva de los recursos naturales del país.
El lunes pasado, Hariri desechó su planeado impuesto y anunció a las apuradas un paquete de reformas para rescatar la esclerosada economía del país, prometiendo recuperar la confianza de la opinión pública.
Aunque la reciente proliferación de protestas masivas parece dramática, los expertos aseguran que no es más que la continuación de una tendencia en auge. Durante las últimas décadas, las sociedades de distintas partes del mundo se habían vuelto menos propensas a buscar cambios políticos a través de la toma de las calles.
Pero en los últimos tiempos, el ritmo de las protestas se aceleró abruptamente, debido a la convergencia de varios factores: la ralentización de la economía global, la escalofriante brecha entre ricos y pobres, y la masa de jóvenes que en muchos países constituyen una nueva generación furiosa por sus ambiciones frustradas. Para colmo, la expansión de la democracia a nivel global se ha estacando, generando impotencia entre los ciudadanos que tienen gobiernos que no responden, y entre los activistas, la convicción de que tomar la calle es la única vía para forzar un cambio.
El ritmo de las protestas se ha acelerado abruptamente, debido a la convergencia de varios factores: la ralentización de la economía global, la escalofriante brecha entre ricos y pobres, y la masa de jóvenes que en muchos países constituyen una nueva generación furiosa por sus ambiciones frustradas.
Pero cuanto más crecen los movimientos de protesta, menos éxito tienen. Hace apenas 20 años, el 70% de las manifestaciones para exigir cambios políticos sistémicos lograban su objetivo, una cifra que venía subiendo sostenidamente desde la década de 1950, según un estudio de Erica Chenoweth, politóloga de la Universidad de Harvard. Sin embargo, a mediados de 2000, la tendencia se revirtió. Ahora, el índice de éxito es del 30%, según el estudio, una caída "abrumadora", en palabras de Chenoweth.
Ambas tendencias están íntimamente relacionadas. A medida que las protestas se vuelven más frecuentes, pero también menos exitosas, se alargan en el tiempo, se vuelven más virulentas, más visibles y más proclives a volver a manifestarse en las calles cuando sus demandas no encuentran respuesta. Un fenómeno que se retroalimenta. El resultado puede llegar a ser un mundo donde los alzamientos populares pierdan relevancia, y se conviertan en simplemente en parte del paisaje social.
La proliferación y variedad de estallidos no pasó desapercibida en las Naciones Unidas. Su secretario general, Antonio Guterres, trajo el tema a colación durante una reunión del fin de semana pasado con el Fondo Monetario Internacional (FMI), según reveló este martes su vocero, Stéphane Dujarric. Los críticos acusan al FMI de exacerbar las penurias económicas en países como Ecuador, imponiendo medidas de austeridad para reducir la deuda pública.
"Vemos manifestaciones en diferentes lugares, pero tienen puntos en común", dijo Dujarric, y habló de "gente que se siente bajo extrema presión financiera, el tema de la desigualdad, y muchos otros problemas estructurales".
Algunos expertos dicen que el auge de protestas globales es demasiado diverso como para categorizarlas claramente o adjudicarlas a un único factor. Michael Ignatieff, presidente de la Universidad Central Europea, se encontraba la semana pasada en Barcelona cuando 500.000 personas ganaron las calles después de una sentencia judicial que condenó a prisión a los exlíderes separatistas de la región.
Si bien las protestas en Barcelona presentan semejanzas con las masivas manifestaciones en otros lugares, Ignatieff dice que sería un error agruparlas juntas. "No se trata de gente arrastrada por la locura de las masas", dice. "Esto es político, con causas y problemáticas específicas. Si no reconocemos eso, caemos en la tentación de creer que la política popular se mueve es como una moda loca, como usar todos el mismo tipo de pantalón, o el mismo sombrero".
Si las protestas se suscitan más rápido y se extienden con más facilidad que hace unas décadas, también son más frágiles. Las arduas movilizaciones que alguna vez eran expresión de los movimientos de base eran lentas, pero persistentes. Las protestas que se organizan a través de las redes sociales se arman rápido, pero se derrumban con igual facilidad. Además, los gobiernos autoritarios han aprendido a cooptar las redes sociales, diseminando propaganda, convocando a sus simpatizantes, o simplemente generando confusión, señala Chenoweth.
Incluso allí donde hay un espasmo de protesta, lleva mucho tiempo hasta que la bola de nieve se transforma en un movimiento de oposición bien desarrollado. El alucinante aumento del precio de la cebolla en la India hizo que los agricultores bloquearan las rutas y armaran marchas de corta vida. Pero esa frustración tendría que tomar forma masiva, y no hay nadie que la canalice: en la India, la oposición está desbaratada, la política está dominada por las divisiones de casta y religión, y el gobierno del primer ministro Narendra Modi saca a relucir constantemente la amenaza de la vecina Pakistán para distraer a la opinión pública.
Traducción de Jaime Arrambide
The New York Times
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